Estrategia de desarrollo e instrumentos de política tecnológica
La Argentina en la primera mitad de la década de 1970
Centro de Estudios en Ciencia, Tecnología, Cultura y Desarrollo (CITECDE-UNRN), Argentina
ORCID: https://orcid.org/0000-0001-8181-1785
DOI
https://doi.org/10.5281/zenodo.7489353
PALABRAS CLAVE
estrategia de desarrollo | cambio técnico | instrumentos de política tecnológica
Recibido: 17 de abril de 2022. Aceptado: 23 de noviembre de 2022.
RESUMEN
En la primera mitad de la década de 1970 en Argentina, en un contexto de creciente inestabilidad político-institucional, bajo las gestiones económicas de Aldo Ferrer y José Ber Gelbard se intentó modificar el patrón de desarrollo económico. Para lo cual, se implementaron un conjunto de nuevos instrumentos de política tecnológica tendientes a orientar la demanda de las empresas hacia las fuentes nacionales de tecnología y, de esta forma, reducir la dependencia externa de tecnologías, y, en consecuencia, obtener un mayor grado de independencia o soberanía tecnológica. El objetivo de este trabajo es analizar, por un lado, cuál era el diagnóstico y los fundamentos conceptuales sobre los que se impulsó un conjunto novedoso de instrumentos de política tecnológica explícita. Y por el otro, los límites de la estrategia de intervención estatal implementada entre 1970 y 1976. De esta forma, se espera aportar elementos de análisis para comprender los desafíos para instrumentar estrategias efectivas de desarrollo en países como la Argentina.
ABSTRACT
In the first half of the 1970s in Argentina, in a context of growing political-institutional instability, under the economic administrations of Aldo Ferrer and José Ber Gelbard, an attempt was made to modify the pattern of economic development. To this end, a set of new technological policy instruments were implemented aimed at directing the demand of companies towards national sources of technology and, in this way, reducing external dependence on technologies, and consequently, obtain a greater degree of independence or technological sovereignty. The objective of this paper is to analyze, on the one hand, what was the diagnosis and the conceptual foundations on which a new set of explicit technology policy instruments was promoted. And on the other, the limits of the state intervention strategy implemented between 1970 and 1976. In this way, it is hoped to provide elements of analysis to understand the challenges to implement effective development strategies in semi-peripheral countries such as Argentina.
KEYWORDS
development strategy | technical change | technology policy instruments
A comienzos de la década de 1970, la crisis política y de legitimidad que se inició con el “Cordobazo” configuró un escenario de creciente inestabilidad institucional ante la imposibilidad de contener a una sociedad civil crecientemente movilizada, que se expresó, entre otros fenómenos, en una creciente “balcanización” del aparato estatal (Oszlak, 1980). En este contexto, el breve interregno de la presidencia de facto del general Roberto Levingston (1971) resulta particularmente relevante, al implementarse una serie de medidas tendientes a modificar el patrón de desarrollo económico –así como las fuerzas sociales que lo sustentaban– a partir de un programa de reestructuración elaborado por Aldo Ferrer (primero como ministro de Obras y Servicios Públicos y después de Economía). Dicho programa se caracterizó por impulsar una asociación entre el capital nacional y el Estado (Portantiero, 1977), para lo cual se buscó orientar los niveles de ahorro interno a la inversión como factor autónomo de reactivación sostenida de la economía. Es por esta razón que O´Donnell (2009) caracteriza esta etapa como de nacionalización del Estado Burocrático Autoritario (BA).
Esta dirección va a ser continuada durante la gestión como ministro de economía de José Ber Gelbard, al retornar por la vía democrática el peronismo el poder en 1973.[2] El programa de Gelbard se fundamentó en el establecimiento de un “pacto social” entre los sectores empresarios nucleados en la Confederación General Económica y los sectores trabajadores organizados en la Confederación General de los Trabajadores.[3] Esto implicó alcanzar un conjunto de acuerdos que quedaron expresados en el Plan Trienal para la Reconstrucción y la Liberación Nacional 1974-1977 (Fiszbein, 2013; Rougier y Fiszbein, 2006), cuyo objetivo central era generar una fuerte expansión de la actividad económica que garantice la “independencia económica” y la “justicia social”.
Si bien las gestiones de Ferrer y Gelbard influyeron sobre el desempeño del país entre 1970 y 1975, la inercia estructural y la dinámica política fueron factores determinantes en el quiebre del modelo de industrialización sustitutiva (Rougier y Fiszbein, 2006). Siguiendo a Portantiero (1977) y O´Donnell (1977), el agotamiento de dicho modelo fue resultado de la disolución del Estado en la sociedad civil producto de la imposibilidad de romper con el empate social, el cual impidió que se lograra imponer exitosamente una estrategia de desarrollo. En otros términos, la instauración de un nuevo régimen de acumulación de capital no se originó en el agotamiento de la industrialización basada en la sustitución de importaciones, sino en un cambio de estrategia para establecer relaciones de dominación permanentes en el tiempo frente al fracaso del Estado para garantizar la reproducción del sistema.
El objetivo de este trabajo es analizar cómo, entre 1970 y 1976, en el marco de un intento por modificar el patrón de desarrollo económico, se produjo una redefinición de la política industrial procurando incluir de forma explícita el desarrollo tecnológico. En otros términos, se dejó de tratar la difusión y absorción de tecnología como un factor exógeno y, por lo tanto, esto exigió que el Estado adopte medidas tendientes a orientar el desarrollo y absorción de nuevas tecnologías por las empresas nacionales. Se buscaba, de esta forma, reducir la dependencia externa y obtener mayores márgenes para instrumentar una política industrial y tecnológica de forma autónoma. En la década de 1970 se definió como un aspecto central de las políticas de ciencia y tecnología (CyT) el problema de la autonomía tecnológica como fundamento para la construcción de la soberanía nacional. De esta forma, la política de CyT representa una estructura en un proceso de conquista y mantenimiento de la autonomía económica, que por su lado es parte del proceso global de autonomía nacional, entendida como la capacidad de un Estado nacional de actuar según intereses propios, lo que incluía redefinir el tipo de relaciones que se mantienen con otros Estados en el marco de las relaciones del sistema de centro-periferia (Bayer, 1973). En otros términos, la búsqueda de la independencia consiste en un esfuerzo para superar el monopolio tecnológico del centro al entenderse que la tecnología es capaz de reemplazar a todos los otros recursos de poder (Sábato y Mackenzie, 1982).
