El discurso jurídico es mucho más que el texto de la ley. Se compone de relatos, olvidos, ficciones y mitos que estabilizan el contenido de la “realidad” en un determinado tiempo y lugar. A partir de la noción de hegemonía, la corriente crítica nos invita a repensar las categorías desde las cuales abordar al derecho, dando cuenta de las operaciones del lenguaje que lo atraviesan. Este trabajo, desde el “olvido” del decreto de suspensión de aranceles universitarios, muestra como son operados los significantes del derecho en la construcción del imaginario social.
Abstract
Legal discourse is much more than the text of the law. It is composed of stories, omissions, fictions and myths that stabilize “the reality" content at a certain time and place. From the notion of hegemony, the “critical legal studies” movement invites us to rethink the categories from which law is approached. Thus, this theory is focused on the operations of the language that constitute the law. From the "oblivion" of the executive order for the suspension of university fees, this work shows how law signifiers are operated in the construction of social imaginary.
Keywords: law, hegemony, Peronism, university, university reform.
Recibido: 30-05-2019
Aceptado: 05-03-2020
En este breve ensayo, tomando como excusa el derrotero del decreto de suspensión de cobros de aranceles universitarios (Decreto N.° 29337 de 1949), se buscará presentar cómo el contenido del derecho es articulado hegemónicamente, pues sospechamos que es posible rastrear, en las lógicas que operan y constituyen al discurso jurídico, un particular mecanismo de construcción de relatos, a partir de los cuales se estabilizan sentidos, ideas y creencias en el imaginario social.
Para esto, teniendo en cuenta la estrechez de sus conclusiones, nos distanciaremos de las formas tradicionales en las que la filosofía jurídica suele abordar el estudio del derecho, ya sea por su reduccionismo normativo o por su causalismo esencialista. Vale señalar que la corriente crítica del derecho, desde el último tercio del siglo pasado, denuncia la tara explicativa que pesa sobre los postulados paradigmáticos, tanto de la escuela iusnaturalista como la iuspositivista, ambas en la generalidad de sus versiones.
Con insistencia, recuperando la línea de trabajo de la filosofía de la sospecha, las/os críticas/os nos invitan a romper la endogamia de los/as juristas. Han abierto el estudio de los sentidos del derecho a prácticas hermenéuticas, que no pretenden rastrear la naturaleza del artificio jurídico (al que no le atribuyen tal carácter), como así tampoco buscan la adecuación de las piezas normativas a las reglas de validez de la lógica formal.
De este modo, la escuela crítica piensa al derecho como un discurso más en la madeja con la que se teje el entramado social. Esto permite desenfocarse de la centralidad/literalidad de la norma y dar cuenta de que, en los textos jurídicos –como en los médicos, artísticos, culturales y científicos, entre otros– opera un mecanismo común de producción de sentidos.
Nuestra realidad se construye en, por y a través del lenguaje. Y este se rige por reglas que, a diferencia de la lógica causal, responden a articulaciones arbitrarias (no necesarias) ajenas a la fuerza descriptiva/objetiva.
Los trabajos de Laclau y Mouffe (1985) nos permiten llevar las reglas de este proceso, que se da en los actos de creación del lenguaje cotidiano, al plano de la configuración de la realidad. De modo que las formas retóricas, como la contigüidad/continuidad (metáfora/metonimia), que operan en la producción del lenguaje, gobiernan también la arbitrariedad por la que se fijan los bordes del orden social.
Una vez que reconocemos en la retórica la ontología general de nuestra realidad (Laclau, 2014) y que entendemos que en este mundo construido en el lenguaje sus categorías operan en la configuración de lo simbólico, se abre el juego a lecturas del derecho en clave pospositivista y antiesencialista.
Estas lecturas toman como punto de partida las reflexiones del psicoanálisis y sus trabajos sobre los procesos de selección de significados. Desde allí se habilita un intercambio entre el discurso jurídico y lo que los/as operadores/as piensan que este es. No por nada, en el Seminario 17, Lacan resalta que es en el derecho donde se palpa con mayor claridad como el discurso estructura al mundo real (Lacan, 2008).
Ahora bien, a la recién denunciada pretensión teórica que anima este trabajo, se le suma el deseo de mostrar cómo ha operado la pulsión eliminatoria acaecida sobre el decreto de suspensión de aranceles universitarios, en particular, y sobre la producción jurídica del peronismo, en general.
Desde la Constitución Nacional de 1949 hasta las disposiciones ministeriales más recónditas, la coalición antipopular que asaltó el sistema institucional se empeñó en hacer desaparecer del imaginario social “todo” el andamiaje normativo y simbólico producido durante el peronismo. Sorpresivamente, no corrió con la misma suerte, una vez recuperada la democracia, la pulsión legiferante de las bandas que han usurpado el sistema institucional durante la última mitad del siglo XX. Pareciera que en estos casos el vicio constitucional no resultó tan repugnante a la articulación que operó sobre la democracia.
