Reflexiones acerca de las dimensiones sociopolíticas de las expresiones artísticas


Karen Avenburg

Coordinadora del Dossier (UNDAV), Argentina
ORCID: https://orcid.org/0009-0008-8442-4711 | kavenburg@undav.edu.ar

Valeria Saponara Spinetta

Coordinadora del Dossier (UNDAV), Argentina
ORCID: https://orcid.org/0000-0003-4484-1584 | noblecaballera_vale@hotmail.com

 

DOI

https://doi.org/ 10.5281/zenodo.8101812

 

 

Diferentes procesos de exclusión social atraviesan a nuestras diversas, desiguales y heterogéneas sociedades latinoamericanas. Desde la invasión de América, las mismas han sido afectadas de una u otra manera por los fenómenos de la marginalidad, la desigualdad, la pobreza, la desafiliación o la exclusión. En las últimas décadas se han renovado las discusiones en el ámbito académico y, también, en los de las políticas públicas y las acciones privadas y comunitarias. Pese a que en las sociedades globalizadas podemos identificar un aumento en la emergencia y la circulación de problemáticas, sentidos e informaciones, las dinámicas en que se despliegan estos fenómenos están lejos de ser uniformes; a su vez, los sentidos que se le asignan son tan heterogéneos como la diversidad de contextos permite suponer (Cibea et al., 2019).

Desde finales del siglo XX se han expandido y diversificado diferentes iniciativas, propuestas y prácticas que conjugan distintas manifestaciones artísticas con una perspectiva atenta a la dimensión política de sus acciones. Si bien las múltiples articulaciones entre arte y política se pueden rastrear a lo largo de distintas épocas y sociedades, en el contexto actual en que se reconfiguran y expanden diversas formas de exclusión y surgen nuevas desigualdades, se recrean múltiples iniciativas. Se trata de un amplio abanico en el que podemos hallar distintas demandas por la ampliación de derechos, la búsqueda por disputar sentidos hegemónicos, iniciativas que apuntan a la inclusión o transformación social, propuestas de políticas democráticas y participativas, activistas que denuncian diversas situaciones de injusticia social y manifestaciones que apuntan a transformar nuestras sociedades desiguales, entre muchas otras.

Paralelamente, se renuevan las discusiones en torno a las posibilidades y limitaciones de las expresiones artísticas para intervenir en el devenir social, cultural y político. Si pensamos a la política como espacio en que se despliegan los antagonismos de poder, es posible preguntarnos sobre las diferentes maneras en que se dirimen las desigualdades, conflictos y tensiones en diversos ámbitos artísticos. Existe una amplia variedad de estudios que abordan distintas iniciativas artísticas como políticas culturales, educativas, sociales, ambientales, de salud o de género, entre otras, y también grupos de artistas que buscan intervenir en la arena social y política.

En este contexto surgen propuestas muy diferentes, que van desde colectivos artísticos que se posicionan políticamente, hasta políticas sociales, educativas o culturales centradas en expresiones artísticas. Paralelamente, se observa que muchas veces en estas acciones confluyen búsquedas contestatarias con prácticas y sentidos hegemónicos, configurando escenarios complejos y tensionados, que no por ello dejan de cuestionar (y a veces trastocar) el orden establecido. Las construcciones colectivas están atravesadas por un contexto en el que con frecuencia afloran acciones de carácter individualista y, a la vez, en los espacios y prácticas hegemónicas se vislumbran brechas que habilitan su mismo cuestionamiento y cambio. Surgen en este marco preguntas en torno a los modos posibles de sopesar la incidencia que efectivamente tienen estas diversas prácticas en los colectivos que las desarrollan, las comunidades en las que se insertan y la sociedad en su conjunto.

El universo que trata desde el plano académico los enfoques sociopolíticos del arte es heterogéneo, variado y transdisciplinario. Sin pretensión de exhaustividad, intentaremos en esta introducción dar cuenta de algunos abordajes y de experiencias que hallamos en torno a las problemáticas de la inclusión, exclusión o transformación social, así como a las prácticas colectivas y la militancia, en su articulación con las expresiones artísticas.

