Arte y racionalidad práctica. Una alternativa a la razón técnico-instrumental

Arte y racionalidad práctica. Una alternativa a la razón técnico-instrumental


Paola Sabrina Belen

ORCID: https://orcid.org/0000-0003-1587-4301
Instituto de Investigación en Producción y Enseñanza del Arte Argentino y Latinoamericano (IPEAL). Facultad de Artes (FDA). Universidad Nacional de La Plata (UNLP), Argentina
pbelen@fba.unlp.edu.ar

DOI:
https://doi.org/10.5281/zenodo.4396333

Palabras clave: 

Racionalidad | Arte | Gadamer | Hermenéutica

Recibido: 18 de octubre de 2020.  Aceptado: 2 de noviembre de 2020.


Resumen

Este artículo se propone analizar el estatuto epistemológico de la racionalidad hermenéutica, la cual, desde su dimensión práctica, histórica y dialógica, se diferencia tanto del sentido común acrítico como de la razón técnico-instrumental. La obra de arte constituye la manifestación privilegiada de tal racionalidad hermenéutica que, en el diálogo con la tradición, acepta la finitud de la razón humana. Así pues, en el arte opera una racionalidad distinta de la razón estratégica dominante y, por eso, actúa como modelo para las ciencias humanas y para la vida. De esta manera, la racionalidad artística enriquece la comprensión de los otros, del mundo y de nosotros mismos.

Palabras clave: Racionalidad | Arte | Gadamer | Hermenéutica

Abstract

This article aims to analize the epistemological status of hermeneutical rationality, which, from its practical, historical and dialogical dimension, differs from uncritical common sense and technical-instrumental reason. Artwork constitutes the privileged manifestation of such hermeneutical rationality that, in dialogue with tradition, accepts the finitude of human reason. Thus, in art operates a rationality different from the dominant strategic reason and, therefore, acts as a model for the human sciences and for life. In this way, artistic rationality enriches the understanding others, the world and ourselves.

Keywords: Rationality, Art , Gadamer , Hermeneutics


Introducción

En su obra Verdad y método (1960/1991), Gadamer se propone legitimar la experiencia de verdad que tiene lugar en nuestro encuentro con el arte. Su investigación no busca acomodar esta experiencia en el modelo de verdad y de realidad configurado por la ciencia moderna, sino que intenta más bien mostrar las limitaciones del mismo, es decir, extender los conceptos de conocimiento, verdad y realidad. El objetivismo y el metodologicismo que guían a la ciencia son incapaces de aprehender la verdad en el arte. Este no se trata de un ámbito de irracionalidad o de puro subjetivismo, sino de uno de los terrenos privilegiados de la verdad y de un modo de conocimiento.

Gadamer se pregunta entonces cuál es la fuente del profundo prejuicio por el cual la valoración del arte se desvincula por completo de dichas nociones. Examina así tal prejuicio moderno y sostiene que el mismo está relacionado con la “subjetivización de la estética en la crítica kantiana”, puesto que la Crítica del juicio de Kant tuvo una influencia crucial en el surgimiento de la estética y de los conceptos de “conciencia estética” y “distinción estética”.

En este punto, Bernstein (2018: 192 y ss.) resalta el problema que enfrenta Kant en su análisis del juicio estético. Tras finalizar las dos primeras críticas, en las que pretendió dar cuenta de los fundamentos a priori del conocimiento y de la moralidad, el filósofo de Königsberg busca no solo unificar el proyecto crítico estudiando el juicio, sino además demostrar la legitimidad del juicio reflexionante propio del juicio de gusto. Los juicios estéticos se deslindan del conocimiento del mundo fenoménico y de la actividad de la razón práctica pura y representan un tipo particular de generalidad o comunicabilidad. El problema para Kant residía entonces en explicar cómo se vincula el juicio con un cierto tipo de placer estético subjetivo y, a la vez, explicar la validez comunitaria de dichos juicios. Kant resuelve afirmando que el placer propio de los juicios de gusto no es relativo a un sujeto individual, sino que se basa en la estructura de la subjetividad, esto es, nace de aquello que tenemos en común en tanto sujetos; del libre juego de nuestras facultades cognoscitivas, que ningún concepto definitivo limita. La generalidad sobre la que se pretende subsumir el caso particular, mi propio placer, en los juicios de gusto no es un concepto, sino la idea de una comunidad de evaluadores afines.

Sin embargo, los juicios estéticos no son juicios de verdad o falsedad. Gadamer reconoce la misma exclusión de la cuestión de la verdad también en el análisis kantiano del genio.

Si bien este movimiento se produjo en el ámbito de la estética sus efectos repercutirán también en la ética, generando además dificultades para pensar las humanidades y las ciencias humanas. Como consecuencia del pensamiento de Kant, Gadamer (1991) señala:

La subjetivización radical implícita en el nuevo fundamento de la estética de Kant fue una desviación por completo nueva. Al desacreditar cualquier tipo de conocimiento teórico que no fuera el de la ciencia natural, obligó a las ciencias humanas a recurrir a la metodología de las ciencias naturales en el análisis de sí mismas. Pero facilitó el empleo de dicha metodología al ofrecer como aporte secundario el “elemento artístico”, “el sentimiento” y la “empatía”. (p. 42)

Según Gadamer los resultados involuntarios del estudio crítico kantiano dejaron a las ciencias humanas en una disyuntiva infeliz: para proporcionar conocimiento objetivo deben formarse sobre la base de las ciencias naturales o deben resignarse a trabajar con lo que “queda”, esto es, lo meramente subjetivo, los sentimientos privados (Bernstein, 2018: 201-202).

Gadamer deriva estas consecuencias de la “subjetivización radical” de Kant a fin de dar cuenta de los problemas a los que conduce dicha manera de pensar las obras de arte. Tal “subjetivización radical” del juicio de gusto es para Gadamer la “conciencia estética”, la que no deja margen alguno para hablar de conocimiento o de pretensiones de verdad respecto del arte. Ella es indisociable, además, de la “distinción estética” que solo destaca la obra de arte pura, desarraigada de su contexto original y su función religiosa o secular.

En este punto, Gadamer (1991) formula una serie de interrogantes que muestran la dirección de su pensamiento:

¿No ha de haber, pues, en el arte conocimiento alguno? ¿No se da en la experiencia del arte una pretensión de verdad diferente de la de la ciencia pero no seguramente subordinada o inferior a ella? ¿Y no estriba justamente la tarea de la estética en ofrecer una fundamentación para el hecho de que la experiencia del arte es una forma especial de conocimiento? Por supuesto que será una forma distinta de la del conocimiento sensorial que proporciona a la ciencia los últimos datos con los que ésta construye su conocimiento de la naturaleza; habrá de ser también distinta de todo conocimiento racional de lo moral y en general de todo conocimiento conceptual. ¿Pero no será a pesar de todo conocimiento, esto es, mediación de verdad? (p. 139)

De este modo, la concepción gadameriana lleva a una redefinición de todos los términos del debate. El método científico es un área restringida en el marco de una dimensión (el lenguaje, la tradición) que no es subjetiva, en el sentido en el que lo conciben Kant o el positivismo lógico, esa dimensión posee una lógica a la que cabe denominar logos.