Pero, para desgracia de los/as detractores/as de la articulación del campo popular que el peronismo supo significar, los discursos sociales no desaparecen. El mundo social es un espacio de relatos y prácticas sedimentadas que se actualizan, se reconfiguran e, incluso, se subvierten. Hasta las prácticas sociales genocidas, con toda su violencia y horror, no son completamente lineales en su producción de sentido. Esto sucede porque la realización simbólica de estos procesos, como nuestra última dictadura cívico-militar, nunca resulta acabada ante la imposible realización de la totalidad. De allí, lo milagroso de la vida, la imposibilidad constitutiva de los cierres.
Aunque la Historia Universal solo existe en los cuentos, menudo esfuerzo han hecho para hacernos olvidar la impronta significativa de un proceso político y, en especial, de sus formas de pensar la democratización de los espacios sociales, entre ellos la universidad.
Creemos que este decreto, como la legislación peronista en general, fue arrancado y no simplemente derogado, por sus efectos simbólicos en el imaginario social. Bien sabemos los/as abogados/as que, por más que una norma se encuentre “vigente”, en la práctica, –por conductas extra normativas pero que paradójicamente hacen a la normatividad–, la aplicación de la norma en cuestión se vuelve entre difusa y ficcional. De allí, vale señalarz que la pretensión eliminatoria de este decreto no responde a cuestiones que la mirada iuspositivista pueda responder sin sonrojarse. Es en la articulación que esta y otras normas hicieron sobre el sentido del concepto democracia lo que llevó a su esfumado en la memoria.
Este ensayo se estructura como una reflexión jurídico-política entramada a partir de la propuesta de abordaje del derecho realizado por la corriente crítica, que principalmente discrepa con las lecturas cientificistas sobre este campo problemático. Con ello, no se busca caer en la falta de rigurosidad en las elaboraciones; por el contrario, se pretende que el hacer en torno a las preguntas por el derecho reactive su condición de discurso social.
De aquí, la doble dimensión de esta lectura, que muestra el lazo entre el productor/enunciador del relato y el discurso jurídico. Precisamente, es aquello que el iuspositivismo pretende ocultar a través de las reglas formales y que el iusnaturalismo busca universalizar y despolemizar con sus apelaciones trascendentales.
De modo que, a continuación, el/la lector/a encontrará una reflexión sobre un caso (el olvido del decreto de gratuidad de la educación superior), construida desde la lectura de lo social a través de la noción de hegemonía y de la retórica como forma de configuración de la realidad. Por ello, delimitaremos a lo largo de este trabajo los significantes que serán considerados nodales para las tensiones bajo interpretación.
La teoría política nos permite dar cuenta de la intrincada disputa por estabilizar el sentido de la democracia, pues en nuestro tiempo la legitimidad de las formas políticas deriva en gran parte de su articulación con este significante. No por nada las denominadas potencias de occidente buscan fundar su intervención violenta en el mundo desde la “exportación” de esta forma política, como así también las fuerzas populares/progresistas hacen lo propio en su apuesta de reconfiguración de la estatalidad (pensemos, por ejemplo, en los proyectos de lo que se denominó democratización de la justicia, intentados en 2013).
La autodenominada “Revolución Libertadora” (llamada “Fusiladora”, para un sector del revisionismo) no escapó a esta lógica. En su proclama del 16 de septiembre de 1955, el dictador Eduardo Lonardi destacó que ninguna democracia era legítima si no existían en ella los presupuestos esenciales: libertad y garantía de los derechos personales. ¿Qué queda por fuera de esta selección? ¿Acaso la igualdad no constituye un núcleo esencial de la democracia? Adelantamos que ni libertad ni igualdad son parte esencial de este significante, en tanto que su fijación no deriva de un sustrato positivo (aquello que “es” la democracia). Por el contrario, esta deviene de una operación opuesta (aquello que “no es”).
De aquí, lo paradójico. Con el golpe de 1955, se venía a democratizar, expulsando al partido democratizador. Ambas instancias son ciertas (nos es indiferente su valor de verdad). Para la coalición cívico-militar-castrense –que incluyó a gran parte de los intelectuales y de las universidades–, el peronismo, con su regulación creadora de igualdad y masividad en la operatividad de los derechos, avanzó despóticamente sobre su fijación formal del concepto de democracia, limitada en los cauces del liberalismo, y sobre su articulación a través de la lógica de representación.
Vale decir que este erizamiento ante las formas del peronismo, en cuanto a la faz procedimental de la democracia como regla de asignación de cargos públicos a través del sufragio libre, bordea la desfachatez. Alcanza con atender a las lógicas de gobierno durante la década infame (con su fraude patriótico) para comprender la particularidad de este punto. ¿Acaso no debía arrojar la piedra el que se encontrara libre de pecados?
