Relaciones entre conocimiento científico y sentido común. Problemas, conflictos y aperturas

Relaciones entre conocimiento científico y sentido común. Problemas, conflictos y aperturas

 

José Antonio Castorina

Universidad Pedagógica Nacional (UNIPE), Universidad de Buenos Aires (UBA), CONICET. Argentina
ORCID: https://0000-0003-1724-9315 | ctono@fibertel.com.ar

DOI:
https://doi.org/10.5281/zenodo.4397883

Palabras clave: 

Sentido común | Representaciones sociales | “sentido común académico” | Política científica 

Recibido: 4 de octubre de 2020. Aceptado: 26 de octubre de 2020.


RESUMEN

Este artículo considera la problemática de la relación entre sentido común y saberes académicos, en sus múltiples interrogantes. En primer lugar, los referidos a la diferenciación de las interpretaciones acerca del significado y alcances de los conocimientos cotidianos, particularmente en su relación con los conocimientos científicos. Luego, y principalmente, dichas relaciones son examinadas apelando a la teoría de las representaciones sociales, enfatizando –desde este enfoque– la diversidad e historicidad del sentido común, así como sus vínculos recíprocos con el conocimiento científico. Más adelante, expondremos la perspectiva de Gramsci, que asocia al sentido común con la filosofía hegemónica, su historicidad y su posibilidad de transformación. Y lo que nos parece central, introduciremos el concepto de “sentido común académico” según nuestra versión de “un marco epistémico” dominante. Por último, articulando varios de los enfoques estudiados, retomaremos la relación entre sentido común y conocimiento en sus consecuencias sobre la política científica de las universidades públicas, así como sobre su compromiso social.

 ABSTRACT

This article considers the relationship between common sense and academic knowledge, in multiple ways. First, referring to the differentiation of interpretations about the meaning and scope of everyday knowledge, particularly in its relation to scientific knowledge. Then, these relationships are examined by appealing to the theory of social representations, emphasizing –from this approach– the diversity and historicity of common sense, as well as their reciprocal links with scientific knowledge. Later, we will present Gramsci's perspective, which associates common sense with hegemonic philosophy, its historicity and its possibility of transformation. Further, we will introduce the concept of "academic common sense" relating to our vision of a dominant “epistemic framework". Finally, articulating several of these approaches, we will return to the relationship between common sense and knowledge to think about its consequences on the scientific policy of public universities, as well as on their social commitments.

 Key Words

Common sense | Social representations | “academic common sense” | Scientific policy


INTRODUCCIÓN

Hay suficientes testimonios de que las relaciones entre el (los) sentido común y el conocimiento científico son de una enorme complejidad conceptual, siendo evidente que estamos lejos de haber alcanzado un grado suficiente de elucidación, comenzando por la diversidad de las caracterizaciones epistemológicas y filosóficas, por un lado, y por el otro, los enfoques provenientes de las ciencias sociales, la psicología cognitiva y la psicología social. Ante todo, el carácter problemático de esas relaciones se puede registrar en la historia del pensamiento filosófico occidental, que arranca del pensamiento griego, pasando por el empirismo inglés, el pensamiento de Vico, el Iluminismo, y llega hasta nuestros días, en la fenomenología husserliana o la filosofía analítica, con Austin o Wittgenstein. A estas tesis se han adicionado en nuestros días las emergentes de científicos sociales y teóricos de la política, como Schutz, Moscovici, Gramsci, Bourdieu o Geertz, entre otros. Por lo demás, los análisis suelen situarse en distintos niveles, no siempre advertidos por los autores, lo que hace muy difícil, cuando no imposible, identificar interrogantes y comparar las líneas argumentales. De ahí que no pretendamos construir una crítica más o menos precisa de los conceptos de sentido común, ni de los modos en que se articula o distancia de los saberes científicos.

Sin embargo, avanzar en algunas reflexiones –asumiendo aquellas dificultades– sobre tales relaciones tiene un múltiple interés para el mundo académico, sea la investigación o la enseñanza universitaria, y en otros niveles: porque pone en cuestión las creencias de muchos académicos, quienes reconocen únicamente su forma científica, y puede revalorizar otros saberes, como las representaciones sociales constitutivas del sentido común, los saberes de la experiencia, o los saberes de las prácticas, que conviven con el saber propiamente académico; porque se plantean muy significativas cuestiones referidas a la transferencia de las investigaciones al mundo social, incluso con la participación de los actores sociales; porque abre la problemática de la circulación de diversos saberes en las prácticas académicas, y muy particularmente, interpela al todo en que tal diversidad de saberes impacta en los procesos de reconstrucción de los saberes científicos –o su transposición en saberes universitarios–.Y sobre todo, desmitifica –como veremos– la unicidad de la razón, la direccionalidad simple de aquellos vínculos entre sentido común y conocimiento científico o cualquier tipo de enfoque reduccionista que quita toda especificidad al primero.

En particular, se discute colocar al sentido común –en algunas de sus interpretaciones– solo por fuera de la propia práctica de las ciencias, como si esta lo eliminara, simplemente, por su propio ejercicio. A veces, como lo encontramos en muchos cientistas de las ciencias naturales –y en algunos cientistas sociales– en nombre de la metodología única del conocimiento, se subordinan, cuando no se descalifican, otros intentos de comprender el mundo. Entre ellos, los saberes populares, saberes de las prácticas, los de la vida cotidiana o sentido común. Una herencia del pensamiento iluminista. O en otras versiones empiristas, suponer que el sentido común de las impresiones sensoriales es la piedra firme e indiscutible, y que recorriendo sistemáticamente los caminos de la inducción devendrán en los saberes científicos.

Nuestro análisis se dirige, principalmente, al significado y alcance de estos conceptos, pero sin el afán de una exhaustiva caracterización de las ideas de los pensadores, que si bien sería esclarecedor, no puede ser abarcada en este espacio. Tampoco se trata de afinar al máximo sus relaciones en una discusión demasiado cuidadosa, sino la suficiente para justificar su relevancia para los problemas que hoy afrontamos en el interjuego de los diversos saberes en la vida universitaria y su relación con la sociedad.

En este artículo nos proponemos, en primer lugar, exponer brevemente algunas tesis acerca de la naturaleza del sentido común y sus relaciones con el conocimiento científico; en segundo lugar, y centralmente, se caracterizan tales relaciones desde el punto de vista de la teoría de las representaciones sociales (en adelante TRS), haciendo hincapié en las cuestiones referidas a la diversidad e historicidad del sentido común en la cultura occidental, así como sus conectividad recíproca con el conocimiento científico; en tercer lugar, y para ampliar la teoría de las representaciones sociales, esbozaremos la perspectiva de Gramsci, que lo asocia con la filosofía hegemónica, su historicidad y su posibilidad de transformación; luego, nos ocuparemos del sentido del sentido común en el interior de las prácticas de las ciencias sociales, según nuestra propia versión de “un marco epistémico dominante”. Finalmente, y como consecuencia de lo anterior, intentamos –apelando a la compatibilidad de algunos enfoques– reconsiderar el impacto de estas cuestiones sobre la política científica de las universidades públicas, así como sobre su compromiso social.