El logos abierto universalmente nos pertenece a todos, es en común, ya que en el lenguaje se excede la dimensión subjetiva de la comunicación. En definitiva, para Gadamer la universalidad del lenguaje es la universalidad –abierta e histórica– de la razón; puesto que “el lenguaje es el lenguaje de la razón misma” (Gadamer, 1991: 482).

A propósito de ello, la experiencia artística puede no solo enseñarnos acerca de dicha racionalidad, sino que además para Gadamer el arte constituye un paradigma de lo que deben ser las ciencias del espíritu.

En efecto, en el arte opera una racionalidad distinta a la razón estratégica dominante y, por eso, actúa como modelo para las ciencias humanas. La obra de arte constituye la manifestación privilegiada de la racionalidad hermenéutica, aquella que desde su historicidad en el diálogo con la tradición acepta la finitud de la razón humana. De esta manera, la racionalidad artística enriquece la comprensión de los otros, del mundo y de nosotros mismos.

LA RACIONALIDAD HERMENÉUTICA COMO RACIONALIDAD AMPLIADA

La razón hermenéutica se diferencia tanto del sentido común acrítico como de la razón instrumental. Consciente de los perjuicios ocasionados en nuestras sociedades por esta última, la razón hermenéutica se opone a su absolutización y a su desvinculación de nuestro estar-en-el mundo.

Según Gadamer (1997: 20): “La idea de una razón absoluta es una ilusión”. Como el mito, la razón es una respuesta histórica en la que el hombre lleva adelante su autocomprensión. Así, ella acontece mediante las razones históricas que emergen en el diálogo interpretativo.

El filósofo mantiene el ideal de razón nacido en Grecia y acusa a Kant de haber fragmentado la racionalidad en la objetivación teórica, por un lado, y en la determinación práctica de sí, por otro, perdiéndose de ese modo la concepción de razón como unidad de una única visión del mundo (Gadamer, 1987). Ahora, en la edad de la ciencia, la racionalidad del método científico se impone como la única forma válida, relegando la fe moral o religiosa, los valores, etc., al ámbito de la irracionalidad. Frente a ello, Gadamer concibe la necesidad de una razón ampliada que incluya, también, todo lo que parece oponerse a ella. Además, caracteriza el mundo al que la racionalidad calculadora ha conducido como un “sistema racional de administración mundial bien equilibrado, capaz de producir el mismo tipo de hombre requerido, un hombre completamente adaptado al ideal técnico de administración racional” (Gadamer, 1987: 30).

La alternativa que la hermenéutica gadameriana presenta frente a la racionalidad científica pretende ser aún una forma de racionalidad y, en efecto, además de rechazar el ideal científico de descripción de estados de hecho basado en la teoría de la correspondencia, también objeta moverse en el ámbito de las representaciones puras por lo arbitrario e irracional que ello conlleva.

En tanto, Gadamer entiende que toda experiencia se deriva del lenguaje –concebido como las diferentes lenguas históricas que alcanzan realidad en los diversos contextos de enunciación–, también el método de la ciencia es una forma del lenguaje que es necesario remitir a sus condiciones históricas y enunciativas. Se pone, así, en tela de juicio el ideal de una racionalidad científica desvinculada de la historicidad en pos de alcanzar la objetividad como criterio último de verdad (Bertorello, 2000).

La postura gadameriana, entonces, no lleva a un irracionalismo, sino que busca más bien relativizar las pretensiones de la metodología de la ciencia y dar cuenta de otra experiencia de la verdad, la hermenéutica, pensada como el suelo del que se nutre toda experiencia.

La razón se liga de esa manera con la tradición a la que pertenecemos, que no es algo dado de una vez y para siempre, sino apertura y condición de posibilidad de todo discurso racional. Agrega Gadamer que el reconocimiento de la tradición por sus receptores se basa en su autoridad y, como tal, se trata de un acto de libertad y de conocimiento. Por ese motivo, la tradición no es una herencia inmutable ni una fuerza ciega, sino que cobra racionalidad. La razón hermenéutica, desde su revalorización de la historicidad y la tradición, busca, así, armonizar el mundo de la vida (Lebenswelt) con la ciencia moderna.

Como expresa López Sáenz (2009):

Gadamer pretende, de este modo, evitar el cientificismo, es decir, la desvirtuación del mundo de la vida desde una perspectiva cientificista y técnica y salvar un ethos cultural y moral fundamentado en el mundo de la vida, autónomo con respecto a la ciencia, racional, aunque su racionalidad no pueda diluirse en las normas de la racionalidad científica. (p. 74)

LA REIVINDICACIÓN DEL MODELO DE SABER PRÁCTICO ARISTOTÉLICO: LA PHRÓNESIS

En este punto, Gadamer rehabilita la ética aristotélica para dar cuenta de la racionalidad que aquí se pone en juego: “Intentaré mostrar que la filosofía práctica de Aristóteles –y no el concepto moderno de método y de ciencia– es el único viable para formarnos una idea adecuada de las ciencias del espíritu” (Gadamer, 1992: 309).[1]

Sostiene que las ciencias del espíritu encarnan el ideal de racionalidad práctica, puesto que en ellas el pensamiento no se desarrolla con pretensiones de dominio o de toma de posesión, sino reconociendo lo que tienen para decirnos los textos, las obras, los otros. En tal sentido, opone la racionalidad de fines, esto es, el esclarecimiento de las metas humanas, al ideal productivo de la ciencia moderna.

Entiende aquí que la filosofía práctica de Aristóteles constituye un tipo de discurso en el que no predomina el método sobre el objeto y en el que se defiende otra forma de racionalidad, distinta de la única que reconoce la ciencia moderna, puesto que esta reduce la verdad a lo que puede ser comprobado según criterios de verificabilidad de un método único, excluyente de todo aquello que no se puede abordar desde tal exigencia (Gadamer, 1992: 370).

Así pues, Gadamer considera que hay un ámbito de racionalidad que es diferente de la racionalidad científica y tiene una lógica determinada. Si la racionalidad científica abstracta elabora sus conceptos y leyes en un lenguaje intemporal y universal, la racionalidad hermenéutica promueve más bien los vínculos con las lenguas históricas.

Afirma, por lo tanto, que la racionalidad hermenéutica tiene el estatuto de la razón práctica y recurre a la teoría aristotélica de las virtudes dianoéticas; en especial, al concepto de phrónesis, el cual expresa el ejercicio de una racionalidad consciente y responsable que guía al hombre en el intercambio y la construcción de un mundo común. Asimismo, recibió de la filosofía práctica aristotélica la inspiración que le sirvió como guía para sustentar su proyecto filosófico y superar la visión reduccionista de la razón que había encontrado en la metodología de las ciencias modernas, en tanto la hermenéutica filosófica –como reflexión sobre la praxis humana, esto es, sobre la mediación lingüística de toda comprensión que se configura en el obrar humano–, es anterior a las cuestiones metodológicas.