La coalición golpista fundó discursivamente su reacción ante una guerra porque, con el avance popular del peronismo, venían perdiendo dominio sobre el marco de referencia de los sectores populares. Bien destaca Juan Manuel Palacio en su reciente trabajo sobre la justicia peronista: “que, al menos, en el nivel del Estado, el peronismo significó un antes y un después para los protagonistas centrales de su relato. Desde que las agencias estatales del peronismo se inmiscuyeron en la vida cotidiana de terratenientes, arrendatarios y trabajadores rurales de la Argentina […] ya nada iba ser igual para ellos” (Palacio, 2018: 23). No por nada la proclama del 55 se posicionó desde la voz de los sojuzgados que quieren vivir de acuerdo con sus tradiciones.
En las universidades, al parecer, también se quería vivir de acuerdo con sus tradiciones, mas precisamente, con la lógica de autonomía de la Reforma del 18, sacudida por la intervención preperonista del 46 y luego por las dos normas dictadas durante el gobierno peronista, la Ley N.º 13031, del Nuevo Régimen Universitario, y el posterior Decreto N.º 29337, de la gratuidad universitaria.
Que la matrícula universitaria haya pasado de poco más de 40 mil estudiantes en 1945 a más de 138 mil para 1955 (Lionetti, 2012) da cuenta de una transformación e irrupción, muchas veces vividas como un aluvión por la elite y la burguesía privilegiada por la lógica estatal preperonista, en la que el modelo de distribución del ingreso e intervención del Estado en la garantía del acceso a los derechos económicos, sociales y culturales de los sectores populares se encontraba ausente.
El peronismo apostó a reformular el sentido de la democracia y la lógica de estructuración de las universidades no fue ajena a ese conflicto, pues en ellas se libró una batalla, como en tantos otros espacios sociales en los que el dogma liberal se oponía al avance de la justicia social y a su apuesta por una nueva sustancialidad en los significantes que ordenan la realidad.
Bien destaca Lionetti que, para el peronismo, su acción sobre las universidades consistía en arrebatarle a las elites oligárquicas sus cotos privados, ajenos a los intereses mayoritarios. Mientras que, por otro lado, para la Federación Universitaria Argentina (FUA) y el reformismo, el proyecto peronista buscaba hacer de la universidad una pieza más del poder (Lionetti, 2012). Nuevamente diremos que ambas afirmaciones están en lo correcto, con la salvedad de que la universidad pos-Reforma del 18 también ha sido una pieza del poder y no solamente desde la configuración de la tríada saber-poder-verdad, que opera desde el discurso científico. Cabe recordar el enfrentamiento de la FUA con el segundo gobierno de Hipólito Yrigoyen, que culminó con el apoyo de la Federación al golpe de 1930.
Gutiérrez, en su artículo publicado en Antropología del tercer mundo, recuperado por Aritz Recalde, supo dar cuenta de este punto antipopular del movimiento reformista pos-Reforma. Señala que “el movimiento de la Reforma, que surgía para transformar a los claustros en la posibilidad de elaboración de ese pensamiento argentino y latinoamericano, […] perdió rápidamente ese ímpetu inicial y se transformó en la defensa de una autonomía al servicio de la extraterritorialidad de las trenzas docentes […]. La universidad continuó cerrada al pueblo, como siempre, y el auge de las luchas sociales correspondió al interés de estos por el logro de mayores privilegios” (Recalde, 2016: 317).
Ya antes de que el peronismo ganara la elección de 1945, la FUA ingresó a la coalición antiperonista de la Unión Democrática. Si bien la decisión no fue unánime, como lo muestra la oposición de la Federación del Litoral a la alianza con los sectores conservadores, la FUA simplificó su acción, señalando que esta decisión surgía como un límite al nazi-fascismo. Es así como algunos/as intérpretes del proceso entienden que el malentendido entre los intelectuales-universitarios y el peronismo se debe a las dificultades que encontraban estos para disociar a la figura de Juan Domingo Perón con el golpe del 43 (Pis Diez, 2012).
Si bien es cierto que Perón asumió con las universidades intervenidas y que su primera política para con el sector, en vez de retrotraer el estado de cosas al orden pos-Reforma, se basó en un proyecto para un Nuevo Régimen Universitario que reordenara la organización universitaria en el ámbito del Poder Ejecutivo, no menos cierto es que este colectivo, además de a universitarios/intelectuales, pertenecía a la burguesía y a la oligarquía nacional enfrentadas con el modelo peronista. Esta cuestión es por demás relevante, ante un proceso político social de redefinición de relaciones sociales y privilegios, a menos que podamos sostener que es posible una esquizofrenia colectiva tal que permita a los individuos disociarse en cada ámbito de su vida.
La Ley N.º 13031 fue considerada por los intelectuales y los universitarios como un avance sobre las conquistas de la Reforma, en la medida en que suprimió el cogobierno y la autonomía, y supeditó la elección de los rectores y profesores titulares a la decisión del Poder Ejecutivo. Además de ello, como un punto previo a la gratuidad y la masificación, avanzó en el otorgamiento de becas para avanzar en la democratización del acceso a la universidad.