Diversos estudios se centran en conceptos como “exclusión”, “desigualdad” o “desafiliación” para pensar las prácticas artísticas en clave de sus posibles contrapartes, las nociones de “inclusión”, “integración” o “transformación social”. Se trata de nociones cuyos sentidos son heterogéneos, disputados y varían de acuerdo con los diferentes contextos sociales, históricos, políticos, económicos y culturales. Estas nociones involucran experiencias que tienen larga data y van adquiriendo nuevas particularidades en una “dialéctica de lo igual y lo diferente” (Castel, 1997: 15), y en buena medida implican una diversidad de concepciones y propuestas que apuntan a atender las desigualdades e injusticias sociales (Cibea et al., 2019).

No abundaremos aquí en las conceptualizaciones sobre la exclusión social[1] más que para señalar algunas perspectivas actuales que nos permiten pensar en su vínculo con las prácticas artísticas. En primer lugar, se destaca el carácter multidimensional de estos fenómenos. Por un lado, esto significa que no se trata únicamente de procesos materiales, sino que también involucran dimensiones sociales y culturales (Villarreal, 1996; Belfiore, 2002); por otro lado, implica que hay grupos privados de derechos sociales, económicos, laborales, educativos, de salud y/o culturales. En segundo lugar, estos procesos son producto de la configuración del Estado y de la dinámica de relaciones sociales, y no exclusivos de quienes están en situación de vulnerabilidad (Castel, 1997; Pérez Rubio, 2006). En tercer lugar, en la actualidad estas situaciones se caracterizan por la fragilidad e inestabilidad de lazos sociales, la exacerbación del individualismo, la fragmentación de las solidaridades y la erosión de las redes de contención (Autes, 2004; Castel, 1997; Cibea, et al., 2019; Fittoussi y Rosanvallon, 1997; Pérez Rubio, 2006).[2]

Frente a la problemática de la exclusión y las desigualdades sociales surgen diversas propuestas y acciones. Entre ellas podemos mencionar al llamado campo del arte-transformador. Este es caracterizado por Infantino (2019, 2020) como un conjunto de propuestas artísticas (experiencias, prácticas y políticas) que disputan los sentidos hegemónicos que giran en torno al arte y que lo postulan como herramienta para la intervención social, para la lucha por la restitución de derechos culturales y para la pugna por políticas democráticas y participativas. Sin duda estas disputas están atravesadas por relaciones desiguales de poder, puesto que los diferentes agentes involucrados (Estado, mercado y colectivos artísticos, entre otros) están diferencialmente posicionados. Reflexionando sobre las diversas propuestas que se pueden hallar en el campo del arte transformador, Roitter (2009) destaca su potencialidad para generar espacios de participación, organización y movilización, y explica que pueden ser “catalizadoras de cambios a nivel personal, grupal y comunitario” (2009: 2).

Otros estudios relevantes sobre el arte como herramienta para la transformación social son aquellos que se centran en los movimientos de las décadas del sesenta y setenta. Verzero y Leonardi (2006) han analizado experiencias de vanguardia tales como las del Instituto Di Tella, que apuntaban a una revolución en el arte, tanto en sus formas y contenidos como en la búsqueda de intervenir artísticamente para el cambio social. Estas autoras también han estudiado el “Tucumán Arde”, considerado por Longoni (2014) como un importante movimiento colectivo que articuló experimentación artística y acción política para contribuir a la revolución. Podemos considerar, junto con Infantino (2019, 2020), que estas prácticas vanguardistas, así como el Teatro militante de los años setenta (ver Mercado, 2018), y las experiencias de teatro popular y arte callejero de los años ochenta post-dictatoriales, se pueden considerar antecedentes de las prácticas actuales que buscan la inclusión o transformación social.[3]

Dentro de este mismo universo de problemáticas ligadas a las desigualdades y acciones que buscan darles respuestas críticas, pero mirando específicamente desde su concepción agonista de la política, Chantall Mouffe (2021) sostiene que las prácticas artísticas pueden ser espacios de resistencia que contribuyan a minar el imaginario social que requiere la reproducción capitalista. El arte crítico, explica la autora, abarca prácticas artísticas diversas cuyo punto de coincidencia es el de mostrar alternativas al orden hegemónico, visibilizando aquello que el consenso dominante busca ocultar y dando voz a quienes el mismo pretende silenciar.