UNA BREVE HISTORIA

Básicamente, se trata de evocar solamente de modo muy sintético ciertas posiciones adoptadas en la historia del pensamiento acerca del sentido común, entre otras muy relevantes (Markova, 2017). En principio, se pueden considerar dos modos, no los únicos, de enfocar el sentido común: por un lado, como una facultad cognitiva que es propia de todos los seres humanos, una especie de naturalismo que estableció el carácter definitivo de un modo de conocer y, por otro, como una construcción social, que reconoce una larga historia hasta arribar a las ciencias sociales (Nun, 2015). Así, y muy esquemáticamente, evocamos algunos hitos de la idea de una facultad: en el pensamiento de Aristóteles, se podría considerar al sentido común como una función sintética del organismo, esencial para discriminar los datos de los sentidos específicos y delimitar los sensibles comunes; en Descartes, ya sea afirmando una capacidad innata de todos los hombres para producir ideas, el buen sentido de la razón, ya sea haciendo del sentido común el resultado de las ideas simples que provienen del mundo exterior y se elaboran como ficticias. Este último fue predominante, y era desconfiable por basarse en la evidencia de los sentidos. Por su parte, Reid, fundador de la escuela escocesa del sentido común, rechaza cualquier conocimiento innato, pero está en nuestra naturaleza que solo conozcamos lo que deriva de las percepciones y de las creencias. Saltando mucha historia, el pensamiento anglosajón contemporáneo, en particular Chomsky (2000), rechazó la unicidad de la razón y distinguió nítidamente dos facultades innatas: de un lado, la que preside la constitución de los conceptos científicos, de otro, el sentido común, que incluye tanto los discursos del lenguaje común como los sistemas de creencias. Incluso el avance del lenguaje científico supone la eliminación de los restos del entendimiento común, fortaleciendo la grieta entre ellos. En cambio, en otras versiones naturalistas (Gopnick y Meltzoff, 1997) habría una comunidad básica que une al sentido común y al conocimiento científico: ambos disponen del mismo aparato mental, provisto por la evolución. En todas estas perspectivas, el sentido común es un producto de la naturaleza humana, aunque con frecuencia se lo considera una desviación de la genuina actividad racional.

Por el contrario, la perspectiva histórica y social reconoce su componente original: los contextos de la interacción social que le dan sentido. Su origen reside en el pensamiento de Vico (1941), quien, en abierta oposición al pensamiento cartesiano, sostiene un punto de vista que hoy llamaríamos constructivista: los hombres conocen solo aquello que ellos mismos hacen, es decir, su propia historia. De este modo, los juicios sin reflexión previa que comparte todo un pueblo, no son únicamente una facultad, sino que dependen del bien común que se modifica en la historia. No se puede entender cómo evaluamos lo que ocurre en el mundo sin esta última, en la que se incluye el lenguaje y toda forma de “sentido”. Por su parte, Hegel también fue un precursor de este enfoque del sentido común, al considerarlo una mezcla histórica de saber verdadero y falso en los pueblos, sin conciencia de sí mismo. Claramente para él hay un sentido común verdadero, algo así como un “buen sentido” popular, adelantando a Gramsci, aunque sus portadores no lo sepan, y se compliquen con prejuicios (Hegel, 2012; Nun, 2015).

Para el sociólogo Schutz, inspirado en la filosofía de Husserl, ningún conocimiento trata con hechos simples, sino con hechos ya interpretados, en base a un reservorio de experiencias previas, de conocimientos disponibles que son aplicables a diversas situaciones. Y el medio a través del cual dicha “tipicidad” se produce es el lenguaje cotidiano, o sea, el mundo de la vida que es constitutivamente un mundo intersubjetivo, con la reciprocidad de las perspectivas. Según este enfoque –es una de las cuestiones que vamos a discutir–, el conocimiento científico es sustitutivo y especializado respecto del sentido común, que corresponde al conocimiento general de la vida cotidiana. Se trata de una posición epistemológica de continuidad entre ciencia y sentido común, enfrentado a las posiciones discontinuistas, inspiradas en las ideas de Durkheim, y más tarde en la tesis de la ruptura epistemológica de Bachelard (1993), expresada en la ciencia social, principalmente en Bourdieu (2002).

 Sin podernos detener aquí en la notable diversidad de ideas acerca del sentido común en la historia, al menos puede inferirse que este ha sido caracterizado, en buena medida, en relación al conocimiento científico, o de la facultad racional o de ideas que han sido vistas como el fundamento del conocimiento científico. En la historia del pensamiento europeo ha sido frecuente la dicotomía entre logos y mito, entre sentido común y ciencia, entre la razón que hace la ciencia y la irracionalidad que prima en la vida cotidiana (Markova, 2017). Así, por ejemplo, los pensadores del Iluminismo hicieron una defensa de una razón única, superior al sentido común, el que es solo un sesgo deformante de aquella, provocado por la vida social, y se prolongan en las llamadas ciencias cognitivas. Pero como hemos apenas esbozado, hubo pensadores que se corrieron de tales dicotomías, y contemporáneamente, el enfoque de la construcción social del sentido común implica explícitamente su superación y se apoya en la historia de los saberes y su investigación desde las ciencias sociales.

Dado el propósito de este trabajo, podemos hacer una clasificación tripartita, aunque imprecisa, de las versiones que vinculan al sentido común y la ciencia, inspirada parcialmente en la obra de Markova (2017):

1) Se afirma su radical heterogeneidad, sin contacto posible, en las interpretaciones de las facultades naturales y en ciertas interpretaciones caricaturales de la ruptura epistemológica;

2) Se sostiene una tesis epistemológicamente continuista, como el caso de la escuela escocesa en la filosofía moderna desde el empirismo, y hoy por Schutz desde otro enfoque, de la fenomenología social, y que afinca el origen del conocimiento científico en las nociones del sentido común o, en otros términos, los conocimientos deficitarios y vaporosos se convierten progresivamente en conocimiento científico;

3) La tesis de la construcción social del sentido común, que lo sitúa decididamente en el campo de la historia, la cultura y las disputas sociales, evitando un corte dicotómico con la ciencia o una simple continuidad, reconsiderando estas ideas. Este último enfoque incluye, entre otras, con sus diferencias, a la TRS, la filosofía de la praxis de Gramsci y la sociología reflexiva de Bourdieu, las que toman distancia del modo prerreflexivo de vivir el mundo, al que reconocen –con fuertes matices– un cierto status epistémico. Además, tales enfoques consideran necesario establecer complejas relaciones con este último a los fines de examinar críticamente el funcionamiento del sistema social. Aquí nos vamos a ocupar centralmente de la TRS, a partir de los trabajos de Moscovici (1976), una teoría del conocimiento del sentido común inseparable de la cultura y las prácticas sociales, y que se manifiesta en las representaciones sociales.

EL SENTIDO COMÚN EN LAS REPRESENTACIONES SOCIALES

A diferencia de otras ciencias sociales, la TRS es una versión psicosocial de las representaciones del sentido común, haciendo hincapié en su heterogeneidad, su vinculación con las prácticas sociales y su carácter conflictivo.

Ante todo, es una modalidad del conocimiento común que orienta la conducta y la comunicación de los individuos en el mundo social, una representación de alguna cosa (el objeto O) para alguien (el sujeto S), y tomando siempre en cuenta al Otro (otro grupo social u otro individuo). Las RS se constituyen al interior de una relación ternaria S-O-Objeto (Markova, 2008). De este modo, una RS está en el lugar del O, al que restituye simbólicamente, y a la vez porta las marcas de la actividad del S social (Jodelet, 1989). Es decir, toda realidad social aparece reconstruida desde el sistema de valores grupales, de modo tal que los individuos consideran como “la realidad misma” a lo que depende de tal construcción. Por lo tanto, desde un punto de vista epistemológico, las RS no son un reflejo de la realidad, sino su estructuración significante, y dependen de la situación o del contexto en que se despliega la vida social; es también un efecto, en términos relativos, de la ubicación del individuo en la organización social o en la historia del grupo. Cabe señalar que no solo se construye el O de las RS, también se construye el S: la formación de las RS da lugar a la identidad social dinámica del S. Es importante subrayar que las RS son saberes prácticos que vinculan al sujeto con el objeto (Jodelet 1989): por una parte, emergen de las experiencias de interacción y de intercambio comunicativo en las instituciones; las prácticas sociales son condición de las RS, ya que nuevas situaciones o actividades de los agentes lleva a su formación; finalmente, son utilizadas por los individuos para actuar sobre otros miembros de la sociedad o para ajustar su comportamiento social.