Es correcto, la norma restringe la autonomía de las universidades que se consolidó tras la Reforma. Ahora, varias cuestiones: ¿la autonomía significó una democratización al interior de las universidades?, ¿existían posiciones antagónicas al modelo político imperante en el reformismo?, ¿la autonomía garantizó, en el período pos-Reforma, que profesores e intelectuales de diversas ideologías ocupen lugares de decisión en el gobierno de las universidades?, ¿acaso la autonomía no funcionó como una válvula de cierre de un circuito endogámico de privilegios?
Estos interrogantes dan pie para una investigación de campo mucho más amplia sobre las operaciones que se tejen entre los significantes autonomía y democracia. Pareciera que la autonomía se configuró como una barrera de hecho para la heterogenización de las comunidades universitarias, en la medida en que las grandes mayorías veían imposibilitado (mas no formalmente prohibido) el ingreso. Los defensores a ultranza de la libertad a veces no vislumbran, siendo un poco generosos, la insuficiencia de la no constricción como único criterio para asegurar los derechos. A esta instancia, para hacer de ella una potencia realizadora, es preciso dotarla de elementos que habiliten su ejercicio.
En concreto, las universidades se construyeron como un espacio de fuerte resistencia hasta que las políticas peronistas de democratización –en tanto masificación del ingreso– comenzaron a tomar una materialidad perceptible. Quizás estas palabras de Jauretche, recuperadas por Recalde, puedan orientarnos: “la Revolución Libertadora era, o cayó en manos, de los viejos equipos del país colonial que habían quedado marginados en 1945” (Recalde, 2016: 38). No podemos dejar de pensar la política del primer peronismo para con las universidades obviando la multiplicidad de pertenencia de los sujetos que las habitaban.
Como señalamos más arriba, si queremos hablar del olvido que recae sobre el decreto de supresión de los aranceles universitarios, debemos referirnos a una pasión de las distintas coaliciones antipopulares argentinas: la eliminación simbólica del peronismo. Operación que se desplegó en una multiplicidad de dimensiones, incluyendo la jurídica. Así surgió el Decreto-Ley N.° 4161 del 5 de marzo de 1956 –vigente hasta su derogación por la Ley N.° 16648 en 1964–, por el cual se prohibió la utilización, tal como expresa “con fines de afirmación ideológica peronista, de imágenes, símbolos, signos, expresiones significativas, doctrinas, artículos y obras artísticas representativas del peronismo”.
Desde lo simbólico, un ejemplo patente fue la redenominación del salón de actos y el aula magna del reciente edificio de la Facultad de Derecho de la UBA, que dejaron de llamarse Juan Domingo Perón y Eva Perón, respectivamente.
Desde lo práctico, se produjo una depuración del cuerpo docente, dejando afuera a todos los profesores de matriz peronista. “La Revolución Libertadora venía a establecer, según sus protagonistas, una universidad acorde con el espíritu de un pueblo libre. Cesanteados todos los funcionarios y docentes que habían participado en la institución universitaria bajo el peronismo, son incorporados docentes sin participación en dicho gobierno [...] el criterio hegemónico acerca de cuál debía ser el carácter de la organización institucional estaba guiado por el espíritu de la Reforma de 1918” (Mancuso et al., 2004).
De modo que un gobierno dictatorial restituyó, pos intervención y normalización —eufemismo para decir desperonización—, un régimen autárquico para las universidades, en el cual la autonomía, como insignia de los valores de la libertad y la democracia, significó la prohibición de una doctrina teórica, política y social de sus casas de estudio. Puede afirmarse, entonces, que es autónoma una forma de universidad que se hace del poder cívico-militar para expulsar de su comunidad a una doctrina democrática o, precisamente, que no estaría comportándose como aquello que denunció en 1947. Estos matices, que podemos advertir desde nuestra posición en el tiempo, no buscan reprochar o juzgar extemporáneamente, sino simplemente dar cuenta de la complejidad de la asunción sincera de posiciones objetivas y autonomistas.
Construir el olvido del Decreto N.° 29337 de 1949 y de la Ley Orgánica de Universidades, N.° 14297, que receptó la gratuidad e implementó la enseñanza de la doctrina nacional y formación política ordenada por la Constitución, comenzó a tomar un poco más de sentido con el proceso de privatización de la educación superior. Esto se debe a que, para implementar el modelo de universidades privadas, que tomó auge con la Revolución Libertadora y el posterior gobierno de Frondizi, era pertinente desarticular la idea de la educación como un derecho social. Así, este olvido obligatorio del peronismo habilitó el dictado de normas de facto como el Decreto N.° 6403 de 1955, que en su artículo 23 permite a la iniciativa privada crear universidades libres. Este proceso dio cabida a la irrupción de la Ley.° 22207 de 1980, emitida por la dictadura del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional, que en su artículo 39 introdujo los “aranceles y tasas” en la educación universitaria.