Podemos hallar una propuesta relativamente similar, pero con su propia trayectoria desde la tradición latinoamericana de pensamiento, en la argumentación de Víctor Vich (2014) sobre el rol de las políticas culturales como recurso para la transformación sociopolítica. Argumentando (en concordancia con las perspectivas socioantropológicas actuales) que la cultura es un dispositivo que genera realidades, que constituye sujetos, y que produce –y reproduce– prácticas y relaciones sociales, postula que la política cultural debe visibilizar el ejercicio de poder, cuestionar y desestabilizar significados hegemónicos, y proponer nuevas representaciones.

Las prácticas artísticas que buscan cuestionar el orden hegemónico no son homogéneas. Podemos observar que en líneas generales abarcan colectivos artísticos que pueden tomar una o ambas de las siguientes modalidades: a) Más allá de las prácticas artísticas y las modalidades que desarrollan, se agrupan en su calidad de artistas en pos de influir de una u otra manera en políticas públicas, intervenir en la arena política (a veces específicamente en la partidaria), y/o denunciar o poner en agenda problemáticas sociales, culturales, económicas, políticas o laborales. b) El contenido específico de sus prácticas artísticas o la manera en que las desarrollan busca minar el orden establecido, proponer otros modos de relación, cuestionar jerarquías o valoraciones establecidas, desnaturalizar significados hegemónicos, y/o desestabilizar el sentido común.

Lejos de sugerir valoraciones en cuanto a las dinámicas que despliegan, creemos que esta caracterización puede ayudar a identificar formas de acción y dimensionar los alcances de esta inmensa variedad de iniciativas. Pero entendemos que ambos tipos de acciones pueden denunciar injusticias sociales, culturales, económicas o políticas, o visibilizar identidades, discursos o problemáticas silenciadas.

Es posible, por supuesto, hallar prácticas que se ubican en ambas alternativas. En muchas ocasiones, artistas o colectivos cuya producción contiene alguna forma de denuncia, por ejemplo (como puede ocurrir con las letras de canciones), deciden actuar para intervenir en arenas que extienden el contenido de sus expresiones, o que se vinculan con otra problemática específica (por ejemplo, reclamar políticas culturales en su área).

Entre aquellas cuyo contenido o modalidad de acción es potencialmente desestabilizante del orden hegemónico, podemos mencionar (por citar solo algunos casos locales): el teatro comunitario (Sánchez, 2020, Mercado, 2018) o por la identidad (Diz, 2019), el circo (Berzel, 2019; Cappella, 2022; Infantino, 2011, 2019, 2020), la danza (Greco y Iuso, 2012; Llobet, 2009), las artes plásticas (Dillon, 2008; Dillon y Deluca, 2012), el cine comunitario (García, 2018), la fotografía (Moyano, 2019; Wald, 2009), las orquestas infantiles y juveniles (Avenburg, Cibea y Talellis, 2017; Fabrizio y Montero, 2015; Martínez, 2016; Talellis, 2019; Vázquez, 2016; Valenzuela, Aisenson y Duarte, 2018; Villalba, 2010; Wald, 2017), el rock (Saponara Spinetta, 2021 y 2023), la murga y las comparsas del carnaval (Crespo, 2005; Martín, 2019), entre otras (ver Nardone, 2010 y Roitter, 2009).

También, como vimos, varios/as autores/as han analizado las prácticas artísticas colectivas y/o militantes en distintos períodos de la historia argentina, tales como los movimientos de las décadas del sesenta y setenta (Longoni, 2014; Verzero y Leonardi, 2006), las prácticas artísticas críticas post-dictatoriales (Infantino, 2020), las experiencias colectivas durante la crisis de 2001 (Osswald, 2009; Quiña, 2009, 2020; Wortman, 2009a, 2009b, 2009c, 2009d) y la “poscrisis” (Giunta, 2009).

Aunque se puede ver la gran amplitud y heterogeneidad de casos y abordajes, hallamos algunos tópicos recurrentes en buena parte de estas temáticas. Sin adentrarnos en cada una de ellas, nos interesa mencionar brevemente algunos puntos en común o discusiones que se abren en estos campos.