Para la TRS, el sujeto del sentido común es un grupo social inmerso en un contexto histórico, ideológico y cultural, aunque los individuos del grupo se apropian de los conocimientos elaborados colectivamente. De esta manera, los aspectos cognitivos de las RS incluyen la pertenencia del sujeto a un grupo y su participación en la cultura. De esta manera, las creencias colectivas son coconstruídas por los individuos en su habla y en su acción cotidiana. Además, les son implícitas, ya que no tienen conciencia de su existencia como representación; su vivencia de los fenómenos sociales implica la ignorancia de su carácter social. Incluso, tienen suficiente fuerza para imponer a los individuos un modo de ver las cosas del que es difícil evadirse: detienen al sujeto individual en las formas de pensamiento existente limitando seriamente el pensamiento libre y forzando una manera concreta de concebir el mundo (Markova, 2003). Tal imposición de las RS se asocia con el hecho que los individuos desconocen su origen y su función social.

Por otra parte, las RS se producen para otorgar sentido a situaciones sociales que al ocurrir producen un vacío de sentido social (Moscovici, 2001). Por ejemplo, respecto de los alumnos de una cierta etnia llegados a una escuela, los comportamientos de grupos docentes pueden estigmatizarlos; o el actual confinamiento en la vivienda de un tercio de la humanidad por la pandemia del coronavirus es una experiencia insólita para la gran mayoría de la población, que obliga a darle un significado compartido. Por medio de esta producción, el grupo crea una “realidad” a la cual remitir lo extraño o incomprensible de los acontecimientos. Se trata de un conjunto de clasificaciones significativas que se producen para salvar alguna fisura en la cultura.

El anclaje permite que los fenómenos sociales inesperados o sin sentido sean elaborados simbólicamente: al carecer de una representación específica ante lo no familiar, un grupo social lo enmarca en la cultura y experiencias pasadas, y en ocasiones defiende su autoestima (ha sido prototípico en las epidemias anclarlas en exogrupos diferentes del nosotros nacional y como extranjeros o grupos marginados: el SIDA fue interpretado como un castigo de Dios a la homosexualidad, o el coronavirus es una obra conspirativa de China o a veces una enfermedad que transmiten los chinos). Por su parte, la objetivación se refiere a la esquematización y materialización de las creencias, transformando una idea abstracta en algo tangible: se simplifica y concreta la información que se recibe y se retransmite para adecuarla al marco cultural. En general se seleccionan y se integran algunos atributos en un patrón o núcleo figurativo. Así se ha mostrado que en las epidemias se personalizan en héroes, los expertos científicos (físicos, investigadores, etc.) y el personal sanitario, mientras las personas que conforman multitudes son masas “descerebradas”, personalizando a “los malos” de las pandemias. En sus fases críticas, se emiten predicciones y descripciones de pánico, una crisis "fuera de control", con pánico e histeria colectiva.

 De este modo, el grupo estructura simbólicamente al mundo. Más aún, las diferencias en las condiciones de vida de los grupos delimitan el espacio de las experiencias de sus miembros y también el mundo de imágenes o metáforas por las que se objetiva a las RS. De ahí que estas no son “correctas” o “adecuadas” al mundo, en el sentido del conocimiento científico y tampoco son arbitrarias. Más bien, son imágenes aceptadas o no por el grupo según su experiencia compartida del mundo y por el consenso negociado de sus miembros, no son arbitrarias.

Las RS, como se dijo, exhiben un carácter intrínsecamente cultural e histórico, de ahí que no son las mismas para todos ni para siempre y su transformación se dispara por el vacío social, y en muchos casos por la conflictividad de los grupos sociales. Se imponen a los actores sociales, pero no de modo homogéneo, sino que los actores pueden generar visiones alternativas. Así, las RS podrían ser usadas para sostener y defender una construcción particular de la realidad social o para resistir contra otras hegemónicas, y que algunos grupos tratan de imponer a los otros. En el mundo globalizado coexisten múltiples versiones de los fenómenos sociales (sobre la inteligencia, el esquema corporal, la política, el sida o la pandemia del coronavirus, entre tantas otras) y hay menos homogeneidad y estabilidad de las representaciones respecto de las representaciones colectivas, en el sentido de Durkheim. Como resultado de ello, hay más posibilidades para la crítica, la argumentación y discusión; las diferentes RS pueden competir por llegar a ser la realidad compartida. En este proceso hay disenso dentro del consenso social: las RS hegemónicas son aquellas que se imponen a los individuos, son ampliamente aceptadas y corresponden a un grupo dominante en las relaciones sociales (como las clásicas de género o la identidad nacional); las polémicas se asocian con diferentes posiciones sociales, y disputan con las hegemónicas sobre el mismo objeto representacional (por ejemplo de los sectores subordinados que buscan ser reconocidos respecto de derechos o de su inteligencia); por su parte, las RS emancipatorias son un punto de vista divergente respecto de la RS hegemónica, pero no tienen el poder social ni la aceptación para desafiarlas.

Y lo que resulta central, se postula una dialéctica entre consenso y disputa, imposición y resistencia, en el corazón de toda práctica significativa, en la que se introduce la intervención del poder (Barreiro y Castorina, 2016; Howarth, 2006) En el diálogo entre los grupos –con sus intereses– se debaten creencias, y en ocasiones hay resistencia a la imposición de las RS hegemónicas (Howarth, 2006). Desde este punto de vista, las RS son inseparables de las disputas en los procesos de comunicación, en las conversaciones. En ciertos contextos socioculturales, el resultado de las disputas es el triunfo relativo de ciertos grupos en la batalla por los significados y por la construcción social de la realidad. La versión de esos grupos es la que se legitima como lo aceptado por realidad.

Finalmente, si bien el sentido común se expresa –en buena medida– en las RS, también incluye a saberes cotidianos que no están asociados directamente a los grupos sociales. Por un lado, las “teorías” o ideas que emergen de la experiencia cotidiana con fenómenos naturales, que interpretan, por ejemplo, la caída de los cuerpos “por su peso”, la estructura de la materia como continua, hasta el ciclo del día y la noche, o la fotosíntesis (Castorina, Barreiro y otros, 2005). Por otro lado, hay saberes denominados populares, tales como las creencias vinculadas a las tradiciones orales y las prácticas ancladas en una cultura de una comunidad histórica, por ejemplo, las formas de pensar y practicar la medicina, la economía popular o los ritos e imaginarios populares, que no examinamos aquí. Incluso, evocando nuestra situación actual de pandemia, las personas han incorporado activamente el conocimiento epidemiológico integrándolo a la vida cotidiana, danto lugar a una epidemiología popular que es parte del uso real de las normas (Semán y Wilkis, 2020). Además, en nuestra cultura, hay otras formas de saber social que no muestran los rasgos que hemos atribuido al sentido común: los referidos a las prácticas laborales o profesionales, al modo de resolver situaciones y problemas que allí se plantean, de los ingenieros, obreros o docentes (Pastré, 2011), incluso los provenientes de las vivencias experienciales, del sufrimiento o del aislamiento social (Jodelet, 2017). Por supuesto, estos saberes interactúan. Por ejemplo, con diversas RS respecto de la epidemiología o el significado del virus, o las experiencias vividas en la pandemia.