Indagar sobre las políticas tecnológicas implementadas durante dicho período permitirá aportar elementos de análisis para comprender cuáles son los desafíos para instrumentar estrategias efectivas de desarrollo tecnológico que enfrentan los países que, como la Argentina, en diferentes momentos históricos han buscado desafiar las “reglas del juego” impuestas por los países centrales y mejorar su influencia y status en el sistema mundial (Hurtado, Lugones y Surtayeva, 2017).
El trabajo se estructura de la siguiente forma. En las tres primeras secciones se analiza cuál era el diagnóstico vigente en la época bajo estudio, del cual derivan el fundamento conceptual de los instrumentos de política tecnológica y la definición del rol del Estado. En las siguientes tres secciones, se indaga cuál fue la estrategia de desarrollo implementada bajo las gestiones económicas de Ferrer y Gelbard, los instrumentos de política tecnológica implementados y la búsqueda de una articulación entre el sistema científico y tecnológico (CyT) y el aparato productivo. En la última sección, se presentan las principales reflexiones sobre esta experiencia histórica.
El proceso de industrialización fomentó, desde sus orígenes, la instalación de industrias de bienes de consumo que tendieron a imitar los productos anteriormente importados, lo que exigía utilizar maquinaria, insumos y tecnología importadas, generando una creciente dependencia respecto de los proveedores externos de tecnología. A esto se sumaba que para acceder a financiamiento externo se imponía como condición el empleo de tecnología, equipos y maquinaria extranjeros, reduciendo las posibilidades de participación de los grupos locales de ingenieros o investigadores. Finalmente, la inversión extranjera directa (IED) fortaleció aún más los lazos de dependencia de la industria local, ya que el papel dominante de las empresas multinacionales no solo se veía reflejado por su posición de mercado en determinadas ramas industriales, sino también por el hecho de poder imponer las tendencias tecnológicas que las empresas locales debían seguir para lograr competir. En este marco, el empresariado local (incluidas las empresas estatales) desarrollaron una actitud pasiva en el sentido de minimizar los esfuerzos por diversificar las fuentes de abastecimiento o para evaluar la tecnología extranjera en oferta (Sagasti, 1978).
En esta dirección, para finales de la década de 1960 empezó a cuestionarse la lógica a través de la cual se impulsó el cambio tecnológico a través del proceso de industrialización, mediante diferentes mecanismos interrelacionados de transferencia externa de tecnología: IED, contratos de venta de tecnología (licencias, marcas, patentes, etc.), importación de tecnología incorporada en bienes de capital y participación en programas internacionales de asistencia y cooperación técnica (Fidel, 1973). La principal crítica radicaba en que el problema no era el volumen o cantidad de tecnología incorporada vía importación, sino en el supuesto implícito de que era factible, a través de la compra y/o copia de tecnología, promover de formar acelerada el cambio técnico. Es decir, a través de un proceso imitativo –con cierto grado de retraso– de los patrones de producción y consumo de las economías centrales, lo que acarreaba una traslación parcial y heterogénea de tecnologías, sin una adecuada adaptación a las necesidades y condiciones nacionales (Herrera, 1968; Sunkel, 1970; Diamand, 1976).
Por lo tanto, el mecanismo utilizado para promover el cambio técnico traía como consecuencia una “forma sutil” de reproducción de las relaciones de dependencia. En un marco de creciente dependencia comercial, esta se tradujo en una dependencia financiera y tecnológica (Paz, 1970). De esta forma, a pesar de que la propiedad de las empresas recayera en capitales de origen nacional o el Estado, se mantenía el control externo de la economía a través del abastecimiento de insumos tecnológicos, dando lugar a una dependencia industrial-tecnológica (Monza, 1972; Fidel, 1973; Sercovich, 1974; Ferrer, 1976). La consecuencia de esta forma de difusión y absorción de nuevas tecnologías, incorporadas en bienes de capital importados fueron, según Diamand (1976): un deterioro creciente de la balanza de pagos, una pérdida de autonomía en materia de política industrial, una adopción de tecnologías con escaso potencial de apalancar el desarrollo industrial de forma estructural, una baja capacidad para adaptarse a los cambios tecnológicos en las formas de producción a nivel mundial, el monopolio tecnológico de las empresas multinacionales y la generación de una estructura productiva desequilibrada.
Por lo tanto, la condición de país periférico y subdesarrollado no implicaba la ausencia de desarrollo tecnológico, sino una forma particular de difusión y absorción de las nuevas tecnologías para impulsar la industrialización. En este sentido, el “atraso” CyT no era producto de carencias que podían ser corregidas mediante la simple expansión de la infraestructura CyT, ya que esto suponía que la ciencia es un insumo externo a los sistemas productivos. Por el contrario, el progreso CyT debía constituirse en un elemento esencial del desarrollo, por lo cual no podía ser concebido de forma aislada de los factores sociales y políticos “que condicionan una comunidad”. Es decir, era necesario insertar el desarrollo CyT en el marco de una estrategia de desarrollo. Esto implicaba afirmar que el desarrollo no es una función del mercado, sino que es una variable que debe ser manejada políticamente en concordancia con objetivos nacionales, es decir, explicitando cuáles son las necesidades fundamentales de la sociedad para orientar el desarrollo CyT en función de las mismas (Herrera, 1968, 1973a).
Se requería, por lo tanto, de una intervención activa del Estado para implementar políticas tendientes a promover la difusión del progreso técnico, la ampliación del mercado interno, impulsar inversiones y aumentos de productividad en industrias complementarias (eslabonamientos hacia atrás y hacia delante), de forma tal de avanzar en un grado mayor de autonomía y sostenibilidad de la dinámica de crecimiento (Rosales, 1988; Sztulwark, 2005).