En primer lugar, se destaca la importancia de lo colectivo (ver por ejemplo Avenburg, Cibea y Talellis, 2017; Greco y Iuso, 2012; Infantino, 2020; Longoni, 2014; Nardone, 2010; Richard, 2011; Roitter, 2009; Saponara Spinetta, 2021 y 2023, Wald, 2009). En efecto, muy diversos estudios dan cuenta de esta centralidad, sea en el formato de producción artística (como en las orquestas y coros infantiles y juveniles, el circo, el teatro o el cine comunitario, entre otros), como en la conformación de colectivos para disputar políticas o luchar por la ampliación de derechos, buscando trascender disputas para lograr objetivos comunes.

Como señala Quiña (2009, 2020), se destaca la creciente importancia de productores de arte agrupados o colectivos de artistas, la visibilidad de contenidos políticos y sociales en las obras de arte, y la aparición de un circuito nuevo de exposición y producción –que convive con el “legítimo”–. Estos colectivos, observa, proliferaron en vínculo con colectivos y organizaciones sociales y de trabajadores, dado que muchos de estos espacios nacieron en el movimiento de las asambleas barriales, las fábricas recuperadas o estuvieron ligados a otros movimientos sociales.

En segundo lugar, observamos la relevancia del espacio público. Diversas prácticas artísticas han buscado desplegarse en el espacio público como modo de democratizar el acceso al disfrute y la producción cultural (Bergé et al., 2015; Infantino, 2011, 2020; Roitter, 2009; Mercado, 2018; entre otros). De acuerdo con Mouffe (2021), en el espacio público se enfrentan puntos de vista en conflicto que, lejos de poder crear un consenso, no tienen posibilidades de reconciliación. Según Vich (2014), las políticas culturales deben dar la batalla por los espacios públicos, pues son potenciales democratizadores de la cultura y son necesarios para proponer nuevos mensajes frente al monopolio de los medios de comunicación. En la misma línea, Infantino (2020) nota que el despliegue del arte en el espacio callejero contribuyó al cuestionamiento de las dinámicas y espacios del campo artístico. En palabras de Bergé et al. (2015: 37), este tipo de despliegue de las prácticas artísticas “transforman y transgreden la cotidianeidad del espacio público, proponiendo nuevos sentidos, usos y estéticas”.

En tercer lugar, estas diversas perspectivas y experiencias tornan inevitable cuestionar la idea de autonomía del campo artístico que, como bien demostró Bourdieu (2003), es una construcción social e histórica. Esto se advierte claramente en el análisis de García Canclini, que da cuenta de lo que el autor denomina la “postautonomía”: el “proceso de las últimas décadas en el cual aumentan los desplazamientos de las prácticas artísticas basadas en objetos a prácticas basadas en contextos hasta llegar a insertar las obras en medios de comunicación, espacios urbanos, redes digitales y formas de participación social donde parece diluirse la diferencia estética” (García Canclini, 2010: 17; las cursivas son del autor). Pero esto no refiere solo a la época actual: Longoni y Mistan (2000) plantean que la autonomía del campo artístico se evidenció como condición incumplida en momentos de radicalización y enfrentamiento político. Recordemos entonces que el ideal de autonomía se trata precisamente de eso, de un ideal, que ha sido naturalizado pero es producto de un contexto y un proceso histórico bien específico (Bourdieu, 2003). Efectivamente, el carácter socialmente constituido de los significados atribuidos al arte, tales como el de autonomía, dan cuenta de su imbricación en el conjunto sociocultural del que es parte. Jugando con este imaginario y cuestionándolo, Vich (2014) propone “desculturizar la cultura”, es decir, sacar a la cultura de ese supuesto lugar de autonomía para posicionarla como recurso para la transformación social.