La phrónesis es para Gadamer “una palabra mágica” (Gadamer, 1992: 381)[2], ya que ve en ella la “virtud hermenéutica fundamental” (Gadamer, 1992: 317) y “el ideal de razón” (Gadamer, 1998: 196) que debe defender la filosofía ante la preeminencia del método y del saber tecnológico. Así, considerando que Aristóteles fue el primero en establecer la autonomía de la razón práctica, Gadamer examina la distinción aristotélica entre los distintos usos de la razón (theoría, poíesis, prâxis) y las virtudes dianoéticas que les corresponden (epistéme, téchne, phrónesis).

Frente a la epistéme, cuyo objeto de conocimiento es necesario, eterno y universal, Aristóteles distingue un uso de la razón referido a lo que “puede ser de otra manera” (1985, I 4, 1140a1-2) en el ámbito de la producción y la acción. La phrónesis no es ciencia, porque lo que es objeto de acción pertenece al dominio de lo contingente y allí no pueden aplicarse los procedimientos demostrativos de la ciencia, aunque no deja de ser por ello “disposición práctica acompañada de razón” (Aristóteles, 1985, 1140b5). El saber inherente a ella surge de la situación concreta, cuando el hombre concreto tiene que elegir el fin y los medios correctos de su obrar y esta contingencia requiere un uso de la razón diferente del que emplea el científico en la matemática o la física. Gadamer dirá que dicho uso es el que rige en las ciencias del espíritu, en las que “el objeto es el hombre” y se trata con cosas “que no siempre son como son” (Gadamer, 1991: 386).

Según Aristóteles, a la phrónesis “le es preciso conocer también lo particular” (VI 7, 1141b15), puesto que esto es el objeto propio de la acción. Ello implica que no se transmite por medio de la enseñanza, sino que se adquiere en el devenir de la experiencia humana, la que se crea con “la cuantía de tiempo” (Aristóteles, 1985, 1142a15-16).[3] Contingencia, experiencia y temporalidad constituyen, de este modo, los presupuestos propios de la razón práctica.[4]

En tal sentido, Gadamer (1993: 65) sostiene que se trata de un concepto de racionalidad vinculado a la facticidad de la existencia, en la que los hechos son el punto de partida de la reflexión, pero no se refiere con ello a los hechos en el marco de una explicación científica, sino a los valores, costumbres, convicciones que integran el sistema vital.[5]

En definitiva, Gadamer destaca que la phrónesis aristotélica constituye una forma de racionalidad típicamente humana que conlleva autocomprensión, es finita y transforma al sujeto que actúa, mientras que la theoría –forma de intelección propia de la ciencia– busca alcanzar verdades inmutables e intemporales que conectan con un ámbito divino. Así, el aspecto del pensamiento aristotélico que interesa a Gadamer tiene que ver con que el hombre se ocupa de pensar acciones, no esencias, y, como tal, en tanto delibera sobre acciones futuras, piensa posibilidades en un mundo de realidades contingentes y singulares.

Asimismo, la racionalidad práctica implica el pensamiento sobre acciones convenientes para uno mismo, por eso implica autocomprensión. En este punto, Gadamer señala que el análisis aristotélico se muestra como una especie de modelo de los problemas inherentes a la tarea hermenéutica en tanto que al intérprete que se enfrenta con una tradición, al comprender, “no le es dado querer ignorarse a sí mismo y a la situación hermenéutica concreta en la que se encuentra” (Gadamer, 1991: 396).

Se trata, así, de un saber limitado y finito porque como las experiencias son limitadas, una afirmación acerca de la acción no puede tener un alcance universal, sino que tiene una dimensión de incertidumbre y de posibilidad. Es decir, el sentido de la acción ha de comprenderse atendiendo a las condiciones concretas de cada nueva acción, el cual nunca será idéntico al de una situación pasada. Al respecto, Gadamer (1992) sostiene:

... el pensamiento decisivo, válido tanto para las ciencias del espíritu como para la “filosofía práctica”, es que en ambas la naturaleza finita del ser humano adquiere una posición determinante ante la tarea infinita del saber. Tal es el distintivo de lo que llamamos racionalidad o de lo que significa al decir de alguien que es una persona razonable: que alguien supera la tentación dogmática que acecha en todo presunto saber. Por eso hay que buscar en las condiciones de nuestra existencia finita el fundamento de lo que podemos querer, desear y realizar con nuestra propia acción. (p. 314)

De esta manera, la concepción gadameriana de hermenéutica recupera la reflexión aristotélica de la racionalidad práctica, la cual, como vimos, es irreductible a la racionalidad teórica.

Asimismo, la filosofía de Aristóteles delimita la phrónesis frente a la téchne, si bien tanto la poíesis como la prâxis se ocupan del mundo de las cosas humanas contingentes. La téchne, como la virtud práctica, está orientada hacia un hacer, no hacia un conocer, sin embargo, en la primera, se trata de la producción de un objeto distinto del hombre. En el saber práctico el hombre no trabaja sobre sí del mismo modo que el artesano lo hace sobre el material, por ello, en él no puede admitirse la distinción entre el hacer y el objeto. Quien actúa no cuenta con la distancia respecto de sí que tiene el artesano en cuanto a su objeto. No se trata entonces de un saber acerca de objetos: “el saber moral, tal como lo describe Aristóteles, no es evidentemente un saber objetivo, esto es, el que sabe no se enfrenta con una constelación de hechos que se limitase a constatar, sino que lo que conoce le afecta inmediatamente” (Gadamer, 1991: 385).

Además, según Aristóteles (1985, VI 5, 1140b29-30), la phrónesis no se olvida, a diferencia de la téchne. Gadamer (2002: 42) afirma que este rasgo propio de la phrónesis deriva de que estamos ante una forma de saber que no se puede objetivar; no es posible la objetividad metodológica porque es “un saber en la situación existencial concreta”, un “saberse”.

Uno se encuentra siempre en la situación[6] de quien ha de actuar, “no se encuentra frente a ella y por lo tanto no puede tener un saber objetivo de ella” (Gadamer, 1991: 372). Sin embargo, esto no excluye la capacidad de discernimiento ni el sentido de lo recto, y el discernir no refiere entonces a una cuestión de objetivación o de distanciamiento, sino que más bien está conectada a la aplicación, puesto que se realiza atendiendo a las exigencias de cada situación. Esta reflexividad crítica y situada, que traduce la razón práctica de Aristóteles, consiste así en un saber inmanente a la acción.

EL PROBLEMA DE LA APLICACIÓN Y LA CONSTITUCIÓN DIALÓGICA DE LA HISTORIA EFECTUAL

De lo anterior se desprende, entonces, que pensar la analogía entre el concepto de racionalidad elaborado por Aristóteles y el estatuto epistemológico de la racionalidad hermenéutica conduce al problema de la aplicación (Anwendung) y la constitución dialógica de la consciencia de la historia efectual. Gadamer (1991: 379) considera “como un proceso unitario no sólo el de la comprensión e interpretación sino también el de la aplicación”, ya que “en la comprensión siempre tiene lugar algo así como una aplicación del texto que se quiere comprender a la situación actual del intérprete”. Así, la aplicación es un momento esencial de la comprensión y, por ello, la hermenéutica podría definirse como una teoría de la aplicación[7], la cual no funciona con la lógica de la empatía, sino con la de la traducción. El fenómeno de la traducción resalta una operación productiva ya que, “lo que tiene que mantenerse es el sentido, pero como tiene que comprenderse en un mundo lingüístico nuevo, tiene que hacerse valer en él de una forma nueva. Toda traducción es por ella ya una interpretación” (Gadamer, 1991: 462).