Sin embargo, según Sagasti (1978), Halty (1979) y Rodríguez (2006), si bien el problema tecnológico estaba presente en los diferentes análisis sobre el subdesarrollo, el mismo se encontraba ausente en las estrategias políticas recomendadas. En otros términos, la política tecnológica quedó subsumida en la política industrial al definirse a la tecnología como un insumo exógeno que puede ser adquirido en el mercado [tecnología incorporada] o a través de la cooperación técnica internacional. Por lo tanto, no se la consideró como una variable que debía ser administrada explícitamente por el Estado a través de instrumentos diseñados específicamente para operar sobre la misma. Por lo tanto:
La dependencia tecnológica se refuerza al avanzar por el camino de la industrialización, o sea, se desarrolla un problema estructural a largo plazo cuando no hay una estrategia tecnológica, todo lo cual trae implícitamente un modelo tecnológico liberal de laissez-faire. (Halty, 1979: 397-399)
Bajo dicho marco, se identificaron tres áreas problemáticas que exigían la adopción de políticas tecnológicas explícitas: profundizar el desarrollo de la infraestructura CyT; regular la transferencia externa de tecnología; y promover la aplicación local de tecnología. Para cada una de estas áreas de problemas se requería de instrumentos específicos. No obstante esta especificidad instrumental, los mismos no debían ser abordados de forma aislada, sino insertos dentro de una estrategia global, en otros términos, desde una perspectiva sistémica. En este sentido, como sostiene Sagasti (1978), en el diseño de los instrumentos dirigidos a modificar el patrón de la demanda de tecnologías (por ejemplo, programación industrial, financiamiento industrial, poder de compra estatal, medidas fiscales, controles de precios, promoción de las exportaciones, etc.), se requiere poder lograr una estrecha vinculación con las estrategias de industrialización para lograr avanzar sobre los efectos deseados. En sus palabras:
La estrategia de industrialización define el espacio de maniobra potencial para el incremento de la demanda de conocimientos locales de CyT, mientras que los instrumentos de política determinan el grado en que este espacio de maniobra potencial será efectivamente empleado. (Sagasti, 1978: 145-146)
Esto implicaba, según Herrera (1973a), avanzar en la convergencia entre las políticas científicas explícitas y las políticas científicas implícitas. Mientras que las primeras refieren a la política oficial que se expresa en leyes, reglamentos y cuerpos encargados de la planificación científica en los planes de desarrollo, en las declaraciones gubernamentales, etc., las segundas son aquellas que realmente determinan el papel de la CyT en la sociedad al expresar la demanda efectiva del “proyecto nacional” (modelo de país al que aspiran los sectores sociales que tienen el control económico y político, y que por lo tanto tienen la capacidad de implementarlo), y que justifica los esfuerzos financieros para desarrollar la CyT. En esta línea, Sábato y Botana (1968) indicaban a través del modelo de triángulo de relaciones (“triángulo de Sábato”) la necesidad estratégica de articular y coordinar las acciones del Estado, el sistema científico y tecnológico y el sistema productivo, de forma tal de insertar a la CyT en la trama misma del desarrollo.
Lograr una adecuada estrategia de desarrollo requería (1) transformar el sistema productivo en una estructura flexible, dinámica y capaz de generar excedentes de recursos propios para inversión; (2) modificar la naturaleza de las vinculaciones externas y (3) crear una infraestructura CyT capaz de transferir y generar nuevos conocimientos acordes a las necesidades del país (Sunkel, 1969, 1970). Por su parte, Herrera (1968) sostenía que la escasez de recursos y la necesidad de resolver los problemas urgentes que plantea el desarrollo, la planificación del esfuerzo científico requería: (a) determinar las prioridades y necesidades de acuerdo con la estrategia general de desarrollo; (b) formular esas necesidades en términos técnicos para atacarlas como problemas concretos de investigación e (c) implementar los resultados en el sistema económico.
Respecto de este último punto, para lograr una mayor autonomía era necesario generar fuentes autónomas de progreso técnico, esto es, instalar una industria de bienes de capital. Sin embargo, esto exigía determinar qué bienes de capital se deben producir, o en qué rama industrial se debe dar alguna prioridad, elección que no podía quedar sujeta a la composición de la demanda, ya que esta presiona al aparato productivo a orientarse hacia bienes que solo pueden ser producidos por las empresas extranjeras (de forma individual o en asociación con capitales nacionales) y mediante la compra de derechos de uso de marcas, patentes, etc., por las empresas nacionales (Paz, 1970). En esta dirección, se debía intervenir para reorientar la demanda tecnológica de las fuentes extranjeras hacia las fuentes nacionales, lo que implicaba fortalecer la infraestructura CyT, corregir los problemas de vinculación con el sistema productivo y el marginamiento de la base técnica local del proceso de decisiones técnico-económicas del país (Halty, 1979).
En función de estos lineamientos, se propusieron un conjunto de medidas: la construcción de grandes empresas estatales y “fábricas de tecnología”, fortalecer la capacidad de negociación para importar tecnología (por ejemplo, imponiendo como condición la apertura de los paquetes tecnológicos), incrementar las capacidades nacionales de adaptación y manejo de tecnologías y producir tecnologías competitivas con respecto de las que se producen en las principales potencias industriales. Esto es, promover la capacidad local de producción, difusión y aplicación de tecnologías y controlar y orientar la transferencia de tecnología (Sabato, 1971, 1974; Herrera, 1973b; Halty, 1979; Sábato y Mackenzie, 1982).
Sin embargo, esto requería reconocer a la tecnología como una mercancía y, por lo tanto, que su producción exige inversión, capital y que posee un costo. En consecuencia, la elección entre producir o importar tecnología está determinada por la disparidad de costos relativos nacionales-internacionales, en otros términos, está sujeta a las expectativas de riesgo y rentabilidad.[4] Las políticas económicas implementadas (políticas implícitas) en lugar de compensar dicha disparidad de costos, tendieron a generar un cuadro sistemático de presión importadora de tecnología. De esta forma, el sistema de compras estatales al no gravar derechos de importación de los organismos públicos alentaba la importación de tecnologías en desmedro de la utilización y desarrollo de la capacidad productiva local. Por su parte, el sistema de financiamiento a través de organismos internacionales, impuso márgenes reducidos de protección que no contemplaban los desniveles de los costos industriales, lo que obligaba a volcar hacia el exterior adquisiciones con alto potencial tecnológico. Finalmente, los parámetros de clasificación arancelaria tendieron a abaratar la importación de bienes sofisticados desalentando la producción de bienes nacionales menos sofisticados que responden satisfactoriamente a las mismas necesidades, y la desgravación de partes y piezas limitó a las industrias a tareas de montaje reduciendo los requerimientos de desarrollo tecnológico (Diamand, 1976).
Con el despliegue del modelo de industrialización sustitutiva, los mecanismos de intervención estatal sobre la esfera económica fueron ampliándose dando lugar a un Estado desarrollista (Russo, 2019). Dicha intervención estuvo motivada por diferentes objetivos e intereses: (1) la corrección de fallas de mercado, (2) la escasa disposición del capital privado para asumir actividades riesgosas o de baja rentabilidad, (3) requerimientos de producción de insumos estratégicos para impulsar la industrialización, (4) necesidades de inversión de elevada magnitud que solamente el Estado podía asumir, (5) el salvataje de empresas privadas por razones de interés público, (6) el ahorro de divisas y (7) la regulación de precios (Kaplan, 1969).