La eliminación simbólica y material del peronismo, con la que comenzamos este apartado, encontró en las universidades un espacio de fuerte condensación, en el que pueden rastrearse las pertenencias políticas de los sectores aglomerados en las casas de estudio. Bien apunta Recalde que “en muchos aspectos, Onganía promovió un proyecto económico que había sido acompañado por buena parte de los docentes y de los funcionarios de la universidad argentina desde 1955. Dada la matriz cultural e ideológica de la institución, el programa desarrollista que impulsaron Pedro Eugenio Aramburu o Arturo Frondizi tenía más adeptos universitarios que el proyecto nacionalista de los dos Planes Quinquenales promovidos a partir de 1946” (Recalde, 2016: 41). De allí que insistamos en lo complejo de la simplificación de la relación entre el peronismo y las universidades.
Si alguien quisiera explicar a partir de contraejemplos las reglas cardinales (y las inconsistencias) del iuspositivismo, bien podría posar su atención sobre la proliferación “normativa” de los años 1955 a 1958. No tardará en advertir que el atropello a la juridicidad, incluso en los propios términos liberales del principio de legalidad, fue silenciada, celebrada e incluso concretizada desde la doctrina iuspositivista. De aquí, los fuertes cuestionamientos éticos y teóricos que recaen sobre esta escuela: ¿cómo pueden explicar la legitimidad y la legalidad del orden jurídico cuando se encuentra quebrada la juridicidad en la cadena de competencia?, ¿cómo puede sostenerse desde el iuspositivismo, sin sonrojarse, la aplicación de disposiciones que, por su definición formal, no pueden ser consideradas normas jurídicas?, ¿cómo puede sostenerse la validez del “Decreto” N.° 6403 de 1955, emanado desde el poder dictatorial de la Revolución Libertadora, por el cual se derogaron las dos leyes de organización de las universidades que votó el Congreso Nacional en los años 1947 y 1954 en plana vigencia de la Constitución?
Luego volveremos sobre lo ficcional de esta “norma” y lo complicado que es para la lógica iuspositivista explicar su aplicación. Pero no podemos dejar de mencionar que, tras la reconstrucción de la historia del derecho nacional, se hace difícil sostener con firmeza los postulados sobre la pureza del derecho, sin bordear una posición cínica o caer en un vicio reduccionista. El derecho es una práctica social discursiva (Ruiz, 2006), que excede la textualidad de la ley y produce relatos que mezclados con otros dan forma al orden social que, como todo orden, es precario, arbitrario y abierto a la disputa hegemónica. Es por ello que encontramos en el derecho una función paradojal que hace de este discurso un instrumento, tanto para la legitimación de las relaciones de poder existentes como para su transformación.
El derecho, en sus múltiples dimensiones, no se ubica por fuera de la política, ni tampoco es un mediador neutral y objetivo entre sus expresiones. El derecho es parte de la política, en la medida en que se estructura simbólicamente a través del lenguaje. De allí que los intentos del iuspositivismo de trazar una lógica formal de realización o del iusnaturalismo de buscar un juicio universal de justicia y verdad son abyectos en la medida que ocultan cómo opera el discurso jurídico en el imaginario social; cómo se consagra lo permitido y lo prohibido, lo normal y lo anormal; y cómo incluso estas categorías pueden ser operadas selectivamente. Aunque no lo reconozcan, quizás por fetichización, en estas operaciones hegemónicas se sucede la vida de muchos/as. Por ello la importancia de restituir el vínculo entre derecho y política, en la medida que este desencantamiento del mito kelseniano nos habilita el reconocimiento de los otros en una posición adversarial, de acuerdo con los términos propuestos por Mouffe en Agonística (Mouffe, 2014).
Es entonces que el contenido del derecho “expresa los niveles de acuerdo y de conflicto propios en una formación histórico social determinada” (Ruiz, 2006: 5) y en sus trayectos impulsa olvidos, enlaza demandas, estabiliza sentidos. Pocas piezas del derecho han sido tan toscas como el “Decreto” N.° 4161 de 1956, para evidenciar esta dimensión de inclusión y exclusión del discurso jurídico. Ese texto muestra visceralmente, al prohibir de forma expresa al peronismo de modo similar al empleado en las disposiciones legales del régimen nazi, por dónde circulan las posiciones en las relaciones de poder en nuestro país.
Los olvidos, lejos de ser causados por el azar o la sobreabundancia de información, responden a un mecanismo arbitrario de recorte y selección, de configuración y de represión. Nos ha señalado el psicoanálisis que, junto con ellos, opera un desplazamiento hacia un sustituto erróneo, que vendría acompañado de un recuerdo también erróneo, a partir del cual se construye un relato desplazado. Ahora bien, estos desplazamientos que en el plano del sujeto pueden responder a factores combinatorios de su estructura psíquica, en la dimensión de la política responden a una pretensión hegemónica.
De modo que el olvido, como estructura de exclusión, es un mecanismo de cancelación de relatos en el anudamiento del sentido. La construcción de memoria, de relatos sobre acontecimientos que se vuelven conceptos, recurre justamente a este hilvanado de sentidos que, en su configuración ante la imposibilidad de la descripción del todo traza una frontera cuya principal característica es su precariedad, pues no es fija, se encuentra en abierta disputa. De allí la persistencia del peronismo, pese a la pulsión sangrienta por su destierro.