Para Gadamer la aplicación es siempre productiva, es decir, la comprensión es siempre una forma de efecto histórico, de manera que “el pasado es entendido en su continuidad con el presente” (Gadamer, 1991: 399).

Mediante la aplicación, la tarea hermenéutica conlleva la conjugación de lo general y lo individual. A juicio de Gadamer (1992: 317), en este punto entra en juego la racionalidad práctica como “virtud hermenéutica fundamental”.

Aristóteles asigna a la phrónesis un saber de los principios por los que se rige la acción (1985, VI 5, 1140b16) y, por lo tanto, un conocimiento de lo universal, aunque lo propio de ella es que “no conoce solo lo universal” (1985, 1141b15), sino que tiene que poseer de igual manera el conocimiento de lo individual a fin de conectar los principios universales con lo particular del mundo de la acción. Así, Gadamer (1992: 301), siguiendo al estagirita, habla de una “tensión inevitable” entre la generalidad del interpretandum, sea está la sagrada escritura, un texto o una obra de arte, y la singularidad que conlleva siempre la aplicación a la situación concreta del intérprete.[8]

De esta forma, el saber de sí mismo implicado en la phrónesis enlaza con la participación del intérprete en lo que ha de interpretar. La interpretación es, así, al mismo tiempo autocomprensión, y por ello, Gadamer (1981: 80) sostiene que la hermenéutica es “en tanto que filosofía, filosofía práctica”. La phrónesis, en suma, se convierte en Gadamer en “una vigilancia (o atención) de la preocupación por uno mismo” (Gadamer, 1985: 247) en el proceso de fusión de horizontes implicado en el proceso hermenéutico. 

En definitiva, la aplicación es caracterizada positivamente en tanto consiste en un “saber hacer” (können), destacando, de ese modo, el estatus pragmático de la hermenéutica como saber que está referido y surge de la práctica misma. Pero, desde un punto de vista negativo, no existe un método que pueda regimentar y establecer las reglas de la mediación. Así, la comprensión ya no es un método, sino el modo de ser de la praxis misma, inserta en una historia abierta que le impide aspirar a ser saber absoluto.

Para Gadamer, en definitiva, comprender es interpretar, es decir, mediar entre lo general y lo particular –o, entre el pasado y el presente–, por ello el pasado está en continuidad con el presente, en tanto constituye una red de significados que se actualizan al ser comprendidos desde un diálogo conflictivo con el presente.[9]

Al preguntarse en Verdad y método por la “estructura lógica” propia de la conciencia de la historia efectual, Gadamer (1991: 439) establece la “lógica de pregunta y respuesta”, que se realiza históricamente en la dialéctica platónica. Todo conocimiento puede ser entendido como la respuesta a una pregunta. Así, el pasado, la tradición a la que la consciencia hermenéutica se dirige, se presenta como un conjunto de respuestas formuladas a ciertas preguntas, para lo cual no se pueden determinar las reglas metodológicas que aseguren la formulación de una pregunta correcta: “No hay método que enseñe a preguntar, a ver qué es lo cuestionable” (Gadamer, 1991: 443). Y aquí el filósofo destaca, ante todo, la supremacía de la pregunta: “no se tienen experiencias sin plantear preguntas”. La pregunta implica entonces el “abrir y mantener abiertas posibilidades” (Gadamer, 1991: 369).[10]

Comprender un enunciado requiere comprender la pregunta a la que responde. Mas toda pregunta es, a la vez, una respuesta, estableciéndose así la dialéctica que estructura la conversación dirigida al entendimiento.

Observa luego que la pregunta depende de “saber que no se sabe” (Gadamer, 1991: 440), es decir, para preguntar hay que querer saber. A la vez conlleva también un sentido, es decir, una dirección sin la cual no se puede encontrar la respuesta, determinándose, generalmente, según la alternativa “así sí o así no”. De modo que, para Gadamer (1991: 442), la pregunta “comprende siempre lo juzgado tanto en el sí como en el no”, es decir, los contrarios. El saber es así dialéctico. Y agrega que la decisión de una pregunta, esto es, el camino hacia el saber:

... se toma porque predominan los argumentos a favor de una posibilidad y en contra de la otra; pero tampoco esto es el conocimiento completo. La cosa misma solo llega a saberse cuando se resuelven las instancias contrarias y se penetra de lleno en la falsedad de los contraargumentos. (Gadamer, 1991: 442)

Las preguntas y respuestas posibilitan reducir las diversas interpretaciones posibles que genera la apertura, permitiendo la construcción de una perspectiva común. “Con la pregunta lo preguntado es colocado bajo una determinada perspectiva” (Gadamer, 1991: 439).

Hablar de la pregunta significa, en definitiva, hablar del diálogo, el que constituye la estructura lógica de la experiencia hermenéutica.

“Se llama dialéctica porque es el arte de llevar una auténtica conversación” (Gadamer, 1991: 444). En la conversación orientada al entendimiento los interlocutores se ponen en juego a sí mismos, desde una participación que excluye la relación puramente representativa entre sujeto y objeto, alcanzando en y por él su integración hasta la fusión de horizontes.[11] Aquí el entendimiento emerge de la construcción de una perspectiva común que solo logra constituirse en la conversación. 

Como señala Lafont (1993: 91), si bien Gadamer parte del modelo dialéctico de W. von Humboldt[12], establece algunos cambios, por lo que el entendimiento entre los hablantes “no puede interpretarse como una autoproducción consciente de esa apertura del mundo, que tuviera lugar desde un ‘contexto cero’, sino que solo puede tener lugar entre participantes en una constitución de sentido compartida, ‘ya siempre’ dada”.[13] Este horizonte de sentido resulta irrebasable porque no solo constituye condición de posibilidad del entendimiento, sino que es ámbito de su validación. Así, no solo es fáctica la imposibilidad de salirnos de la apertura de mundo compartida –lo que sostenía von Humboldt– sino que es además normativa, puesto que la apertura lingüística del mundo que produce el sentido es, a su vez, un “acontecer de la verdad”.

Como la conversación viene precedida por la “anticipación de sentido” que orienta la comprensión, Gadamer se refiere a ella como un “acontecer” que excede la dimensión subjetiva de los participantes en el diálogo. La anticipación de sentido no es un acto de subjetividad, sino que se determina desde la comunidad que nos vincula con la tradición, dando ella la posibilidad de llegar a un acuerdo en el que el mundo aparece como el “mismo” para los participantes. De esta manera, la pertenencia a ese saber de fondo, estructurado lingüísticamente y compartido, no solo posibilita el entendimiento, sino que garantiza “la comunidad de prejuicios fundamentales y compartidos” (Gadamer, 1991: 365).