De acuerdo a Gurrieri (1984), asignar al Estado el papel de protagonista principal del desarrollo no respondió a “principios doctrinarios”, sino a la constatación de fallas en el comportamiento microeconómico de los agentes privados y en el funcionamiento del mercado. Respecto de los primeros, estos no solo carecían de los recursos necesarios, sino que, además, no contaban con una perspectiva global para tomar las decisiones adecuadas para impulsarlo. Esto es, carecían de una visión integral sobre las relaciones entre los diferentes sectores productivos, las relaciones económicas con el exterior, las repercusiones sociales y políticas de las decisiones económicas y las transformaciones tecnológicas requeridas. Y respecto del segundo, estas debilidades de los actores económicos no podían ser suplidas por los mecanismos de mercado, ya que los mismos respondían a la demanda efectiva de esos mismos agentes. Por lo tanto, el desarrollo solo se lograría mediante la acción deliberada del Estado.
En la segunda mitad de la década de 1960, el Estado pasó de ser concebido como una herramienta estratégica en la planificación del desarrollo a un actor que actuó reproduciendo las condiciones del subdesarrollo, es decir, el Estado comenzó a ser pensado como un problema (Gurrieri, 1984). La evidencia sobre los resultados del proceso de industrialización sustitutiva muestra un claro distanciamiento entre el accionar del Estado respecto del modelo teórico [normativo] desde el cual había sido concebido originalmente. De esta forma, el Estado emergió como un actor que intervino desacertadamente sobre la economía y actuó ineficientemente en la asignación de los recursos. Es decir, no se cuestionó la intervención estatal sino la errónea orientación e improvisación en la implementación de las políticas (Fernández y Ormaechea, 2018).
En consecuencia, avanzar sobre los lineamientos antes expuestos para impulsar el desarrollo tecnológico nacional y reducir los niveles de dependencia tecnológica, no significaba el reemplazo del Estado, sino modificar sus mecanismos de intervención. Esto implicaba afirmar que la planificación del desarrollo posee un claro carácter político al buscarse un proceso de cambio estructural que afecta la distribución del ingreso y del poder (Ferrer, 2014). En otros términos, para modificar el modelo de intervención estatal había que modificar el perfil tecnocrático que se le quiso imponer al Estado en la segunda mitad de la década de 1960.
Durante el interregno de la presidencia de facto de Levingston, el equipo económico liderado por Ferrer impulsó un programa de reestructuración orientado a la construcción de un modelo integrado y abierto, el cual suponía diversificar las exportaciones industriales para reducir el déficit de la balanza de pagos y lograr desvincular la producción industrial del ciclo económico interno. En el Plan Nacional de Desarrollo y Seguridad 1971-1975 quedó resumida la posición del equipo económico: (1) aumentar el poder de decisión autónomo en el campo económico, (2) promover la integración nacional para un desarrollo más equilibrado y justo, (3) impulsar el crecimiento de las empresas de capital nacional y (4) avanzar en el desarrollo CyT e integración regional (Fiszbein, 2013: 51).
El aspecto más novedoso del Plan Nacional 1971-1975 era la preocupación por la protección de las empresas nacionales, la intención de expandir el aparato estatal mediante la ejecución directa de proyectos industriales orientados a la provisión de insumos e impulsar un proceso de concentración del capital nacional para mejorar sus condiciones de competitividad y negociación con el capital trasnacional, al cual se buscaba limitar a algunas actividades específicamente seleccionadas (O´Donnell, 2009). Esto respondía a la necesidad de profundizar el proceso de industrialización hacia los rubros intermedios y de bienes de capital, cuya demanda aumentaba más que proporcionalmente respecto del total, frente a la imposibilidad de seguir incrementado las importaciones. En este sentido, a las grandes inversiones en infraestructura física, debían agregarse inversiones productivas para elevar el grado de integración productiva de la industria nacional.[5]
Con la llegada del peronismo al poder en 1973, se produjo el lanzamiento del Plan Trienal bajo la dirección de Gelbard como ministro de economía. Ese mismo año se sancionaba la Ley N° 20560 de promoción industrial en la cual se indicaba la necesidad de avanzar sobre la independencia científica, tecnológica y económica, a través de la profundización del proceso de industrialización por sustitución de importaciones y el impulso de las exportaciones manufacturares. En coincidencia con la propuesta de Ferrer, se propuso como una de las principales herramientas para alcanzar las metas fijadas incrementar la inversión estatal directa y dar sustento financiero a la inversión privada en áreas de infraestructura y en sectores económicos considerados estratégicos.[6] Tal fue la importancia asignada a la inversión pública como motor del desarrollo que se estimaba que la misma debía pasar del 36% en 1973 al 42% en 1977 (Rougier, 2004; Rougier y Fiszbein, 2006: 166).
Las gestiones de Ferrer y Gelbard se caracterizaron por identificar la provisión externa de tecnología como una forma sutil de dependencia y, por lo tanto, como un impedimento para avanzar en la superación de las trabas al desarrollo, por ejemplo, contribuyendo al déficit de la balanza de pagos. En esta dirección, se afirmó que:
no resulta posible en las condiciones contemporáneas enfrentar la dualidad estructural […], la ruptura del desequilibrio externo, la derrota de la dependencia y la movilización del formidable potencial económico disponible sin incluir, como herramienta explícita de política, la promoción de un cambio tecnológico que responda a las necesidades del desarrollo acelerado e independiente […]. En otros términos, las metas cuantitativas en términos de producción y empleo, los programas de expansión de cada sector productivo y de cada región, son insuficientes si no se los integra con objetivos cualitativos al nivel de la transformación de las funciones de producción, la ampliación del área de autonomía tecnológica y su adecuación a la dotación de recursos internos y a una nueva inserción internacional. (Ferrer, 2014: 33)
Bajo la óptica que se impone a partir de la gestión de Ferrer, el principal problema para profundizar el desarrollo tecnológico del aparato industrial provenía de la demanda de tecnología. Este diagnóstico se basaba en el reconocimiento de la existencia de un conjunto de instituciones de CyT, algunas de las cuales habían logrado avanzar en el dominio tecnológico de ciertas áreas de la industria y la agricultura. Por lo tanto, el crecimiento del número de recursos humanos y de la infraestructura CyT, si no es acompañado de políticas explícitas para incentivar la demanda, generaría una subutilización de los recursos humanos y materiales en el área. En base a estas consideraciones, las políticas tecnológicas se debían centrar sobre los siguientes aspectos: reformular el sistema de compras púbicas, modificar el régimen de importación de tecnología (facilitando la apertura de los paquetes tecnológicos), así como el tratamiento de las inversiones extranjeras (Ferrer, 2014).[7]
En primer término, para modificar la dependencia externa y la gravitación de las subsidiarias de las empresas multinacionales, se introdujeron nuevos marcos normativos, tanto bajo la gestión de Ferrer como en la de Gelbard, para regular los contratos de importación de tecnologías: licencias de uso, acceso al know-how, asistencia técnica, etc. A través de las leyes N° 19231 de 1971 y N° 20794 de 1974, se fijaron pautas de tasas máximas de regalías para reducir el precio pagado por las tecnologías importadas (5% sobre las ventas netas de los productos fabricados con la tecnología, siendo la excepción el sector automotriz en el que la tasa era del 2%), se suprimieron cláusulas restrictivas (compras atadas, obligación de usar personal extranjero, limitaciones de las exportaciones, etc.), se redujo la duración de los contratos y se promovió la absorción local de las tecnologías transferidas. Por otro lado, los pagos realizados por las filiales de las empresas multinacionales recibieron el mismo tratamiento que las utilidades, por lo cual se eliminaron las ventajas impositivas de las que gozaron estas empresas hasta ese momento (Correa y White, 1976; Correa, 1982).