Finalmente, un tópico realmente central a la hora de explorar los enfoques sociopolíticos del arte es el de las diversas concepciones de la cultura como recurso y las críticas a la instrumentalidad de las políticas culturales. Distintos autores explican cómo en los neoliberales años ochenta y noventa, tanto en Europa como en Latinoamérica (por supuesto con fuertes diferencias regionales) las políticas culturales,[4] usualmente con menos peso que otras políticas públicas, emplearon estrategias para recibir fondos vinculadas a la atención de prioridades de otras áreas como las de salud, educación, medio ambiente, seguridad, etc. (Barbieri, Partal y Merino, 2011; Belfiore, 2002 y 2006; Infantino, 2019). Esto ha llevado a que se hablara –y criticara en numerosas ocasiones– de la instrumentalidad de las políticas culturales[5] (Barbieri, Partal y Merino, 2011; Belfiore, 2002), de policy attachment (Belfiore, 2006), o de la cultura como “recurso” (Yúdice, 2002). Si bien ciertas prácticas culturales pueden sin duda contribuir a diversos aspectos de la vida social, a veces parecen olvidarse los derechos culturales en sí mismos. Esto no es ajeno al hecho de que, como observa Raggio (2013), el reconocimiento de los derechos culturales es un campo aún en disputa tanto en cuanto al contenido de dichos derechos, como respecto a la misma posibilidad de que ese reconocimiento se realice efectivamente. De acuerdo con Barbieri, Partal y Merino (2011: 484), “eso comporta que, en lugar de debatir sobre qué y cómo hacen su tarea, las organizaciones e instituciones culturales necesitan demostrar de qué manera han contribuido a resolver las problemáticas instaladas en las agendas políticas más amplias, como, por ejemplo, la prevención del delito o el fracaso escolar”. Coincidimos entonces con la advertencia de Roitter (2009) en cuanto a las limitaciones que genera esta “razón instrumental” que, por considerar a las prácticas artísticas como medios para lograr un “fin superior”, olvidan que la posibilidad de acceder y disfrutar de las expresiones artísticas es un derecho: “se corre el riesgo de mistificar su potencial y reducir su contenido a meros instrumentos, en vez de resaltar como su principal atributo el orientarse a la lógica del acceso y el disfrute de experiencias artísticas enriquecedoras, inspiradas en la efectiva vigencia y ampliación de derechos de ciudadanía” (Roitter, 2009: 3).

Pese a estas alertas ante la instrumentalidad de las políticas culturales (y de las artes específicamente), o de la mano de ellas, hay muy interesantes propuestas que efectivamente proponen pensar a la cultura como recurso para la transformación social. Como observa Yúdice (2002), hace unas décadas se fue instalando la idea de cultura como recurso para atender a problemas de orden económico, político o social. Retomando esta concepción, Vich argumenta convincentemente que la cultura, en tanto dispositivo que construye y sostiene realidades (produce sujetos y relaciones sociales), también (y por eso mismo) debe ser empleada como recurso para la transformación social. Las políticas culturales, explica el autor, tienen la labor de abrir espacios de participación popular, producir nuevas representaciones que permitan visualizar las diferentes identidades y fomentar la producción y circulación cultural, en pos de construir mayor ciudadanía, una sociedad más democrática y relaciones sociales más justas.

Podemos entonces distinguir, junto con Infantino (2019), entre una concepción de cultura como recurso en un sentido neoliberal, en términos de asistencialismo y prevención, y una acepción de cultura como recurso para la transformación, emancipación, participación y autonomía, en el marco de un modelo democrático-participativo. En la primera perspectiva se sitúan aquellas políticas focalizadas de asistencia social que dejan en manos de las personas en situación de vulnerabilidad la responsabilidad de “reinventarse” y adquirir las habilidades necesarias para sobrevivir en un contexto de suma desigualdad, sin dar cuenta de la ausencia de derechos (educativos, culturales, laborales, sociales) de la que parten. Estas acciones, como dice Svampa (2003: 9), proponen integrar “al excluido en tanto excluido”. En la segunda línea, por el contrario, hallamos variadas propuestas creativas potencialmente transformadoras. En efecto, Infantino (2019, 2020) relata cómo a partir de los años 2000 en América Latina se fue fortaleciendo la noción de derechos culturales, la búsqueda de democracia cultural participativa y la conceptualización ampliada y diversa tanto de lo artístico como de lo cultural en general. Conviviendo entonces con la perspectiva meramente instrumental, este paradigma que instaló la importancia del arte como derecho (más que como solución a problemas socioeconómicos), permitió pensar otros roles del arte, de los/as artistas y del Estado. Diversos colectivos artísticos, entonces, se movilizaron hacia demandas por políticas culturales participativas e inclusivas, siendo que “la apelación a la cultura como derecho implicó ciertos espacios para disputar esos usos meramente instrumentales/utilitarios” (Infantino, 2020; 21).