El reconocimiento de la pretensión del otro implica aquí la apertura a la posible verdad de lo dicho por él, por medio de la suspensión momentánea del juicio. Así, la dimensión lingüística garantiza la posibilidad de referencia a los otros, esto es, el carácter comunitario del lenguaje: “Gracias a su carácter lingüístico toda interpretación contiene también una posible referencia a otros. No hay hablar que no involucre simultáneamente al que habla y a su interlocutor” (Gadamer, 1991: 477). En virtud del diálogo abierto, toda interpretación supera su propio contenido, poniéndose en conexión con otras. De esta manera, los prejuicios o anticipaciones adquiridas en experiencias anteriores son nuevamente contrastados, dando lugar a la pregunta o a la apertura de significados novedosos: “Interpretar significa justamente aportar los propios conceptos previos con el fin de que la referencia del texto se haga realmente lenguaje para nosotros” (Gadamer, 1991: 477).

RACIONALIDAD Y RETÓRICA

Puesto que –como vimos antes– a Gadamer le interesa una defensa de la racionalidad humana que se nutra del lenguaje sin obedecer al modelo de la demostración puramente lógica, apela entonces a la tradición retórica, de la que busca eliminar las connotaciones negativas.

Sostiene que “todo hablar y todo texto están referidos fundamentalmente al arte de comprender, a la hermenéutica, y es así como se explica la comunidad con la retórica (que es parte de la estética) y la hermenéutica” (Gadamer, 1991: 242).

En este punto, la relación que el filósofo traza entre retórica y hermenéutica puede pensarse como un trabajo conjunto de establecimiento del consenso y de restauración del consenso intersubjetivo.[14] Tenemos la necesidad de comunicarnos y entendernos, y para ello, las facultades de hablar y de comprender son profundamente afines, en tanto “dotes humanas naturales que pueden alcanzar un desarrollo pleno aun sin la aplicación consciente de reglas” (Gadamer, 1992: 271).

En tal sentido, Gadamer (1992: 297) recupera la retórica aristotélica y enfatiza que ella no es una mera técnica, sino que “representa más la filosofía de una vida humana definida por el habla que una técnica del arte de hablar”. El estagirita define la retórica como la “facultad (dýnamis) de teorizar los medios más adecuados, en cada caso, para persuadir” (Aristóteles, 1999, I, 2, 1355 b, 25-26). Consiste, entonces, en la facultad de proporcionar razones, al tiempo que está capacitada para argumentar cosas contrarias. Así, Gadamer destaca que la retórica sea una capacidad de todo ser dotado de logos y rescata el hecho de que se puedan sostener tesis contrarias respecto a decisiones que afectan el mundo de la praxis, caracterizada por su enraizamiento en lo verosímil.

La retórica no es solo una téchne, dado que no se trata de un saber que se tenga primero y luego se aplique; consiste en un saber inmanente a la acción: “Este saber de lo bueno y esta capacidad retórica no designa un saber general del bien, sino el saber de aquello que debe ser aquí y ahora objeto de persuasión, y también de cómo obrar y frente a quién” (Gadamer, 1992: 298).

Los medios de persuasión pueden ser de carácter lógico (el silogismo retórico o entimema) o emocional (el pathos del discurso).[15] Los medios de persuasión afectan no solo a las pasiones, sino que plantean una armonización entre el aspecto emotivo y el intelectivo, lo que en el caso de Aristóteles permite considerar los diferentes modos de expresión del ser humano en pos de llegar al alma humana, entendiendo que somos un haz de razones y sentimientos. En definitiva, estos medios necesitan de un conocimiento profundo de los diversos aspectos del alma humana. Para Gadamer, dicho conocimiento sería el de las opiniones compartidas por una comunidad (los endoxa), en los que se basa la filosofía práctica para la vida buena. De esa manera, desde la concepción gadameriana la función de la retórica es la de recurrir a tales creencias comunes a fin de restaurar el consenso perdido. 

Al concebir la retórica aristotélica como continuación del proyecto del Fedro platónico, en el que se exige del orador un conocimiento cabal del alma humana y de las materias a considerar, Gadamer propicia el paso entre la retórica –como disciplina que recaba las opiniones compartidas por la comunidad– y la filosofía práctica –que sustenta la buena vida–. En tal sentido, la retórica se relaciona con la phrónesis, es decir, el ejercicio de una “racionalidad responsable”, y con la aplicación hermenéutica que busca “la conjugación de lo general y lo individual” (Gadamer, 1992: 317). El consenso ha de ser dirigido por la phrónesis, la virtud hacia el bien verdadero.

En Verdad y método, Gadamer desarrolla, entonces, un concepto retórico del pensamiento, contra la concepción logística o puramente demostrativa[16]. Sostiene que el pensar no es puramente conceptual, no reside tanto en la derivación lógica de los géneros y de las especies, sino más bien en la “explicación en la palabra” (Gadamer, 1991: 513), la que se corresponde con el rendimiento metafórico y retórico del lenguaje:

La trasposición de un ámbito a otro no solo posee una función lógica, sino que se corresponde con el metaforismo del lenguaje mismo. La conocida figura estilística de la metáfora no es más que la aplicación retórica de este principio general de formación, que es al mismo tiempo lingüístico y lógico […] De este modo, en el comienzo de la lógica de las especies está el rendimiento precedente del lenguaje (Gadamer, 1991: 516)

Así, para Gadamer la retórica constituye la forma de realización del pensar mismo y de nuestro lingüístico ser en el mundo, en tanto “forma de comunicación universal basada en la capacidad de hablar […] que da cohesión a la sociedad humana” (Gadamer, 1992: 310). De esa manera, esta alcanza un sitial en el que “es y seguirá siendo un factor definitorio de la sociedad, mucho más poderoso que la certeza de la ciencia” (Gadamer, 1992: 394), al reivindicar los argumentos y trabajar con probabilidades:

¿Dónde insertar la reflexión teórica sobre la comprensión sino en la retórica, que es desde la más antigua tradición el único abogado de un concepto de verdad que defiende lo probable, el eikos (verosimile), y lo evidente a la razón común contra las pretensiones de demostración y certeza de la ciencia? Convencer y persuadir sin posibilidad de una demostración es la meta y la pauta de la comprensión y la interpretación, no menos que de la retórica y la oratoria… y este vasto dominio de las convicciones obvias y de las opiniones reinantes no se va reduciendo gradualmente con el progreso de la ciencia, por grande que éste sea, sino que se extiende más bien a cada nuevo conocimiento de la investigación, para acogerlo y ajustarlo a sí. La ubicuidad de la retórica es ilimitada”. (Gadamer, 1992: 229)

Si Aristóteles aceptaba solo tres géneros de la retórica –el deliberativo, el epidíctico y el judicial–, limitando de esa manera su alcance, por su parte, Gadamer hace de la retórica un modelo alternativo al cientificismo, a partir del cual se puede comprender la validez de las ciencias del espíritu. En este punto, Gadamer entiende que la retórica puede fortalecer el sensus communis, al asignar a la capacidad retórica una ubicuidad que refleja, en el habla dialógica e histórica, el fondo moral más genuino de la comunidad.