RELACIONES ENTRE LAS CIENCIAS Y EL SENTIDO COMÚN

Ante todo, hay que señalar un doble origen del sentido común: Por un lado, es un saber “de primera mano”, constituido espontáneamente por el consenso de los grupos sociales, e incluye imágenes, metáforas, modos de significación construidos en las prácticas sociales y vinculadas a la tradición, que recuerdan las ideas de Vico. Por lo visto, las RS que lo componen no solo resultan del consenso más o menos amplio, sino también del disenso y las disputas de los grupos sociales por imponer sus creencias.

Moscovici (1976, 2019) se preguntó si el conocimiento científico proviene del sentido común, y hasta dónde. No se trata, según interpretamos, de una simple y pura continuidad (versión 2, señalada al comienzo de este artículo). Es decir, nuestro autor valoró la tesis de la ruptura epistemológica de Einstein (Moscovici, 2019) y de Bachelard (1975), en tanto la distancia que hay que tomar, una y otra vez, del mundo de metáforas y ambigüedades de la vida cotidiana para elaborar conceptos abstractos de una ciencia. Incluso, era plausible que su propia teoría se constituyera de esta forma o, al menos, admitiendo que se trata de un problema difícil de elucidar. Más aún, y sobre la base de que el sentido común y el conocimiento científico exhiben un carácter intrínsecamente cultural e histórico, la sociedad de comunicación moderna depende de la interacción de ambos conocimientos, no habiendo lugar a ningún reduccionismo.

Por otro lado, hay un camino que va desde el conocimiento científico hacia el sentido común, una especie de conocimiento de segunda mano, un consenso logrado por la transformación del primero (Moscovici, 1976), y en la que han participado los medios de comunicación. Así, cuando después de la segunda guerra el psicoanálisis hace su ingreso a la cultura francesa, por la difusión y la propaganda, se convierte en sentido común: los conceptos abstractos, como inconsciente, pulsión o transferencia se objetivan volviéndose concretos y figurativos (el inconsciente es una “cosa” oculta) o simplificados (la Iglesia católica suprimió la libido de la teoría) y anclan, además en concepciones anteriores (por ejemplo, para la Iglesia católica, el psicoanálisis era una confesión laica). Como la teoría de la relatividad o las neurociencias, pasan a formar parte de los discursos y conversaciones de la vida cotidiana. En este campo, el involucramiento o el imperativo a la acción, da lugar a una lógica diferente de la que prima en la práctica de las ciencias, no su ausencia sin remedio; en lugar de la racionalidad estricta y explícita del conocimiento científico, hay un pensamiento pragmático, con una cierta razonabilidad “sensata” (Wagner y Hayes, 2011).

Más aún, en la TRS el concepto de polifasia cognitiva es clave para comprender el carácter no uniforme del conocimiento de los ciudadanos y de los propios científicos en su vida cotidiana, inevitablemente el sentido común y la ciencia conviven (la versión 3 de la clasificación mencionada al principio). En el mismo grupo y en el mismo individuo, coexisten los diferentes registros, vinculados con perspectivas y valores que les son propios. Conviven de modo implícito no solo en el contexto de la vida cotidiana, también en el contexto académico, y a veces conflictivamente, en los alumnos universitarios o en los profesores. Por ejemplo, una versión crítica de la Conquista del Desierto, con otra que niega el genocidio de los mapuches (Barreiro, Castorina y Van Alphen, 2017). O también un pensamiento lento o analítico, versus otro rápido, heurístico o mágico (Moscovici, 2001): en la pandemia, estudiantes universitarios de EE.UU. y españoles razonan siguiendo la lógica del contagio (una vez en contacto es como si siempre se está en contacto), rechazando usar ropa lavada o cubiertos que fueron propiedad de personas enfermas. Y es posible que las personas –aún el personal médico– busquen mayor conocimiento científico y simultáneamente usen conocimientos y prácticas mágicas ante el coronavirus. A este respecto es importante señalar que no hay correspondencia estricta entre un contexto y un conocimiento, por ejemplo, que en el contexto académico solo hay saber científico, y sentido común para la vida cotidiana, sino que en el mismo contexto –por ejemplo, en la vida académica o en el aprendizaje escolar– pueden coexistir y entrecruzarse distintos modos de conocimiento.

Por lo visto, la tesis de la polifasia cognitiva rechaza la “unidad de la mente”, la oposición entre un desarrollo del conocimiento hacia la racionalidad y el carácter irracional de todo proceso alternativo. En este sentido, Moscovici (2001) rechazó explícitamente el postulado de la reductibilidad, según el cual el desarrollo de los conocimientos tiende a eliminar las creencias del sentido común en nombre de la ciencia (versión 2, antes evocada). Es imposible que el pensamiento científico reemplace al pensamiento cotidiano, ya que su indiferencia objetiva no puede lidiar con las creencias profundamente asociadas a la vida comunitaria, y estas seguirán dirigiendo las interacciones sociales. El proyecto intelectual de la modernidad ya no puede defenderse con argumentos satisfactorios (Jovchelovich, 2007) Así, en lugar de una cultura, una racionalidad, se puede hablar de una cultura, dos racionalidades, en estrecha relación con la tesis de la polifasia cognitiva (Moscovici, (1976), y para la cual en sociedades diferentes coexistan modos incompatibles de pensamiento y representaciones.

Se ha puesto de relieve, entonces, una interacción básica entre conocimiento científico y sentido común (en contra de la posición 1): en la constitución del conocimiento científico se asiste a un proceso que va de lo concreto a lo abstracto –lo que no excluye la exigencia de ruptura epistemológica– y en dirección contraria, los conceptos científicos se concretizan en imágenes y figuraciones al circular por los medios de comunicación. Hay, así, contradicciones entre representaciones sociales y conceptos disciplinares o entre informaciones escolares y los conceptos individuales en el aprendizaje de los conocimientos científicos. Estas tensiones solo son experimentadas por los sujetos cuando las diferentes lógicas se expresan en forma simultánea en su discurso. Sin embargo, dicha experiencia no conduce a la construcción de una instancia superadora, sino que se mantiene una coexistencia contradictoria sin la exigencia de cambio, al menos mientras no se implemente una situación didáctica con ese objetivo. En síntesis, el cambio de las RS no equivale a convertirlas en conceptos científicos: se pueden modificar en otras RS, en ocasiones en las disputas entre los grupos sociales, entre creencias hegemónicas y polémicas (de las creencias de inferioridad racial o de sometimiento en el caso del género). En otro caso, y en el proceso de aprendizaje –y para cierto contexto educativo– se transforman en dirección al saber a enseñar, durante la transposición educativa del conocimiento científico, bajo ciertas condiciones didácticas (Castorina, Barreiro y Carreño, 2010).

Finalmente, Moscovici (2012) ha sostenido que un sistema de representaciones –sea la ciencia o sea el sentido común– si se reduce a sí mismo solo se condena a la unilateralidad. Para transformarse, deben interactuar, definirse y complementarse por la actividad del otro o, de otra manera, la reflexividad de un sistema cultural sobre sí mismo supone el mirarse a través del otro sistema.