Ahora, yendo a nuestro caso, nos parece axial la función del significante Reforma del 18 en el proceso de olvido de este decreto de Perón. No es casual que, al evocar la idea de democratización del sistema universitario, el sentido común tienda lazos con el significante Reforma del 18. Independientemente del contenido concreto de ambos procesos en el plano de la normatividad, en el plano simbólico se produce una expulsión del Decreto N.° 29337 de 1949 de la imagen democratizante. El proceso de tensión y disputa entre la lógica estatal y masificadora del peronismo, por un lado, y las estructuras universitarias cerradas a los sectores populares, por el otro, ha quedado en un singular olvido.
Creemos que esta exclusión, como mencionamos en el párrafo precedente, no fue un accidente en el proceso de fijación de sentidos. Al contrario, de acuerdo con nuestro enfoque, operó en este plano un proceso de articulación que encontró su forma lógica en la selección arbitraria de significados. En nuestro caso, del contenido ligado al concepto de democratización, pues al olvidar el conflicto entre la universidad y el peronismo, más allá de la conquista popular de la gratuidad de la educación superior, se pretende dar espacio para la circulación de una imagen angelada de nuestros claustros universitarios, refugiados en su autonomía y ajenos a las tensiones de la política. Como vimos, en esta operación, sucede un intento de naturalización/fijación de una forma estabilizada de pensar a la universidad y a lo que se enseña en las universidades.
Lo singular de este recurso al psicoanálisis, en particular a la retórica como forma de estructuración de lo que es, radica en su matriz explicativa no individualista, pues a diferencia de otras formas de explicación de lo social, esta posición de análisis parte de la relación inescindible entre el sujeto y el otro. De allí que incluso la faz individual sea colectiva porque se articula en y por la estructura simbólica, que indefectiblemente se escapa a la soledad del sujeto.
La objetividad de lo social, constitutivamente inaprensible, es reconocida entonces como problemática y abierta. De modo que la naturaleza de lo que existe sería paradójicamente su no-naturaleza, su artificialidad. Dicho esto, como no discurrimos en un devenir psicótico, nuestra tarea reside en rastrear las operaciones de estabilización que se dan en el proceso de significación. Es decir, los mecanismos del lenguaje por el cual adquieren sentido los significantes. Es esto lo que estamos tratando de hacer en este ensayo con las operaciones en torno a la idea de democratización.
Recordemos que, en La instancia de la letra (1957), Lacan rompe con la clásica forma de relacionar significado con significante, invirtiendo la formula saussureana. Con este reposicionamiento del significante, se borra la unidad de la significación, deviniendo esta en una artificiosa ilusión. Así, el significado no surge fuera del lenguaje, no reviste una presencia plena. La significación es producida por el significante y no a la inversa.
En nuestro caso, la democratización de la universidad (significado) es producida por la Reforma del 18 (significante) en la estructura simbólica del sentido común. A su vez, esta proyecta sobre la democracia una particularidad específica, que precisamente no se condensa en el Decreto N.° 29337 de 1949 y en el eje de lo que se denominó la legislación peronista —la distribución del ingreso—; de allí, su exclusión.
A lo largo de estos apartados hemos tratado de indicar que, al no existir un sustrato de la democracia, al ser este una pieza vacía en tensión/flotación por obrar de la articulación de las diferentes cadenas de sentido, la disputa por su estabilización resultó estratégicamente nodal para nuestra historia reciente y presente. Que el decreto de gratuidad haya sido olvidado responde a una lógica de institución y sedimentación operada desde una cadena de sentido que obtura los lazos entre la democracia y la transformación/revolución, la democracia y las demandas distributivas, la democracia y lo popular. La democracia se vuelve entonces un significante que puede ser colmado por la noción de autonomía para ciertos ordenes, de no intervención del poder público en el establecimiento de los fines sociales (eje central de la apuesta neoliberal), de procedimiento y regla a la que las desigualdades no conmueven constitutivamente.
Entonces, ¿a qué se debe el deseo de borrar al Decreto N.° 29337 de 1949 del imaginario social, de eliminar sus lazos con la democratización de la educación superior y, en consecuencia, sustituirlo en la dimensión simbólica por la Reforma del 18?
Ya hemos adelantado bastante sobre este punto. Avancemos, ahora, en lo que concretamente postularía nuestro enfoque. Así, podremos decir al interrogante inicial que, como venimos marcando en este trabajo, quizás hallemos alguna respuesta en la disputa por los sentidos que las distintas articulaciones hegemónicas quieren ligar con la democracia.
Una norma, como el decreto de suspensión de arancelamientos de la educación superior —que entiende que la realización de “los principios democráticos” obliga a garantizar el acceso gratuito a la universidad, lazando así a la democracia con la política distributiva—, pareciera adversa a una cadena que busca estabilizar un orden que mantenga niveles de desigualdad social y que, movido por tales fines, haga de la democracia un concepto meramente formal/institucional, expulsando la dimensión sustancial que hace eje en las pujas redistributivas.