Así pues, la razón necesita de la retórica porque es esencialmente dialógica, esto es, se realiza y transmite en y por el diálogo. La racionalidad retórica añade a la argumentación dialéctica la búsqueda de recursos para convencer al oyente, como la adecuada expresión de ideas y la puesta en escena del orador. Esta expresión no es solo un bene dicendi meramente formal, sino que –como si fuera un actor– se trata de una interpretación de los argumentos que abarca todos los aspectos que puedan ser importantes en una situación a fin de convencer al interlocutor. La retórica, en efecto, se desarrolla intersubjetivamente, desde el diálogo que somos en el devenir histórico de la comunidad, mediante el concurso de todas las razones involucradas en la deliberación y elección de los caminos a seguir para el logro de una vida plena.[17]

Así pues, la retórica constituye un modelo para la hermenéutica no solo porque esta última también logra un alcance universal, sino que además representa una racionalidad, que aduce probabilidades antes que pruebas deductivas, es decir, el tipo de racionalidad que se despliega en la interpretación de textos, sin pretender nunca ser exhaustiva o concluyente.

ARTE Y RACIONALIDAD LIBERADORA

El arte no es una ciencia donde se resuelven los problemas
ni una tecnología donde se perfeccionan soluciones, sino
un territorio donde se intensifica la percepción de nuestras
experiencias con las cosas.
Zabala (2013: 150

La reivindicación gadameriana de la racionalidad práctica es una rehabilitación del “sentido común”, es decir, de las condiciones de verdad que anteceden a la lógica de la investigación. Frente al sistema de reglas en que consiste la generalidad abstracta de la razón, actúa aquí “la generalidad concreta que representa la comunidad” (Gadamer, 1991: 50), es decir, el sentido común. En su recuperación del sensus communis, Gadamer recurre a Vico quien, ante la metodología de las incipientes ciencias positivas, defiende la significatividad y el derecho autónomo de la retórica, fundamentada en este sentido común de lo verdadero y de lo justo.

Esto conduce a Gadamer a ocuparse de la obra de arte, productora de sentidos objetivamente vinculantes, en tanto es experiencia de verdad que vincula con la comunidad desde la intersubjetividad.

Así pues, la experiencia artística puede no solo enseñarnos acerca de dicha racionalidad, sino que, además, el arte para Gadamer constituye un paradigma de lo que deberían ser las ciencias del espíritu, un modelo de racionalidad adecuado para la vida y un marco desde el cual desarrollar una hermenéutica general:

El punto de partida de mi teoría hermenéutica fue precisamente que la obra de arte es un reto a nuestra comprensión porque escapa siempre a todas las interpretaciones y opone una resistencia nunca superable al ser traducida a la identidad de un concepto. (Gadamer, 1992: 15)

En contraposición a la lógica del dominio en la que el hombre adaptado al sistema administrado solo responde a la solicitud de la técnica y el lenguaje prolifera bajo la forma de información, la obra de arte es una declaración (Aussage) (Gadamer, 1996: 295), es ese sonido que en medio del ruido que nos rodea “nos dirige verdaderamente la palabra” y nos interpela a escuchar el ser (Gadamer, 1987: 36). De ese modo genera la posibilidad de una experiencia que abra un modo de comprensión alternativo al de la razón técnico-instrumental. 

Esta crítica gadameriana a la razón instrumental no supone la renuncia a ella, sino más bien el rechazo de su absolutización, así como la revalorización del mundo vital o la Lebenswelt olvidada por la ciencia. La razón hermenéutica presupone la aplicación justa de nuestro saber y nuestro poder, por lo que ella puede otorgar a la ciencia una instancia de responsabilidad.[18]

Es así consciente de sus límites, ya que “lo razonable es conocer la limitación de la propia inteligencia y precisamente de ese modo ser capaz de una mayor comprensión venga de donde venga” (Gadamer, 1993: 57). Además, la racionalidad hermenéutica:

... consiste siempre en no afirmar ciegamente lo tenido por verdadero, sino en ocuparse de ello críticamente [...] la razón es también comprenderse a sí mismo y a nuestra propia relatividad en un auto-reconocimiento perseverante. (Gadamer, 1993: 57)

De esta manera, ya no se juzga como racional únicamente a las cuestiones susceptibles de ser decididas a través de la observación controlada, sino que se trata, ante todo, de cuestionamiento continuo, consciencia de los propios límites.

De hecho, aunque Gadamer no dice de manera manifiesta que el arte deba ser crítico, puede pensarse que su racionalidad es liberadora, dado que tiene la capacidad de liberarnos de las apariencias y produce la transformación de lo dado hacia lo verdadero.[19] Allí reside su sentido ontológico, ya que contribuye a completar el ser de los entes representados. La experiencia artística permite así comprender mejor lo que nos rodea, al desocultar aspectos de la realidad que nos pasan desapercibidos y sacar a la luz nuevos sentidos, al tiempo que suspende nuestro modo rutinario de pensar y vivir. Esta reivindicación de la función ontológica impulsa además su estatuto epistémico, el cual no solo es conocimiento sino autoconocimiento y transformación hacia lo verdadero. El arte contribuye, entonces, a revelar las verdades ocultas en la realidad, pero las mismas no se conciben como una posesión del sujeto, sino como el acontecer al que pertenecemos. Acontecimiento que constituye una labor ininterrumpida de la comprensión.

A pesar de sus rasgos particulares, la obra de arte pertenece al dominio de las cuestiones hermenéuticas que, al decirnos algo, nos confrontan con nosotros mismos. En la experiencia artística, el mundo y nuestra existencia se representan de un modo revelador que nos interpela a conocer y a reconocer cómo somos, cómo podríamos ser o qué es lo que pasa con nosotros.

La obra de arte no es una copia del ser, sino que lo acrecienta. En tal sentido, enfatiza Gadamer (1991: 159): “el ser de la representación es más que el ser del material representado, el Aquiles de Homero es más que su modelo original”. 

En otras palabras, la mímesis[20] artística hace visible y hace aparecer, manifiesta la esencia más propia de la cosa. La obra trae delante, pone ahí, nos muestra, el mundo en el que vivimos, para que podamos reconocerlo, pero lo representa de modo tal que pareciera que lo vemos por primera vez. Lo muestra en un sentido nuevo que ilumina algunos de sus aspectos, hace emerger aquello que antes no resultaba visible, que se ocultaba a la mirada rutinaria, convencional, y lo extrae así del montón indiferenciado de las cosas de forma elocuente y reveladora. Acontece allí una profundización de nuestra existencia, desde una función crítica que no se conforma con la existencia ordinaria, sino que también nos dice: “¡Has de cambiar tu vida!” (Gadamer, 1996: 62).

La importancia de la experiencia artística reside, entonces, en su capacidad de fundar otras totalidades de sentido, otras comprensiones e interpretaciones del mundo y, en tanto la obra hace esto, propicia la emergencia del ser. El juego del arte[21] es entonces sitio privilegiado de fundación de sentidos.

Pensemos en la obra Forma y función de Horacio Zabala, realizada por primera vez en 1972 y reconstruida en el año 2002. Muestra tres botellas de vidrio llenas de líquido, iguales y alineadas en un orden aleatorio.