En segundo término, mediante la Ley N° 20557 de 1974 se modificó el marco regulatorio de las IED, al fijarse nuevos criterios para autorizar o denegar nuevas radicaciones de empresas en función de si los proyectos de inversión contemplaban la incorporación de tecnologías asociadas a los objetivos nacionales de desarrollo socioeconómico, inducir el desarrollo de tecnologías a través de actividades de investigación y desarrollo (I+D) local y/o aplicar tecnología desarrollada en el país. Esto último se complementaba con el régimen de deducción de gastos en I+D establecido por la Ley N° 20628 de 1973 sobre impuestos a las ganancias (Correa y White, 1976).[8]
En tercer término, se buscó ampliar el abanico de opciones tecnológicas y fuentes de capitales alentando la participación de las empresas nacionales. Para esto se debían cumplir una serie de condiciones: (1) garantizar la apertura del “paquete tecnológico” y condiciones de financiación para facilitar la participación de las empresas nacionales en los grandes proyectos de infraestructura intensivos en capital y (2) contemplar el desnivel de los costos industriales de las empresas nacionales respecto de los potenciales oferentes extranjeros (Diamand, 1976). Fue en el caso de la política nuclear que esta reorientación pudo plasmarse en las compras de las centrales nucleares de Atucha I y Embalse. Las firmas adjudicatarias, Siemens (Alemania Federal) y AECL (Canadá), obtuvieron los respectivos contratos de provisión al comprometerse a transferir la tecnología para la fabricación de los combustibles nucleares y otorgar condiciones adecuadas de financiamiento, incluyendo los componentes que debían ser adquiridos a empresas locales. Por otro lado, reconociendo el diferencial de costos entre los insumos importados respecto de los producidos localmente, se habilitó a la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA) aplicar, para los proveedores locales, diferentes beneficios impositivos, de forma tal de mejorar su competitividad (Lugones, 2020).
En cuarto término, en 1970 se promulgó la Ley N° 18875 que modificó el régimen de “compre nacional” instaurado en 1963 mediante el Decreto N° 5340. Inicialmente este régimen establecía la obligación para las diferentes reparticiones estatales de dar preferencia en sus compras a los materiales, mercaderías y productos de origen nacional. A partir de su modificación se lo amplió para incluir en las preferencias de contratación de las empresas nacionales los servicios de asistencia técnica e ingeniería para la ejecución de obras de infraestructura. Inclusive se estableció en la misma la prohibición para el sector público de firmar contratos de créditos externos, si estos estaban atados a la contratación de servicios de consultoría externa.
Se esperaba a partir de la utilización del poder de compra del Estado a través de las inversiones en obras, adquisición de equipos, etc., ampliar el mercado interno como fuente de provisión de equipos e insumos nacionales, y, como derivado de esto, estimular la demanda de insumos y servicios de creciente complejidad técnica (Rapoport, 2010; Ferrer y Rougier, 2010). Esto implicó conectar de forma explícita las inversiones públicas en obras de infraestructura con el poder de compra estatal como herramienta de articulación entre la demanda y la oferta de tecnología.
Por otro lado, se propuso que el Estado asumiera directamente la producción y suministro de tecnología (Kaplan, 1970; Sábato, 1971, 1974; Ferrer, 2014). Las empresas públicas se visualizaron como los actores más adecuados para impulsar este proceso considerando: su dimensión (que garantiza una escala mínima para impulsar programas de I+D), la naturaleza dinámica de los mercados en los que operan, las economías externas resultantes de su funcionamiento gracias a la cual pueden generar toda una constelación de proveedores de insumos no tradicionales [industrias industrializantes], su rápido crecimiento y el relativamente fácil acceso al crédito (Sabato y Mackenzie, 1982; Lugones, 2008). De esta forma, poseían las condiciones necesarias para encarar la producción de tecnologías teniendo en cuenta los plazos involucrados en su desarrollo; el volumen de inversión requerido; los plazos de retorno efectivo de la inversión realizada y los altos niveles de riesgo comercial y técnico.
En base a dichos elementos, Jorge Sábato, quien había asumido como presidente de Servicios Eléctricos del Gran Buenos Aires (SEGBA) a propuesta de Ferrer, trató de impulsar la creación de la Empresa Nacional de Ingeniería y Desarrollo (ENIDE), proyecto que quedó inconcluso al producirse el desplazamiento de Levingston y su reemplazo por Lanusse. Posteriormente, en 1975, la CNEA impulsó, junto con la provincia de Río Negro, la creación de la empresa Investigaciones Aplicadas (INVAP) para el desarrollo de ciertas tecnologías que demanda el programa nuclear.[9]
En quinto término, mediante la Ley N° 18899 se reestructuraba el Banco Nacional de Desarrollo (BANADE) como entidad autárquica, con el objetivo de incrementar los mecanismos de respaldo financiero para fortalecer la estructura económico-financiera de la industria nacional.[10] En 1973 era implementada una línea de crédito especial para financiar el desarrollo de prototipos de bienes de capital y construcción de plantas piloto.