UNA INTERPRETACIÓN FILOSÓFICA Y POLÍTICA DEL SENTIDO COMÚN

La TRS se ocupa principalmente de representaciones específicas acerca de los fenómenos sociales, tales como la locura, el esquema corporal, los juicios morales, el psicoanálisis o una pandemia, y que no se consideran como un efecto de las concepciones del mundo, hay en ellas algo propio, más vinculado a las circunstancias en que se elaboran. Es decir, su rol cognitivo diferenciado según estas últimas, configurando los saberes y las prácticas sociales, aunque se recortan sobre un horizonte ideológico (Jodelet, 1989). Para otros autores, las RS constituyen una bisagra entre una concepción del mundo y el conocimiento individual (Doise, 1993)

Sin embargo, Gramsci (1994, 2004, 2011) ha enfocado directamente al sentido común como una concepción del mundo o una filosofía. En contra de la tesis aceptada –todavía hoy– de que el pensamiento filosófico solo corresponde a los profesionales que elaboran versiones altamente sofisticadas y argumentativas, afirma que todos los hombres y mujeres son filósofos. En su obrar práctico está implícita una concepción del mundo, sea como una ontología, una visión naturalista o espiritualista del mundo, entre otras, o una ética para sostener su actividad moral. Y una parte fundamental de la filosofía espontánea deriva –en muy buena medida– de la filosofía de los filósofos, es su asimilación acrítica, en los diversos contextos en que viven los individuos. Así, la filosofía de los filósofos, predominante de una época, se transforma en sentido común, según los términos de Gramsci (2011), expresando la hegemonía política de un cierto bloque histórico. Y por esta vía, se obtiene una unidad cultural de diversos sectores sociales y un clima colectivo que impide las elecciones en sentido contrario.

El pensador italiano, considera que el sentido común, a pesar de ser un concepto equívoco y ambiguo, sería un saber más o menos inmediato, un consenso prerreflexivo empleado para resolver cuestiones de la vida cotidiana. Sus notas más destacadas son una cierta incoherencia, e inconsecuencia de sus afirmaciones, la fuerza de sus certezas, y su conformidad con los sectores sociales que ejercen la dominación. Es adoptado, por tanto, sin conciencia crítica ni problematización por los sectores subordinados. Pero, con todo, el sentido común no es visto de modo peyorativo, como en el Iluminismo o el marxismo clásico, ya que está en movimiento enriqueciéndose con la introducción de algunas nociones científicas, incluso captura relaciones causales, contiene ciertas verdades. Hasta en la vida práctica de los sectores sociales subalternos se esboza una filosofía que no coincide con la visión dominante, a la que adhieren en las palabras pero no puede emerger como aglutinadora de esos sectores. En términos generales, el “buen” sentido es portador de un núcleo de verdad del que no puede prescindirse y que una filosofía de la praxis no puede arrancar de cuajo, tiene que dialogar con él. Esta apunta a su revisión, pero cuenta con él, los intelectuales deben contar con él, para contribuir a la toma de consciencia política de los sectores subalternos, para elaborar un nuevo sentido común, con otros valores y otra ética.

Sin pretender una interpretación literal ni precisa de lo que quiere decir Gramsci, suponemos que la filosofía moral dominante subyace a los juicios morales de los sujetos, es absorbida acríticamente por gran parte de la sociedad en sus prácticas y sostiene las relaciones de poder. De este modo, las filosofías morales elaboradas en la historia del pensamiento se encarnan, o se derraman “figurativamente” como sentido común, de modo que cada grupo tiene el suyo, que es en el fondo la concepción más difundida de la vida y la moral. En una línea parecida, y en una indagación empírica en la TRS, los trabajos de Barreiro (2013) han permitido vincular la ideología del mundo justo con las RS hegemónicas en jóvenes de nuestra sociedad (ciudad de Buenos Aires). Al interpretar la justicia o el castigo solamente en términos de retribución o castigo al daño, sus narrativas dejan por completo de lado a la justicia distributiva, de los bienes y recursos sociales. El proceso de adquisición moral de los individuos consiste en un proceso de apropiación de RS hegemónicas (la justicia retributiva como castigo o recompensa producido por una autoridad), impulsado por una filosofía moral asumida: el mundo es un lugar justo donde cada uno obtiene lo que merece. Se trata de la legitimación del orden social que se instauró con la Revolución francesa, y en la que se ancla la RS retributiva de la justicia, hegemónica en la sociedad argentina. Esta creencia, es más que un “horizonte” en el que situar las RS, interviene en la constitución en la representación de justicia de los jóvenes, porque condiciona fuertemente su apropiación de las RS (Barreiro y Castorina, 2016). Es decir, la creencia ideológica en un mundo justo (una justicia fuera de la sociedad, como natural al mundo mismo) es el marco interpretativo al que se incorporan (permiten anclar) las RS hegemónicas en esta sociedad. Tal sentido común moral restringiría la conformación de la RS retributiva, al tiempo que rechaza o niega la justicia distributiva, que podría llegar a poner en cuestionamiento al orden social ya establecido.

EL SENTIDO COMÚN EN EL CONOCIMIENTO ACADÉMICO

Hemos considerado la convivencia y los conflictos entre el sentido común, en términos de RS, y el conocimiento científico, y el pasaje de uno a otro. A este respecto, no hay dudas de que los académicos en su vida cotidiana, y ante situaciones desafiantes, dan muestras de una polifasia cognitiva, como los otros ciudadanos. Así, un historiador que ha sometido a una crítica sesuda al concepto de identidad nacional romántico, transmitido en la historia oficial, sin embargo, en las conversaciones en su comunidad afirma la conciencia de una nación eterna, definitiva y esencial, a la que adhiere intensamente por fuera de cualquier relativización conceptual. En las discusiones mencionadas desde el comienzo de este trabajo, hay quienes han defendido la radical heterogeneidad de los conocimientos, o la tesis de que la ciencia se puede reducir al sentido común, o de que hay un interjuego entre ellos, de problematicidad aún abierta, como en la perspectiva psicosocial de las RS.

Sin embargo, cabe otra pregunta: ¿la propia producción y prueba del conocimiento científico queda al margen de una concepción compartida del mundo? y, en el corazón de la propia práctica científica, ¿no intervienen las diferencias culturales y los valores éticos y políticos de los científicos? Quizás pueda ayudarnos para esbozar una respuesta la invocación de la tesis gramsciana del sentido común como interiorización de una filosofía hegemónica incorporada acríticamente por los hombres y mujeres “de a pie”, aquí sería en el ejercicio mismo de la práctica científica.

Ya en Bachelard (1993) o Bourdieu (2003), el saber prerreflexivo insiste en tanto “obstáculo” epistemológico en la práctica normal de la investigación, no solo en su origen histórico, sino durante su ejercicio, y en su contra se propone la vigilancia epistemológica, para mantener la autonomía científica. Se trata, principalmente, de la relación imaginaria de los científicos con su práctica, bajo la influencia de una filosofía, como el sustancialismo, el realismo ingenuo, o del empirismo de la inmediatez que acecha a la práctica científica y retorna una y otra vez a lo largo de todo su transcurrir. De ahí que nos permitimos preguntar si “al interior” de la producción de conocimientos interviene algo así como un sentido común académico de los científicos. Básicamente, asociamos a este último con las concepciones del mundo, –que sin duda no son la única forma de sentido común, pero son una condición indispensable para la práctica de las ciencias. Una idea, quizás muy discutible, referida a una comunidad –la científica– con una dinámica muy específica en su organización institucional, un modo de disputar posiciones en su campo y producir conocimiento siguiendo reglas de validación.

La noción de “marco epistémico” (en adelante, ME), propuesta en la obra de Piaget y García, Psicogénesis e historia de la ciencia (1982) pretende identificar en el dominio de los problemas de una práctica científica, el predominio de la influencia del medio social en el proceso cognoscitivo. Se trata de “un sistema de pensamiento, rara vez explicitado, que permea las concepciones de la época en una cultura dada y condiciona el tipo de teorizaciones que van surgiendo en diversos campos del conocimiento” (García, 2001: 157). Este refiere a una cosmovisión del mundo –una concepción o visión de la naturaleza y de la sociedad–, de carácter muy general, y que forma parte del sustento ideológico de una época particular. Un ME proviene de un entramado social más amplio en el que se integran las elaboraciones científicas, que incluye concepciones del mundo, visiones religiosas, aspectos normativos y morales, valores éticos y políticos, expresiones de los conflictos y relaciones sociales, que condicionan la elaboración científica. Cualquier ME, en la práctica científica, posibilita el recorte que se hace de la realidad, de modo que algunos fenómenos se problematizan y se vuelven “objeto de pregunta”, mientras que a otros los mantiene en el terreno de lo obvio o de lo absurdo, impidiendo su problematización, incluso condiciona el tipo de modelo explicativo que se propone. Esta tesis se vincula con la afirmación de que las revoluciones científicas, como la de la mecánica del siglo XVIII, se deben a una reformulación de los problemas que eran objeto de estudio y de las grandes preguntas que guían la indagación, antes que a un refinamiento técnico o metodológico.