Es decir, lo que pareciera operar en esta articulación es la pretensión de romper la relación significativa de contigüidad de la democracia con la igualdad, la gratuidad y la redistribución. Para dar paso a su vinculación con las nociones de autonomía y libertad, casualmente puntos nodales de la Reforma del 18.
De modo que, si el Decreto N.° 29337 de 1949 permite forjar lazos entre democracia e igualdad, bajo el marco de la democracia social, la Reforma del 18 hace lo suyo fortaleciendo las demandas de autonomía propias del liberalismo.
En definitiva, en el olvido de este decreto en la historia de la democratización de la educación superior, medió un proceso de articulación simbólica en torno al contenido de la democracia. Esto es una expresión más de la irresoluble tensión entre libertad-igualdad que atraviesa la modernidad del occidente capitalista y de la que nuestra realidad común no escapa.
Las escuelas tradicionales del derecho no pueden dar cuenta de esta dinámica, en la que se constituyen los textos normativos con los que trabajamos los/as operadores/as del derecho. Con sus lentes, ellas podrían decir que el decreto de gratuidad fue eliminado por supuestos vicios formales al fundarse, según su criterio, en atribuciones conferidas al Poder Ejecutivo por una Constitución como la del 49, que adolecería de vicios de forma[1], o bien podrían decir que esta disposición normativa no se corresponde con las leyes naturales del mercado en la asignación de recursos, que han de servir de principio universal de organización social.
En concreto, dentro de su multiplicidad de variantes, tanto iuspositivistas como iusnaturalistas podrán esbozar una gran cantidad de justificaciones por la cual el Decreto (y el peronismo) debería ser expulsado del mundo jurídico. Ahora, ninguna de estas explicaciones será sincera, en la medida que propenda a ocultar su particularidad, buscando objetivizar su posición enunciativa, escamoteando su operación sobre el contenido de la democracia. Esto es así, ya que, como hemos señalado, este significante podrá ser parcialmente colmado con el autogobierno de las universidades o, por caso, con el acceso masivo de los sectores populares y la desaristocratización de las universidades o por ambos u otras cadenas significantes. En definitiva, de lo que se busca dar cuenta es de cómo se opera en la construcción de los sentidos que hacen a la realidad y de la imposibilidad constitutiva de ubicarse por fuera de esta tensión.
De aquí que las teorías críticas recuperan la dimensión ética para saldar este hiato producido tras el desencanto posmoderno, dando lugar a una eticidad que no se funda en grandes razones, sino por el contrario, en el reconocimiento de la particularidad de la posición, en torno a las múltiples relaciones de poder producidas un determinado tiempo y lugar.
Insistimos sobre este punto con otro ejemplo de peso análogo. La dogmática tradicional no puede explicar, desde la pura normatividad o desde los principios universales de justicia, cómo es posible que llamemos “norma jurídica” a una de las reformas más importantes del Código Civil, el “Decreto-Ley” N.° 17711 de 1968, ya que el mismo fue emitido por usurpadores del poder público en flagrante violación a la Constitución Nacional. Más aún, ¿cómo nadie se asombra de que hablemos de “Decreto-Ley” cuando esa figura no existe ni expresa ni implícitamente en el texto constitucional? Como si la apariencia de ligar por un guion a dos institutos válidos fuera suficiente para transmitirles sus propiedades. Una gran falacia. Sin embargo, en la práctica, en nuestras facultades, en los tribunales y en la administración, esta aberración autoritaria, la de los decretos-ley, pulula y muestra lo bajo de este invento humano que es el derecho, que no es más que una de esas monedas que han perdido su troquel.
Tampoco se hace posible afirmar, desde su andamiaje teórico, que la legislación de los gobiernos constitucionales peronistas haya sido atacada en su validez formal y las disposiciones emitidas por la Comisión de Asesoramiento Legislativo de la última dictadura cívico militar aún hoy sean “ley”.
Así las cosas, pareciera que los criterios de objetividad que se estatuyen en la teoría pura del derecho son actualizados con diferente vara dependiendo del color o de la bandera del portador. Nuestras altas casas de estudio deben realizar una profunda introspección sobre los roles tomados en estos procesos de la historia nacional, pero además deberán sincerarse en la forma de enseñar el derecho. Un/a estudiante puede realizar toda su carrera sin enterarse de que muchas de las cosas que llama “leyes” podrán ser muchas cosas, pero imposible de ser catalogadas como tales desde la lógica de validez iuspositivista.
Ahora bien, como el desquicio no llega a tanto, cabe preguntarnos cómo es posible levantar las banderas del normativismo y a la vez defender la validez de reformas constitucionales, como la de 1957 —urgida de un proceso que en nada respetó los mecanismos establecidos en el texto supremo—, o de las disposiciones que prohibieron material y simbólicamente al peronismo. Pues bien, el derecho, como dimensión de la política, opera en miras a la esfera de lo político, que refiere a la partición en términos de amigo/enemigo. El enemigo, desde esta dimensión, está fuera del plano de la normatividad y contra él todo vale, incluso la eliminación simbólica y material, en la medida en que su existencia repercute sobre la potencialidad propia de los amigos. De este modo, podemos entender cómo eliminar al peronismo, incluso en términos normativos, no se vivencia como una experiencia contradictoria a la reflexividad del operador iuspositivista enfilado en esta posición política.