De acuerdo a Sagasti (1978), estas líneas especiales de crédito tuvieron un limitado alcance debido a: la falta de conciencia y de interés por parte de los industriales; las trabas que imponían los procedimientos administrativos; y la falta de una actitud activa por parte del BANADE en la administración de los préstamos. Por su parte, Rougier (2004) destaca que a partir de 1973 el aumento en el número de funciones y operaciones crediticias generó un enorme esfuerzo administrativo, agravado por constantes cambios en las normas y reglamentaciones, que afectó considerablemente la eficiencia del organismo. Y, por otro lado, hacia el final del período bajo análisis, las medidas de largo plazo se vieron relegadas por aquellas destinadas a atender las demandas impuestas por la coyuntura.
En la adopción de un modelo de política tendiente a orientar la demanda hacia fuentes nacionales de tecnología, se identificó como necesario generar mecanismos de coordinación de las diferentes instituciones del sistema CyT, de forma tal de orientar sus acciones a brindar soluciones para los requerimientos que imponía el proceso de desarrollo.
Tras el golpe de Estado de 1966, se buscó reemplazar los mecanismos de vinculación política entre Estado y sociedad por otros de racionalidad técnica, supuestamente neutrales y objetivos (Oszlak, 1980; O´Donnell, 2009). En esta dirección, se creó en dicho año un Sistema Nacional de Planeamiento y Acción, tendiente a dotar de una racionalidad tecnocrática a la gestión pública. Este Sistema estaba integrado por dos subsistemas: el Sistema de Planeamiento para la Seguridad, cuyo órgano rector era el Consejo Nacional de Seguridad (CONASE), y el Sistema de Planeamiento para el Desarrollo, encabezado por el Consejo Nacional de Desarrollo (CONADE). Posteriormente, en 1968, por Ley N° 18020, se conformó un tercer organismo: el Consejo Nacional de Ciencia y Técnica (CONACyT), encargado a través de su Secretaria Técnica (la SECONACyT) de las políticas de CyT de acuerdo a los lineamientos de la política de desarrollo y seguridad.[11] Entre sus objetivos, se destacan: 1) formular la política nacional de CyT, 2) proponer la asignación y distribución de los recursos presupuestarios y 3) analizar los programas y proyectos de I+D en ejecución (Hurtado, 2010; Fiszbein, 2013; Feld, 2015).
A través de la SECONACyT –como organismo técnico– se pretendía establecer un área centralizada de toma de decisiones ubicada por encima de los intereses sectoriales. Esto respondía a un diagnóstico según el cual se afirmaba que los esfuerzos en CyT se atomizaban en un amplio número de instituciones desconectadas entre sí, a lo cual se sumaba una débil orientación de las líneas de I+D hacia el desarrollo nacional (Alsina, 1971).
Entre 1969 y 1971 la SECONACyT realizó: (1) el segundo censo nacional de evaluación del potencial CyT del país (el primero se realizó durante el primer gobierno de Perón); (2) participó en la creación en 1972 de la finalidad Ciencia y Técnica del presupuesto nacional (finalidad 8) y (3) fijó las metas de CyT para el Plan Nacional 1971-1975 (Hurtado, 2010: 134). En dicho Plan, se fijaron las siguientes metas, entre otras: aumentar la inversión privada a una tasa de crecimiento superior a la del PBI; lograr que en 1975 al menos el 50% de la inversión global se destine a investigaciones orientadas a resolver problemas de los sectores económicos, incrementar el número total de personal CyT y descentralizar geográficamente la investigación CyT (CONADE y CONASE, 1971: 207-208).
En 1971, no obstante el lugar estratégico en el que se pretendió ubicar a la SECONACyT, esta fue degradada al rango de Subsecretaría, para pasar en 1973, con el desmantelamiento del Sistema Nacional de Planeamiento, al rango nuevamente de Secretaria de Estado de Ciencia y Técnica dependiente del Ministerio de Cultura y Educación, donde si bien elevó su rango (hasta 1981 donde fue nuevamente degradada al rango de Subsecretaría), tuvo varios períodos cuya dirección quedó acéfala.
En 1974, con objetivos similares de coordinación y articulación interinstitucional se creó, por un lado, el Sistema Nacional de Institutos y Centros de Investigación Científica, el cual enfrentó la resistencia del CONICET, que en 1973 había pasado a depender del Ministerio de Cultura y Educación en calidad de organismo descentralizado, al establecerse que los investigadores y personal técnico de apoyo pasaban a ser personal civil de la Administración Pública Nacional y al habilitarse la creación de unidades ejecutoras propias. Y por el otro, se conformó el Centro Nacional de Asesoramiento Científico y Tecnológico, el cual rápidamente se encontró sin funciones al quedar acéfala la Secretaría de Estado de Ciencia y Técnica (Oszlak, 1976). Finalmente, entre 1971 y 1975 se implementó el denominado Plan Taquini, consistente en federalizar el sistema universitario nacional, lo que dio lugar a la creación en el interior del país de 15 nuevas universidades nacionales.
Como puede observarse, el intento por conformar un esquema institucional centralizado a nivel de los procesos de toma de decisión y de coordinación interinstitucional esbozado bajo el régimen militar de la “revolución argentina”, fue reemplazado por un esquema que tendió a reforzar la diferenciación estructural y funcional de las diferentes instituciones que componían el sistema de CyT, en el marco de un proceso de creciente balcanización del aparato estatal, que no pudo ser revertido debido al contexto de inestabilidad institucional. Así, por ejemplo, se puede destacar que, por un lado, no obstante la creación de la finalidad 8 del presupuesto nacional, sobre el supuesto de que esto permitiría alcanzar mayores niveles de coordinación entre las diferentes instituciones públicas de CyT, al sostenerse las autonomías institucionales se mantuvo un escenario de competencia por los recursos financieros entre las diferentes instituciones del área. Y por el otro, al modificarse el estatuto del CONICET, en términos funcionales, este se desacopló del sistema universitario nacional.
A partir del análisis del caso argentino, es posible observar que en la primera mitad de la década de 1970, durante las gestiones económicas de Ferrer y Gelbard, se impulsó un proceso a través del cual se persiguió modificar el patrón de desarrollo económico seguido hasta ese momento, para lo cual se requería generar cambios en el modelo de intervención estatal a través de la generación de instrumentos explícitos de política tecnológica. De esta forma se modificaba el esquema seguido hasta ese momento en el cual el factor tecnológico había quedado subsumido dentro de las políticas industriales, con la intención de disminuir la dependencia sobre las fuentes externas de tecnología buscando mejorar las condiciones de negociación, ampliar la capacidad de absorción de nuevas tecnologías y articular al sistema CyT con las necesidades del aparato productivo.