En esta perspectiva, al comparar la ciencia china con la occidental, se puede ver que Aristóteles –y toda la mecánica hasta Galileo– no llegó a formular el principio de inercia, rechazó como absurda toda idea de movimiento permanente no ocasionado por la acción constante de una fuerza. En cambio, cinco siglos A.C. encontramos la siguiente afirmación de un pensador chino: “la cesación del movimiento se debe a una fuerza opuesta. Si no hay fuerza opuesta, el movimiento nunca se detendrá” (García, 2001: 68). Debían pasar más de dos mil años antes que la ciencia occidental llegara a esta concepción y lo más sorprendente: el hecho de que el enunciado arriba citado no fuera considerado como un descubrimiento, sino como un hecho natural y evidente. La concepción aristotélica del mundo era completamente estática, mientras para los chinos el mundo estaba en constante devenir. En otras palabras, dos concepciones del mundo (Weltanschaungen) diferentes conducen a explicaciones físicas diferentes. La diferencia entre un sistema explicativo y otro no era metodológica ni de concepción de la ciencia, era una diferencia ideológica que se traduce por un marco epistémico diferente de la especificidad de los procesos de construcción y puesta a prueba con los medios propios del campo, o los nuevos que se originan en su historia. Por lo demás, el ME no determina la verdad o falsedad de las teorías, pero las condiciona en varios aspectos muy relevantes, como el modo de formular los problemas, el recorte del objeto de investigación, las elecciones metodológicas y el tipo de explicación que se acepta (García, 2001, 1988).

Haciendo un salto histórico, cuando la mayoría de los neurocientistas contemporáneos consideran que los procesos educativos se pueden explicar y promover en términos del funcionamiento cerebral (“el cerebro va a la escuela”, o “el cerebro aprende”) y otro tanto sucede con la salud mental (“el cerebro sufre”), ¿están planteando una cuestión que se resuelve con datos científicos? La respuesta es que no, que si bien las neurociencias son un conocimiento científico de gran importancia y se basan en hipótesis suficientemente verificadas, considerar que la educación depende solo del funcionamiento cerebral, no es una tesis sustentada en investigación científica específica, sino una derivación de una concepción del mundo. Esto es, la tesis que el mundo es un entramado de relaciones bioquímicas y físicas, y que cualquier otro fenómeno, como la práctica educativa o la salud mental o los fenómenos psicológicos, se pueden reducir a procesos bioquímicos. Se trata de una filosofía naturalista dura, la que viven en su comunidad los científicos y que no han examinado, y ni siquiera reconocen como tal, tal es su obviedad (Castorina, 2016).

Ciertos cientistas sociales, y también psicólogos e historiadores, y por supuesto muchos investigadores en ciencias naturales, consideran que la investigación es “neutral” respecto a los valores éticos y políticos que sostiene un científico. También piensan que utilizar una metodología experimental o solo buscar relaciones causales simples es garantía de un conocimiento objetivo. Además, interpretan que la objetividad solo resulta de la representación de un mundo de hechos ya dados, rechazando que algún valor, interés grupal o subjetivo pueda formar parte de la elaboración y la prueba de un conocimiento, y pueda ser parte de la conquista de la objetividad. De este modo, ponen en juego una visión positivista, que sostiene una paradójica valoración positiva de la “neutralidad” de la ciencia, mientras se defiende una disociación entre hechos y valores. Esta concepción integra la formación de los científicos y su actividad profesional; es tan natural para ellos como el aire que respiran. En este contexto ideológico se hace la ciencia –en casi todos lados– y se marca la relación de los científicos con sus colegas y con la sociedad, se acepta esta epistemología como algo intrínseco al hacer ciencia, y no se las pone en duda, es una evidencia de su práctica.

Cabe, sin embargo, hacer una distinción: no todo ME que orienta la práctica de una ciencia es sentido común académico, ya que, al ser explicitada, sostenida o aun cuestionada con argumentos sólidos por los científicos, pierde aquel carácter inercial, impositivo o simplemente actuado sin ser tematizado; análogamente, cuando se la vincula sistemáticamente con la investigación, pierde los rasgos que la aproximan al sentido común filosófico. Por ejemplo, el análisis de su perspectiva dialéctica en la biología constructivista, en Lewontin (1998) o en la teoría sociológica por Bourdieu (Bourdieu, 2003; Bourdieu y Wacquant, 2006), así como Vigotsky (1991), o Moscovici (2019), y quizás la filosofía relacional defendida por Einstein (1954). En estos casos, la actividad epistemológica expone y analiza su marco epistémico y su modalidad de intervención sobre la propia producción de conocimiento y, por lo general, al hacerlo se cuestiona a otro marco hegemónico antagónico sobre disciplina, que obstaculiza la transformación del conocimiento. Así, cuando Lewontin (1998); Lewontin y Levin, (1985) afirman la tesis de una biología dialéctica, lo hacen cuestionando la concepción del mundo escisionista del darwinismo entre organismo y medio, que hace resistencia a la emergencia del pensamiento sistémico en biología. Sin embargo, ellos reconocen que aquella concepción escisionista del mundo fue condición posibilitante, en otro contexto histórico, de la ruptura de la biología evolucionista con el creacionismo. Por su parte, Moscovici defiende su filosofía relacional de las RS situándolas en la relación ternaria del Sujeto-Objeto-Alter; a la vez, está cuestionando la filosofía de la escisión, que dicotomiza al individuo de la sociedad, al sujeto del objeto, a los significados sociales de las prácticas, característica de la psicología cognitiva.

En cambio, probablemente no hubo tal actitud en la ciencia china bajo el imperio de un mundo dialéctico y organicista, ni de los científicos que vivieron en el triunfo del mecanicismo newtoniano, o la hegemonía de la filosofía natural alemana con su tesis de la fuerza como principio universal –en lugar de la materia– que promovió fuertemente la investigación de las conservaciones físicas en el siglo XIX (García, 1988). En estos casos, no hubo una explicitación ni una exposición crítica de los científicos sobre su ME. Y como dijimos, la mayoría de los neurocientistas, no todos, siguen una ontología naturalista y reduccionista, implícita en sus trabajos, y que condicionaron el modo de concebir la extensión de sus descubrimientos sobre otros campos. Aquí tampoco hubo problematización, porque es el clima intelectual hegemónico en que viven, en las facultades e institutos de investigación.