 
Figura 1. Forma y función (1972), Horacio Zabala. Recuperado de http://cvaa.com.ar/02dossiers/zabala/04_obras_04a.php

Unos letreros al pie de cada una de las botellas aclaran cuál es el contenido. Es así que observamos que una está llena de vino, otra de agua –la única que tiene una flor– y la última de nafta. De este modo, las etiquetas en las botellas señalan tres posibles funciones (utilitarias y simbólicas) para un mismo objeto, rechazando la doctrina funcionalista-racionalista del diseño y la arquitectura (la forma sigue a la función). El mismo objeto es capaz de asumir distintas funciones dependiendo del contexto histórico y de la voluntad del portador (Longoni, 2013: 35).

Así, Forma y función explora la capacidad de una botella para funcionar como recipiente, florero o bomba. Hay en esta obra una insistencia en el uso de lo habitual, lo cotidiano e inmediato a partir de una materialidad que nos implica desde su cercanía y que, a través de desplazamientos entre forma y función, ocultamiento y desocultamiento, sentido evidente y sentido implícito, extrae de nuestro universo próximo cuestiones que convocan la mirada y abren a la reflexión.

En el mundo actual, el hombre está preso del pensamiento que domina y que aliena cada vez más, que lo sumerge en el ajetreo de las innovaciones técnicas. Forma y función nos abre, entonces, la esperanza de que aun aquellos productos creados por la industria, cuando ingresan al terreno del arte, albergan un sentido oculto que nos deja entrever una verdad, contrarrestando de este modo la alienación provocada por ese proceso inflacionario de producción de objetos industriales. Acontece en la obra una verdad de carácter original, debido a que solo allí el ente se abre en su ser.

En definitiva, Forma y función no solo habilita a pensar acerca de la tensión que implica el vínculo entre ambos conceptos en el momento de dar forma a la obra, sino que, como objeto artístico, nos abre al ejercicio de la reflexión, dándole otro tiempo a la mirada y al pensamiento, manteniéndonos atentos al sentido que encierra el mundo técnico. Como toda obra de arte, interrumpe la inmediatez del tiempo y por un momento nos resguarda de la alienante hipertecnificación a que somos sometidos constantemente (García y Valli, 2014).

En último término, si en el arte contemporáneo cualquier asunto o cosa es susceptible de ser transformado en obra de arte, la estética hermenéutica resulta entonces necesaria no solo para pensar qué es lo que define el arte sino además para revisar de manera constante sus propuestas. El arte actual continúa hablando el lenguaje del reconocimiento, incluso la presencia de objetos banales en una sala de arte tiene sentido: el que le damos cuando sacamos tales objetos de sus marcos cotidianos. Hasta una botella se nos ofrece como obra de arte, debido a que incorpora la identidad hermenéutica del reconocimiento, al tiempo que nos obliga a la reinterpretación y a la apropiación productiva de lo ya hecho. Desde la representación simbólica del objeto, la obra desatiende su funcionalidad habitual y, así, lo resignifica. En definitiva, el arte nos posibilita comprender aquello que nos rodea, al tiempo que revela las potencialidades no cumplidas de la realidad.

CONSIDERACIONES FINALES

El planteo de estatuto epistémico y de verdad del arte que Gadamer lleva adelante, implica, pues, realizar una revisión crítica del marco conceptual en el que la modernidad ha construido las nociones de realidad, racionalidad, conocimiento, verdad, etc. A raíz de esto, dicha revisión crítica puede ser pensada como un asalto a la razón o como una ampliación de la razón moderna.

Se trata en cualquier caso de hacer sensible la necesidad de desarrollar nuevas estrategias con las que abordar los problemas de nuestra modernidad resistentes a un tratamiento objetivo (los ámbitos de la moral, la política, la estética, la educación, etc.), propiciando la exploración de un modo alternativo de desarrollo de la racionalidad asentado en una reflexión ontológica, mejor capacitado para abordar dichos problemas.

En efecto, la experiencia hermenéutica lleva consigo un saber racional, que no es ni la racionalidad demostrativa de la episteme ni la racionalidad técnica de las ciencias, sino que es la racionalidad práctica definida por Aristóteles en su ética. Se trata entonces del ejercicio de una racionalidad consciente y responsable que guía la construcción de un mundo común. Aquí, la obra de arte resulta paradigmática y la verdad que ella devela vincula con la comunidad desde la intersubjetividad.

En definitiva, el poder ontológico del arte no se cifra en ilustrar o mostrar una verdad previamente sabida, sino que hace ser lo que antes no era, es experiencia de sentido, apertura de zonas de indeterminación en las que el mundo emerge bajo una luz diferente y lo no dicho revela el juego de lo posible.

 

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[1] Cf. de Garay (2005: 331-332). Gadamer procura rehabilitar numerosas consideraciones aristotélicas en torno a la retórica, la ética, la dialéctica, la poética y la política, con motivo de esclarecer el sentido de la hermenéutica, puesto que piensa que las observaciones del filósofo griego anticipan y aclaran ciertas cuestiones hermenéuticas. Así, si la tradición ha encontrado en Aristóteles al descubridor de las bases epistemológicas de toda ciencia y al organizador de su sistema, Gadamer –aun reconociendo dicha tradición– otorga primacía a otros textos en los que estableció los límites de la racionalidad científica dando lugar a otras formas de racionalidad que remiten a la acción humana, bajo el rótulo de filosofía práctica.

[2] Cf. Vallejo Campos (2004: 466-467). El concepto aristotélico de phrónesis y la hermenéutica de Gadamer, en El legado de Gadamer. Aquí fue decisiva la influencia de Heidegger, ya que en 1922 Paul Natorp le entregó a Gadamer un manuscrito redactado por Heidegger –el informe Natorp– que contenía una “Interpretación fenomenológica de Aristóteles” inspirada en una lectura del libro VI de la Ética a Nicómaco para sentar las bases de su hermenéutica de la facticidad. Según ha expresado el propio Gadamer, leer ese manuscrito lo convenció de ir a Friburgo, donde Heidegger impartió un curso en 1923. La hermenéutica heideggeriana de la facticidad veía en la phrónesis “la circunspección propia de la solicitud”. Esto es, la consciencia moral, como Gadamer ha indicado en numerosas ocasiones (2002: 42 y 259; 1992: 381). Asimismo, Heidegger vio la correspondencia del modelo de la praxis que, según Aristóteles, es el que corresponde a la vida humana, con su idea del Dasein, como un ente que es en cada caso su posibilidad. Cf. también Una carta del Profesor Hans-Georg Gadamer, incluida en Bernstein (2018: 340): “A pesar de lo importante que fueron para mí Heidegger y sus interpretaciones de la frónesis de 1923, ya estaba preparado para ello yo mismo, sobre todo gracias a mi lectura anterior de Kierkegaard, al Sócrates platónico y al poderoso efecto del poeta Stephan George sobre mi generación”.

[3] Cf. Aubenque (1999: 112). Según el autor, esto introduce en la phrónesis aristotélica “la dimensión de la temporalidad”.

[4] Cf. Vallejo Campos (2004: 469), para quien un concepto de razón con tales presupuestos enlaza perfectamente con la hermenéutica de la facticidad, que Gadamer había aprendido de Heidegger.