Esto implicaba orientar la demanda de las empresas hacia las fuentes nacionales de tecnología e impulsar la producción nacional de tecnologías. En otros términos, modificar la conducta de los agentes económicos para reorientar sus demandas hacia proveedores nacionales de tecnología y asistencia técnica. Se imponía de esta forma, una mirada que ubicaba el problema del lado de la demanda [demand pull] antes que en el de la oferta [science push].
El alcance de las medidas adoptadas estuvo fuertemente limitado por el escenario de inestabilidad institucional y, posteriormente, por el golpe de Estado de 1976 y la implantación de un nuevo modelo de acumulación. Esto dio lugar a la falta de un marco de referencia continuo y coherente para orientar el desarrollo de CyT e inducir cambios en la conducta de las empresas. Por otro lado, siguiendo a Sagasti (1978), los continuos cambios institucionales dotaron a las políticas de CyT y sus instrumentos de cierta ambigüedad e incluso de rasgos contradictorios.
Así, por ejemplo, según Oszlak (1976), los esfuerzos por avanzar en una integración sistémica se vieron afectados por dicho escenario de inestabilidad institucional y lineamientos de política conflictivos. La falta de apoyo político y de recursos asignados para reorientar el accionar de los diferentes organismos del área trajo como consecuencia que no se pudiera revertir la tendencia a la “balcanización” del aparato estatal en general, y del sector de CyT en particular, reforzándose los comportamientos tendientes a sostener la autonomía institucional. Por otro lado, ese mismo autor señala la existencia de un bajo nivel de interdependencia intrainstitucional al interior de cada organismo, con excepción de aquellos cuya finalidad incorporaba actividades productivas, tal era el caso de la CNEA. Estos últimos, lograron alcanzar una adecuada articulación vertical entre sus diferentes unidades, al asegurar a través de sus actividades productivas una demanda sostenida a sus áreas de I+D.
No obstante el peso de dicho escenario de inestabilidad institucional para explicar cuál fue el alcance de las políticas implementadas entre 1970 y 1976, es posible identificar otros elementos vinculados al diseño de los instrumentos, que afectaron su potencial impacto sobre el proceso de cambio estructural buscado.
Si bien una explicación respecto de los fines perseguidos a través de este conjunto de medidas era controlar la salida de divisas, a través de las mismas se buscó además mejorar el poder de negociación [capacidad de fijar las reglas del juego] externa, promover la desagregación de los paquetes tecnológicos importados [desincorporar la tecnología] y evitar la importación de tecnologías disponibles localmente, es decir, eliminar obstáculos que, indirecta o directamente, dificultaban el desarrollo tecnológico nacional (Correa, 1982; Vitto, 2012; Ferrer, 2014). En otros términos, se buscó superar la condición de compradores pasivos de tecnología en los mercados internacionales, rompiendo el monopolio tecnológico que ejercen las empresas multinacionales sobre la industria nacional.
Aunque la implementación de nuevos marcos normativos para regular los contratos de transferencia de tecnología externa constituyó un avance en la materia, estos presentaban como principal debilidad que su diseño le brindaba a las empresas (tanto privadas como estatales) un significativo margen de elección para optar por qué tecnología adquirir. Por lo tanto, el Estado no intervenía en la selección de acuerdo a prioridades sectoriales o según su adecuación a la disponibilidad local de recursos y las características de la demanda, sino que limitaba su actuación a la introducción de cambios contractuales, una vez que las partes nacionales y extrajeras habían completado el proceso de negociación. En otros términos, al dejar la iniciativa a los actores empresariales individuales, el Estado asumió un rol pasivo para establecer alternativas para definir prioridades para el desarrollo de capacidades tecnológicas (Sagasti, 1978; Correa, 1982). Por lo tanto, el avance sobre medidas de control sobre los registros de IED y contratos de 1icencia fue limitado.
Con respecto al régimen de compre nacional, asociado al programa de inversión pública, siguiendo a Castellani (2007, 2008), dio lugar a la conformación de un complejo económico estatal-privado en torno a los proyectos de infraestructura que se gestaron desde finales de la década de 1960. No obstante las diferencias entre los diferentes gobiernos que se sucedieron desde 1966 en adelante, estos mantuvieron como rasgo común el objetivo de profundizar la intervención estatal para generar las condiciones de una reproducción ampliada del capital. Esto permitió consolidar una cúpula empresarial, cuyo crecimiento fue posible por su condición de proveedores del Estado (siendo el plan de inversiones en grandes equipamientos eléctricos uno de los de mayor relevancia) y el acceso a una política crediticia expansiva. Esto implicó que este grupo de empresas generara fuertes intereses asociados a los proyectos de inversión en infraestructura pública como mecanismo que les garantizaba el acceso y la transferencia de recursos públicos. De acuerdo a Sagasti (1978), este mecanismo para promocionar el proceso de industrialización implicó, salvo algunas excepciones, una inclusión marginal del factor tecnológico.
Por otro lado, si bien la expansión de las empresas públicas y el régimen de compra estatal permitían intervenir en la oferta de bienes y servicios y estimular la inversión de las empresas privadas, fue el Estado quien asumió los costos asociados a las actividades de mayor riesgo (I+D), que posteriormente podían ser aprovechadas por las empresas privadas para expandir sus actividades hacia nuevos mercados (Kaplan, 1969). El principal límite de este sistema de transferencia de recursos públicos al sector privado es que fue aprovechado por un grupo acotado de empresas privadas contratistas, en su mayoría firmas de ingeniería, que no solo pudieron consolidar sus posiciones en el mercado local, sino que iniciaron un proceso de internacionalización en el mercado regional como exportadores de servicios de ingeniería y construcción para grandes obras públicas a partir de las capacidades adquiridas en el montaje de grandes componentes y la certificación de normas de calidad (Gatto y Kosacoff, 1983).
No obstante las limitaciones identificadas en el nuevo enfoque de política tecnológica impulsado durante el período bajo análisis, es posible advertir que la implementación de dicho conjunto de instrumentos da cuenta de un proceso de maduración en la formulación de las políticas tecnológicas. Dicha maduración se aprecia en la diferenciación entre instrumentos de política científica y de política tecnológica, sobre la base del diagnóstico que estableció que el principal problema de Argentina se ubicaba en la demanda de tecnología. Para lo cual, se buscó avanzar en el fortalecimiento de la autonomía tecnológica, lo que implicaba no solo inducir cambios estructurales en el patrón de industrialización, sino también en las formas de inserción al sistema mundial.