Así como en las prácticas sociales genocidas la deshumanización de las víctimas (su expulsión de la condición de sujeto de derechos) funcionó como medio para sostener las bases filosóficas y jurídicas del Estado moderno, la expulsión del peronismo del campo de la juridicidad sirvió de reparo a la patente contradicción entre los presupuestos de la teoría del derecho y la práctica jurídica del período de proscripción.
Por eso, resulta relevante la propuesta de Mouffe que reconoce la estructura disociativa de las relaciones sociales e intenta desarrollar una articulación de la política que sublime la enemistad constitutiva, sin tratar de lograr su erradicación o superación, como fallidamente lo intenta la tradición liberal. El reconocimiento del otro como adversario implica hacer de ese opuesto un sujeto que se reconoce legítimo, pese a que su presencia materialice todo lo que nosotros no somos.
La radicalización de la democracia, en términos agonistas, nos convoca a la construcción de una articulación hegemónica que no devenga en falsa conciencia y que reconozca la legitimidad de los relatos de los otros, sin pretender con ello llegar a una instancia dialógica superadora de las diferencias, que son inescindibles a la condición humana en tanto artificio.
Así, una articulación agonista y popular del derecho, lejos de propender a la construcción de “olvidos” como los aquí mencionados, debería impulsar la manifestación de las posiciones de enunciación, activando con sinceridad la politicidad del discurso jurídico. Si han querido que olvidemos leyes, por su peso simbólico sobre los significantes que organizan el orden social, habrá que suturar lazos que constituyan nuevos órdenes, que reconozcan la precariedad de su origen y hagan del derecho un discurso que asume el barro, la lucha y la sangre, que no oculta, vía ficción, los conflictos que han sido condensados en su contenido.
No podemos dejar de pasar por alto, al llegar al anudamiento de este trabajo, una singular nota de esta trama. Nota por demás paradójica, pues los reformistas, en su antiperonismo, confluyen en el derrocamiento de un orden constitucional para conseguir con ello, al menos en la dimensión sectorial, la reimplementación de un ordenamiento legal (el producido por la Reforma), que, como todo ordenamiento legal, es por definición mutable de acuerdo con las mayorías/minorías circunstanciales que habiten en el Congreso de la Nación.
Es decir, en defensa de lo que creían era su orden sectorial, que para entonces no tenía jerarquía constitucional, la FUA atropelló al orden institucional. Cabe preguntarnos por qué razón supralegal, en la dimensión iuspositivista, el primer gobierno de Perón se veía imposibilitado de modificar la autonomía universitaria. ¿Existía un derecho supremo a la autonomía universitaria para 1947? Con esto, nuevamente, no estamos propugnando una ordenación no autónoma de nuestras casas —nada más lejos que ello—, sino simplemente dando cuenta de lo heterogéneo y complejo del enfrentamiento relatado y de la pulsión por hacer olvidar la forma en la que el primer peronismo trató de darle sentido a la democracia.
Cuando el derecho olvida, silencia u oculta, nos revela las huellas de una articulación hegemónica. Dado que este proceso no es unívoco ni se encuentra guiado por la razón, la realidad se encuentra abierta a una multiplicidad de posibles fijaciones de sentido.
Por ello, de aquí la esperanza y la razón por la que hacemos derecho: las múltiples resistencias dispersas en nuestra sociedad encuentran en el discurso jurídico un campo amigable para librar una verdadera guerra de posiciones, que permita la transformación del orden social.
No por nada, en el 70.° aniversario del Decreto N.° 29337 de 1949, las llamadas “Universidades del Bicentenario”, que en cierta forma vienen a componer el vínculo entre democracia, redistribución e igualdad, hayan reactivado la potencia simbólica de esta pieza jurídica desterrada de las efemérides universitarias, de los libros de derecho y del imaginario social sin menguar en la defensa de la autonomía.
[1] Cabe recordar que entre los argumentos autolegitimantes de la llamada Revolución Libertadora se destacó la necesidad de derogar la Constitución sancionada en 1949 por supuestos vicios de forma en la ejercitación del poder constituyente derivado. Si bien Sampay supo contestar a la objeción de los diputados radicales respecto de la falta de votos necesaria para la sanción de la Ley Declarativa de la Necesidad de la Reforma, señalando que del artículo 30 de la Constitución no se desprende de forma expresa la necesidad de contar con una mayoría especial, ello no fue suficiente para que un grupo de civiles y militares decidieran autoritariamente su eliminación. Como bien resume Zaffaroni, “la flagrante contradicción del poder de facto se puso de manifiesto cuando el mismo poder que la borraba alegando defecto de votos populares en su convocatoria, sin ningún voto popular se atribuyó el poder preconstituyente que nadie le había concedido y convocó a una reforma en 1957” (Zaffaroni, 2014: 4).