Ahora bien, en función de lo expresado antes, ¿cuáles son las razones que justifican que se hable de “sentido común académico” y no simplemente de ideas ontológicas u epistemológicas? Básicamente, se trata de tesis filosóficas que ingresa al interior de la ciencia desde el contexto social más amplio que la comunidad científica, desde las concepciones más o menos dominantes en la sociedad, como la dialéctica en China, la recordada filosofía natural hegemónica en el mundo intelectual europeo, el naturalismo materialista hegemónico, especialmente en las ciencias naturales, en el mundo globalizado, también para la comprensión de la sociedad, en forma de darwinismo social. En segundo lugar, no se trata de ideas poco coherentes o muy heterogéneas, de una simplificación figurativa de un enfoque intelectual, como en el sentido común de la vida cotidiana, sino de un marco potente para crear problemas y orientar la investigación. Lo relevante es que los científicos discuten hipótesis, teorías y métodos, pero aquella concepción permanece de modo implícito en su accionar. Con todo, este carácter es compartido con el sentido común cotidiano: en este, lo que está en la punta de la lengua, son frases hechas, como protoexplicaciones, o como creencias, y lo que no está al alcance de la mano es su carácter social e histórico, incluidas las ideologías que intervienen; en las ciencias, lo implícito son los ME que orientan la producción justificada y sistemática del conocimiento. En tercer lugar, como dijimos, estos últimos han posibilitado la creación de teorías muy significativas, como las conservaciones o invariantes físicas, la física clásica, las ciencias sociales o las teorías psicológicas cognitivas, la biología darwinista y neodarwinista, o las neurociencias. Pero, a la vez, han constituido en la historia de la ciencia “obstáculos epistemológicos” para el avance de muchas disciplinas y su reformulación. Insistimos, el pensamiento de la escisión ha frenado la reconstrucción de la biología en términos sistémicos o las ciencias sociales, o en la psicología cultural y social, hasta ha obturado la investigación interdisciplinaria. Se requiere un ME que posibilite las relaciones organismo-medio, o las interacciones entre individuo y sociedad, subjetividad y objetividad, hechos y valores. Ello supone, insistimos, una toma de distancia de una filosofía de la escisión, sea el darwinismo que disociaba organismo y medio, sea un estudio de fenómenos sociales disociando tajantemente individuo y sociedad, o estudios del aprendizaje solo como un proceso cognitivo individual, entre tantos otros. En síntesis, al examinar críticamente las condiciones sociales de las investigaciones, sean las concepciones del mundo o los valores éticos y políticos que les son propios, se puede reorientar la producción de conocimientos.

APERTURAS PARA PENSAR LA ACTIVIDAD ACADÉMICA

Este trabajo ha intentado –un poco presuntuosamente– exponer algunas versiones sobre el sentido común y, en particular, sus relaciones con el conocimiento científico. Ante todo, quisimos mostrar muy brevemente la diversidad de significados y de sus niveles de análisis en la historia del pensamiento. Luego, nos ocupamos de las contribuciones de la TRS para su estudio, resaltando el lugar de los conflictos entre los grupos sociales en su sociogénesis y, muy particularmente, sus interacciones con el conocimiento científico, para el cual fue clave el concepto de “polifasia cognitiva”. Más adelante, expusimos otro enfoque del sentido común, no centrado en los fenómenos específicos, como una epidemia o la inteligencia, al modo de las RS, tratado directamente como efecto de un derrame de la filosofía de los intelectuales sobre los sectores subalternos, desde la hegemonía política. Finalmente, asumimos una forma de sentido común también filosófico, como concepción del mundo interiorizada en la práctica misma de las ciencias, asociada al contexto social e histórico, con sus disputas. Así, el sentido común académico con sus tesis epistemológicas y ontológicas, así como sus valores éticos y políticos, constituye el aire intelectual que “respiran” los científicos, y ha condicionado la formulación de los problemas o los modos de explicar su dominio de conocimiento. Por supuesto que hay un propio modo de producir conocimientos y ponerlos a prueba, que tiene su autonomía respecto al marco epistémico. Solo cuando este es explicitado y cuestionado por los científicos se crean nuevas condiciones para la reorganización de las teorías científicas, y es probable que dicha actividad le quita al marco epistémico el carácter de “sentido común académico”.

¿Cuáles serían algunas consecuencias de estos diferentes análisis para pensar la producción de conocimientos en la vida universitaria? ¿Se puede defender una distinción tajante entre sentido común, entre cualquiera de sus versiones y la producción de conocimientos en la universidad pública? Sin duda, no estamos en condiciones de hacer un examen cuidadoso ni riguroso, sino solamente indicar o esbozar ciertos aspectos y problemas, que podrían ser examinados por los propios investigadores. Solo esbozamos algunas notas provisorias que podrían contribuir a formular un programa de trabajo sobre las dimensiones del sentido común y la vida académica.

En primer lugar, y respecto de la enseñanza universitaria, el enfoque de las RS y la polifasia cognitiva nos advierte que la enseñanza de las ciencias, particularmente las ciencias sociales, desafían a una enseñanza que desconoce los saberes previos de los alumnos, en este caso, aquellas representaciones sobre la identidad nacional, la inflación o el género, la justicia o los fenómenos de historia reciente, u otras etnias. Saberes que hunden sus raíces en la memoria colectiva de su grupo de pertenencia o en sus experiencias sociopolíticas y les permite resignificar las situaciones inéditas que enfrentan. En cualquier caso, ellas circulan en el ámbito de las clases universitarias, y conviven con los saberes científicos transpuestos como saberes universitarios (Chevallard, 1997), y con saberes sobre las prácticas profesionales (Castorina, Barreiro y Carreño, 2010; Semán y Wilkis, 2020).

Una propuesta constructivista apuesta a que el modo de formular las situaciones didácticas tienda a favorecer y promover aquel diálogo entre los diversos saberes, fortaleciendo la participación de los alumnos, con sus propias RS, sobre la base del reconocimiento de la heterogeneidad de las culturas y de las diversas etnias. También, un compromiso de los docentes e investigadores con los sectores subalternos, lo que puede llevar a los docentes a intervenir para promover la transformación de las RS sexistas o estigmatizadoras en otras RS que expresen la lucha de aquellos sectores, pero en el intercambio y disputa. A través de la discusión crítica –a partir de sus RS y otros saberes previos– los actores de la enseñanza universitaria teniendo como referencia a los saberes universitarios, pueden aproximarse, al menos en el contexto académico, a los conocimientos de las ciencias sociales.

En segundo lugar, la diversidad de esos saberes debe dar lugar a un debate poco frecuente en el medio académico, entre los docentes, alumnos e investigadores acerca de los múltiples vínculos del sentido común, que no es único ni ahistórico, y en la diversidad de sus dimensiones, con la práctica de las ciencias en la universidad tanto como en su enseñanza. A este respecto, asumimos la tesis de Moscovici, de reivindicación del sentido común, no evaluado como irracional, dicotómicamente separado de los conocimientos científicos, sino como otro saber, inevitable y en continua interacción con la ciencia. Tal pasaje de uno a otro involucra tanto la tesis de las rupturas epistemológicas en la constitución y transcurso de la investigación, como el uso ulterior de los conceptos en la vida cotidiana, como el retorno hacia el sentido común, en la difusión de las indagaciones. Así, ciertas categorías en ciencias son una reelaboración del vocabulario común, entre muchos otros, el término “represión” que significa desplazamiento o suplantación en alemán, y se convierte en el concepto de represión en la teoría psicoanalítica, con su específica sistematicidad; sin embargo, el término retorna a la vida cotidiana durante la popularización del conocimiento científico, en forma de una RS metafórica en el sentido común. Este proceso podría ser tomado en cuenta por los profesionales que se ocupan de la divulgación del conocimiento científico y por aquellos que mantienen una actitud despectiva a todo saber no científico (Wagner & Hayes, 2011).

En tercer lugar, de Sousa Santos (2006, 2004) ha llamado la atención sobre la crisis del conocimiento de las disciplinas producido por las universidades, en un proceso de producción descontextualizado con respecto a las necesidades cotidianas de la sociedad. Y ello, paradójicamente, mientras muchos profesores y sobre todo estudiantes, luchaban y luchan por vincular la universidad con las necesidades de la comunidad, sea la educación básica, el medio ambiente, o la construcción de la subjetividad social. Según aquella lógica académica, los investigadores determinan los problemas científicos que deben resolverse, definen la relevancia, establecen la metodología y los tiempos de investigación. De este modo, la distinción entre conocimiento científico y tecnología, o entre ciencia y sociedad es muy nítida, y si la sociedad los aplica o no es indiferente al conocimiento producido y a los propios científicos.