[5] Según Gadamer (1993: 65), la palabra griega que recoge “todo ese conjunto conceptual de facticidades” en la filosofía práctica de Aristóteles, es el êthos. También subraya que el estagirita estableció un equilibrio entre el intelectualismo de la herencia socrático-platónica y el êthos al “retener el conocimiento como momento esencial del ser moral” (Gadamer, 1991: 385). Para Aristóteles la virtud no se trata de una disposición que se limite a seguir reglas de conducta establecidas de acuerdo con la razón, sino que ella misma está fundamentada en la recta razón constituida por la phrónesis (E. Nic. VI 13, 1144b26-28). Gadamer (1998:193) enfatiza que el ser humano es un ser razonable y “no es únicamente ética lo que lo determina, porque es también logos y eso significa: su saber y su pensamiento”. En esta unidad, propuesta ya por la filosofía práctica aristotélica, Gadamer (1998: 215) encuentra “la única base a partir de la cual podemos desarrollar en nuestra existencia humana el sentido de racionalidad”.

[6] Grondin (2003: 169) afirma que el concepto gadameriano de situación no debe entenderse en el sentido de una “ética de la situación”, puesto que esta se concibe en un sentido utilitarista que oculta en el fondo un saber técnico. Más bien, Gadamer deriva su concepto de Jaspers.

[7] Gadamer recupera la praxis de la hermenéutica jurídica y la teológica para dar cuenta de la aplicación como adaptación de algo normativo al caso particular. “Tanto para la hermenéutica jurídica como para la teológica es constitutiva la tensión que existe entre el texto –de la ley o la revelación– por una parte, y el sentido que alcanza su aplicación al momento concreto de la interpretación, en el juicio o en la predicación, por la otra. Una ley no pide ser entendida históricamente, sino que la interpretación debe concretarla en su validez jurídica. Del mismo modo el texto de un mensaje religioso no desea ser comprendido como mero documento histórico, sino de manera que pueda ejercer su efecto redentor. En ambos casos esto implica que si el texto, ley o mensaje de salvación, ha de ser entendido adecuadamente, esto es, de acuerdo con las pretensiones que él mismo mantiene, debe ser comprendido en cada momento y en cada situación concreta de una manera nueva y distinta”. (Gadamer, 1991: 380).

[8] Bernstein (2018: 226-227) señala que la propia comprensión, interpretación y aplicación que hace Gadamer de Aristóteles es un modelo de aquello a lo que se refiere con comprensión hermenéutica. “Es un ejemplo de consciencia histórica; la fusión de horizontes; el rol positivo de la distancia temporal; la manera en la cual la comprensión es parte del proceso del llegar a ser del sentido; la manera en la cual la tradición ‘nos habla’ y nos hace un ‘alegato de verdad’; y lo que significa decir que ‘el intérprete que trata con un texto tradicional busca aplicarlo a sí mismo’”.

[9] Cf. Bertorello (2000): “Es conflictivo porque el pasado está constituido por una tradición ya interpretada en distintos prejuicios y porque el presente, además de los prejuicios de la tradición, posee otras expectativas e intereses con los que se dirige al pasado”.

[10] Por tal motivo, la lógica de la pregunta permite a Gadamer explicar el reconocimiento y la apertura ante la posible verdad de lo dicho por otro, condición fundamental para el diálogo.

[11] Para Gadamer no resulta posible comportarse desde la perspectiva del observador, sino que, en la conversación orientada al entendimiento, se requiere la perspectiva del participante.

[12] Lafont (1993: 91) describe dicho modelo como dialéctica entre una intersubjetividad “ya siempre producida” por la apertura de mundo y una intersubjetividad “a producir” en el diálogo.

[13] Cf. Lafont, 1993. La expresión apertura de mundo (Welterschlieβung), proveniente de Heidegger, significaría que el mundo, en tanto nos es abierto lingüísticamente, aparece bajo una cierta luz que lo hace comprensible estructurándolo de determinada manera. Esto se apoya en la idea del lenguaje como “constitutivo del pensar” y en su status empírico y trascendental.

[14] Cf. Covarrubias Correa (2004: 452).

[15] La retórica aristotélica da el estatuto de pruebas persuasivas al logos (que reúne al silogismo retórico y a la inducción retórica), al éthos (carácter del orador) y al páthos (pasiones que se pueden suscitar en el auditorio).

[16] Cf. Grondin (2003: 212). Si Gadamer atribuye a Platón la responsabilidad de la mengua logística del lenguaje –y por ello recurre a San Agustín– en este punto, en Verdad y método, atribuye a Aristóteles el dominio único de la lógica apodíctica en el dominio del pensar, por haber desplazado el rendimiento de la metáfora al ámbito limitado de la retórica. Grondin agrega que “en Verdad y método Gadamer se contenta extensamente con protestar contra el desplazamiento logístico del metaforismo del lenguaje al ámbito de la retórica y, con ello, contra un concepto todavía demasiado limitado e instrumentalista de la retórica. Tan solo más tarde vinculó Gadamer la universalidad de la hermenéutica con un concepto más universal de la retórica y con la fundamental retoricidad del lenguaje”. Véanse, entre otros: Gadamer (1992: 113, 279, 280 y ss., 296 y ss.).

[17] Cf. Covarrubias Correa (2004: 457-458). Según el autor, Gadamer modifica sustancialmente la idea de retórica aristotélica, puesto que Aristóteles busca deslindar la tekhne rhetoriké de la phrónesis, en tanto la primera queda al cuidado de la política, siendo el gobernante quien maneja los destinos de la retórica. Agrega que, en el fondo, Gadamer realiza una corrección de la retórica aristotélica –aunque no explícita, ya que Gadamer entiende que existe una proximidad programática entre la Retórica y el Fedro–, por la que la reduce hacia los ideales del Fedro, donde la retórica sí se determina moralmente, al ser absorbida por la dialéctica.

[18] Cf. López Sáenz (2009: 76).

[19] Cf. López Sáenz (2009: 157).

[20] En este punto, resulta crucial su recuperación de la noción aristotélica de mímesis, entendida por Gadamer (1996: 93) como representación: “El antiquísimo concepto de mímesis con el cual se quería decir representación (Darstellung)”. Mímesis, no quiere decir ni la representación que un sujeto se hace de un objeto (la Vorstellung moderna) ni se trata de volver a presentar lo ya presentado, sino la emergencia o manifestación de lo que antes no era y que desde ese momento es por y en el lenguaje. Cuando la obra de arte representa algo, lo hace emerger, lo hace ser.

[21] En Verdad y método, Gadamer desarrolla su ontología de la obra de arte, en la que pregunta primero por el modo de ser de la obra para luego relacionar este modo de ser con el acaecer o suceder (Geschehen) del ser. El concepto de juego resulta central para pensar cómo sus características se ven en la obra de arte, la que será concebida como juego. En tal sentido, esta noción resulta clave a la vista de los objetivos que se propone su estética hermenéutica; esto es, cumple un rol crucial tanto en la crítica al subjetivismo moderno como en la configuración de una noción de verdad que dé lugar a una experiencia del ser diferente.