Finalmente, emerge como reflexión final, en primer término, que el estudio de las políticas de CyT requiere incluir las condiciones estructurales en las que se diseña e implementan las políticas públicas, ya que no son simplemente una variable contextual, ya que estas les otorgan sentido. En segundo término, se destaca la necesidad de analizar las características y funcionamiento del Estado: relaciones de interdependencias jerárquicas, funcionales y presupuestarias (Oszlak, 1976), que determinan el funcionamiento de aparato estatal en términos de complementariedad y/o competencia entre las reparticiones públicas que integran las diferentes áreas del Estado. Es decir, el análisis de los procesos de diseño e implementación de las políticas de CyT exigen una reflexión respecto de la naturaleza del Estado periférico, para avanzar en la comprensión de cuáles son las posibilidades y limites que este impone a las mismas.
Y en tercer término, referido a los objetivos de autonomía o soberanía tecnológica, hace necesario comprender cuáles son los rasgos estructurales de inserción al sistema mundial a partir de los cuales la tecnología contribuye a reproducir las condiciones de dependencia. La autonomía o soberanía tecnológica difiere del concepto de autarquía, en el sentido de desarrollar el conjunto de capacidades necesarias para alcanzar el autoabastecimiento tecnológico. La autonomía como objetivo refiere a la capacidad de decisión nacional para definir qué tecnologías desarrollar, en función de ciertos impactos socioeconómicos buscados, y elegir activamente qué tecnologías adquirir desde el exterior, esto es, definir la compra externa de tecnología más adecuada a los intereses nacionales. Por lo tanto, obtener mayores grados de autonomía tecnológica otorga mayor capacidad en los procesos de toma de decisión de las políticas y torna a los países menos vulnerables frente a los cambios tecnológicos.
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[1] Este trabajo fue posible gracias al apoyo del siguiente subsidio: Reflexiones sobre los desafíos al cambio estructural en el nuevo capitalismo: aportes al pensamiento social latinoamericano sobre el desarrollo. Fase I (PI-UNRN 40-B-879).
[2] Tras 18 años de proscripción, el peronismo volvió a gobernar entre marzo de 1973 y marzo de 1976. Primero, a través de la presidencia de Héctor Cámpora (marzo-julio de 1973), después bajo la tercera presidencia de Perón (de octubre de 1973 a julio de 1974) y, tras su fallecimiento, bajo el gobierno de Isabel Martínez de Perón, hasta el 24 de marzo de 1976, cuando tiene lugar el golpe de Estado cívico-militar autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional”.
[3] Con el fallecimiento de Perón (1 de julio de 1974), el “pacto social” mostró rápidamente sus limitaciones debido a la imposibilidad de darle sustento político al mismo, profundizándose el escenario de inestabilidad política. Esto motivó el desplazamiento de Gelbard y el nombramiento de un nuevo equipo económico que adoptó medidas de ajuste heterodoxo que constituyeron la antesala del proyecto político-económico que van a impulsar los sectores socioeconómicos vinculados al golpe militar de marzo de 1976.
[4] En tanto mercancía, la tecnología además de poseer un valor de uso, tiene un valor de cambio, es decir, confiere poder de mercado y, por lo tanto, es un activo generador de beneficios a sus propietarios. En otros términos: “como valor de uso, la dependencia tecnológica emerge básicamente como resultado del escaso desarrollo de idoneidades técnicas en los países atrasados. En contraste, […] como un valor de cambio, el concepto de dependencia deviene referido a categorías tales como poder de mercado y dominación económica” (Sercovich, 1974: 39). De esta forma, los países dependientes no solo tienden a reproducir las formas de organización y producción industrial de los países centrales por sus menores capacidades científicas y tecnológicas, sino que, además, no pueden controlar y dependen de los insumos tecnológicos que alimentan el proceso competitivo.
[5] En esta dirección, se planteó alcanzar una tasa promedio anual de crecimiento del 7%, duplicando los valores registrados en la década anterior, a partir de un fuerte incremento de los niveles de inversión bruta fija a valores promedios anuales del 10.5%. Para esto se debía elevar la inversión pública sobre el PBI del 5.3% (1966-1970) al 7.8% entre 1971-1975, lo que implicaba que esta debería crecer a una tasa anual del 13.7% (CONADE y CONASE, 1971).
[6] En el Plan Trienal se hace referencia a la implementación de un Plan Nacional de Viviendas, un Plan Nacional de Agua Potable y Cloacas y un Sistema Portuario para la Exportación de Granos. Con relación a los sectores económicos considerados estratégicos se hace mención al sector siderúrgico, petroquímico, cobre, astilleros y celulosa, entre otros.
[7] Para Sercovich (1974), avanzar en esta dirección permitiría romper con un modelo de “capitalismo paternalista”, en el cual, si bien las empresas pueden protegerse de ciertos riesgos e incertidumbres y lograr la formación de cierto tipo de capacidades, esto se produce a costa de aceptar un status económico dependiente.
[8] El trato impuesto al capital extranjero se complementó con medidas de estímulo a las empresas de capital nacional, tales como las leyes N° 20568; N° 20560 y N° 20545. A través de las mismas se buscó alentar la inserción externa de las empresas nacionales para fomentar la obtención de divisas por vía de la exportación de productos manufacturados (Vitto, 2012: 118).
[9] Estas propuestas respondían a la distinción entre fábricas y empresas de tecnología. Las primeras constituyen unidades de I+D que producen tecnología para atender los requerimientos de las empresas a las que pertenecen. Y las segundas producen tecnologías para comercializar en el mercado. Las cuales se pueden diferenciar, a su vez, por la naturaleza de su propiedad, el tipo de tecnologías que produce y vende, el grado de independencia de su dirección y el alcance de su mercado (Sábato, 1971).
[10] Esto implicó, además, la creación de un conjunto de institutos asociados al BANADE: el Instituto de Crédito Industrial, el Instituto de Crédito y Fomento Minero, el Instituto de Financiación de Proyectos de Infraestructura, el Instituto de Industrias de Base y el Instituto de Reconversión y Rehabilitación (Rougier, 2004).
[11] El CONACyT estaba integrado por el presidente, los ministros y secretarios de Estado y los comandantes en jefe de cada una de las Fuerzas. Además de la SECONACyT, se creó el Consejo Asesor Nacional, integrado por representantes de instituciones públicas y privadas del sistema de CyT, del sector productivo y científicos con antecedentes relevantes que actuarían a título personal a ser designados por el presidente de la Nación (Feld, 2015: 318).