Sin embargo, este enfoque ha sido desafiado por el conocimiento pluriuniversitario, que lo cuestiona y se caracteriza esencialmente por la aplicación y elaboración con organizaciones más flexibles, menos jerarquizadas, en sistemas abiertos de intercambio con los actores sociales. Por lo general, se hacen fuera de la universidad, por lo que la formulación de los problemas y los criterios de relevancia se establecen entre los investigadores y los usuarios, adoptando dos modalidades: De una parte, ha sido característico del neoliberalismo en que vivimos, vincular el conocimiento universitario con las empresas, la universidad con el mundo mercantil. De otra, esta forma ha adoptado una modalidad más solidaria, en términos de la generación de investigaciones que toman a los actores sociales como partícipes, como interlocutores, como agentes de la elaboración de las investigaciones académicas. Tal sería el caso de estudios sobre el medio ambiente, la polución, o sobre la educación popular, entre otras, la alfabetización de adultos, o el modo de organizar a las empresas recuperadas.

En las universidades públicas, numerosos equipos de investigación y cátedras han bregado también por instaurar la autocrítica de la universidad respecto del mundo social y han tomado partido por el conocimiento pluriuniversitario, en la modalidad que permite a los investigadores un trabajo fructífero en las organizaciones solidarias, los movimientos sociales, las empresas recuperadas, etc. En lo que concierne a nuestro propósito, por su propia contextualización, la exigencia de recortar el objeto de investigación, la naturaleza de los temas de trabajo y los métodos de investigación pertinentes, tienen un componente central en el diálogo con otras formas de conocimiento. Más aún, diríamos que se da lugar a indagaciones colaborativas, donde los saberes de las prácticas, las RS de los pobladores acerca del tema en cuestión, su saber experiencial de las pérdidas del trabajo o el dolor e incertidumbre de la pandemia o el fracaso escolar son parte crucial de la producción de conocimientos. Todo ello genera un cambio muy sustantivo en el vínculo entre conocimiento académico y sociedad, en base al reconocimiento de los saberes no universitarios. Y cuando hablamos de la transferencia de los conocimientos universitarios a la sociedad, se compromete la relevancia de la participación de los actores de las comunidades involucradas, una genuina reciprocidad de los diversos saberes que atraviesan a estas últimas y los procedimientos propiamente académicos.

Finalmente, y respecto al incremento del interés en el mundo académico por la investigación interdisciplinaria, retomamos la cuestión del sentido común académico. Aunque hay diferentes versiones, acordamos con Rolando García (2006) en que dicha investigación se orienta a construir sistemas complejos, estableciendo relaciones sistemáticas entre las dimensiones de un fenómeno socionatural. Un sistema capaz de dar cuenta de fenómenos como la sequía, los problemas ambientales, la salud mental o, el aprendizaje escolar, y que ninguna disciplina puede por sí explicar, sea una ciencia natural o una ciencia social. Más aún, el conocimiento pluridisciplinario trata de cuestiones que son en buena medida interdisciplinarias, incluyendo saberes populares y RS de los actores sociales. Ahora bien, los ensayos de interdisciplinariedad exigen un consenso en el ME que haga posible la colaboración entre diferentes sectores del conocimiento. Un acuerdo de base, de tipo ideológico, entre los investigadores de las diferentes disciplinas, respecto de qué está hecho el mundo, así como un conjunto de valores éticos y políticos, respecto al curso de acción para transformar el mundo a partir de las indagaciones.

Ahora bien, volvamos al estudio de los procesos de enseñanza y aprendizaje, desde el nivel inicial hasta la universidad. Claramente, deben participar desde las neurociencias educativas, los docentes, los psicólogos del aprendizaje y los psicólogos sociales, los sociólogos, y hasta didactas y pedagogos. Muchos neurocientistas adoptan una visión –a veces entusiasta– de investigación interdisciplinaria con aquellos otros campos para estudiar e intervenir los procesos de aprendizaje, desde la escuela a la universidad. Sin embargo, en la mayoría de sus propuestas, se pide a los docentes que los escuchen, que vayan a los laboratorios de neuroimágenes, que los psicólogos remitan para ser científicos a las neurociencias, o se elaboren paquetes educativos, bajo la contribución de las neurociencias. ¿Qué tiene de interdisciplinaria esta propuesta? Decididamente nada, justamente, porque no se reconoce la igualdad epistémica de las disciplinas, su intervención colaborativa desde la especificidad de sus conocimientos. Lo que impide una genuina actividad interdisciplinaria reside en el naturalismo, omnipresente en los neurocientistas, según la cual todo proceso educativo o psicológico se reduce a fenómenos bioquímicos, sin duda suponiendo ser la “reina de las ciencias”, la neurociencia, y la subordinación cuando no la eliminación de estudios culturales o de psicología cultural o propiamente didácticos acerca de la enseñanza y aprendizaje. Este naturalismo es una filosofía hegemónica en el mundo académico que es asumida, la mayor parte de las veces, sin saberlo, y tampoco sin dudar de su lugar disciplinar en los estudios sobre el aprendizaje. Estamos otra vez, ante el sentido común académico, cuyo cuestionamiento –y adhesión a otra concepción del mundo– es condición para poder elaborar una actividad interdisciplinaria. Promover esta reflexión crítica, que no es obvia o inmediata, debería ser parte de una política científica universitaria dirigida a generar investigaciones interdisciplinarias sobre medio ambiente, el hambre, las sequias o inundaciones, la constitución de las subjetividades sociales o las representaciones sobre la pandemia actual.

Para iniciar una actividad colaborativa para el problema del aprendizaje escolar, por casos, hay que compartir explícitamente una misma concepción del mundo, relacional y dialéctica, al menos, en tanto se supongan procesos de interacción entre diversos subsistemas que lo producen, sin privilegios para ninguno. Es preciso que los distintos investigadores acuerden los valores “o cursos de acción” que se persiguen, ya que buscar el control de los comportamientos no contribuye al trabajo colaborativo, mientras aspirar a promover la autonomía intelectual y un espíritu crítico en los alumnos, sí lo promueve. Así, sería posible una vinculación productiva y consistente entre las disciplinas involucradas en la adquisición de los conocimientos escolares y se daría lugar a trabajos interdisciplinarios. En síntesis, postulamos que la investigación cooperativa elabora una representación, un recorte de la realidad (podría ser el proceso de aprendizaje escolar, entre otros) que es analizable como una totalidad organizada, con un funcionamiento característico. Esto último significa articular, en sus mutuas relaciones, los procesos propiamente psicológicos, la práctica educativa y sus condicionantes biológicos. Cada disciplina involucrada (neurociencia, psicología del aprendizaje o didáctica disciplinar, entre otras) ensaya un diálogo con las otras, en un pie de igualdad. Por ahora estamos ante un proyecto o un programa, todavía no es una actividad efectiva de investigación, pero asumir una concepción del mundo es imprescindible. Esto mismo podría decirse de las investigaciones sobre medio ambiente, o los fenómenos pandémicos, o el hambre.

Respecto del sentido común académico: se puede esperar de los investigadores universitarios –en cualquier construcción de conocimiento, en cualquier ciencia– una interpelación o una reflexión crítica sobre las condiciones sociales que operan sobre su oficio, fijadas a sus prácticas de indagación. Hacer ciencia no depende solamente de los métodos y criterios de verificación, sino también de algún compromiso filosófico inevitable, pero revisable críticamente.

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