Buscando entonces problematizar la dimensión política del arte y teniendo en cuenta que vivimos en un sistema profundamente desigual, cabe preguntarse: ¿cómo se conjugan los colectivos que buscan enfrentar prácticas individualistas y excluyentes? ¿Qué herramientas emplean? ¿Qué prácticas hegemónicas reproducen y/o cuestionan? ¿Cómo se despliegan las tensiones de las manifestaciones colectivas en un contexto en el que afloran con fuerza los individualismos? ¿Qué acciones transformadoras se pueden generar desde las prácticas artísticas? ¿Cuáles son sus posibilidades y límites? ¿Cómo se conjugan y tensionan las dinámicas hegemónicas con otras que buscan trastocar lo establecido? ¿Cómo evaluar los efectos de las prácticas artísticas entre sus participantes y en las comunidades en las que se desarrollan?

A partir de estas preguntas, y buscando poner en diálogo perspectivas y prácticas diversas, en este Dossier hemos convocado a investigaciones inscriptas en distintas áreas y perspectivas, que problematizan diversas relaciones entre las manifestaciones artísticas y las políticas.

El artículo de Paula Vilas se titula “De la letra a la voz y sus trenzados. María Elena Walsh: seis generaciones cantando”. Allí se presenta a la artista más allá de su conocido rol de escritora, focalizando en su rol “como cantora-contadora, como poeta de la voz de la tierra de uno”, en sus vínculos con Leda Valladares y en la vigencia de sus canciones infantiles. Desde las reflexiones sobre María Elena Walsh y en diálogo con ella, al repasar su inmersión en las vocalidades del noroeste argentino (NOA) Vilas abre diversos interrogantes relevantes en cuanto a las temáticas que aquí estamos discutiendo, tales como las de la colonialidad del saber y el sentir, la desvalorización de la música infantil, el reconocimiento de las vocalidades del NOA (o indígenas en general) en la construcción de la identidad nacional, la coherencia y las inconsistencias entre letras y sonoridades, las diferencias entre ex-propiación y a-propiación, y la importancia de la creatividad frente a la sumisión. Y, en este recorrido, señala la transgeneracionalidad y la vigencia de más de sesenta años de sus canciones para las infancias. Nos interesa remarcar que esta contribución hace referencia a la concepción del arte-transformador, retomando aspectos de la educación por el arte y su potencial para desarrollar la creatividad, y para crear y recrear nuevos horizontes.

A continuación, el trabajo realizado por Martín Kiperman se titula “Memorias interpelantes: un análisis de las viñetas humorísticas de la estación de subte Pasteur-AMIA”. Allí, el autor analiza siete viñetas humorísticas de la estación Pasteur-AMIA de la línea B de subte en la ciudad de Buenos Aires y señala que, mediante intervenciones artísticas como murales, dibujos y fotografías (que ilustran la conmemoración al atentado a la Asociación Mutual Israelita Argentina –AMIA–) de diferentes artistas de reconocida trayectoria, la estación misma se convierte en “una instancia de lucha contra el olvido”. Según se explica en el artículo, las viñetas interpelan “desde referencias a la experiencia traumática del pasado y la traen al presente de forma creativa”. En efecto, las viñetas no solo denuncian la impunidad de los responsables del atentado a la AMIA y la situación identitaria de los judeoargentinos, sino que también ilustran la convivencia colectiva con la impunidad y contribuyen al reclamo colectivo por memoria y justicia. Cabe aclarar, junto con Kiperman, que las reacciones de la comunidad judía lejos están de ser homogéneas, pues si bien hay amplios sectores que se sienten representados con la intervención artística, según algunos grupos no ayuda al pedido de justicia (o solo responde a intereses electorales del gobierno de turno). Este artículo, entre otras cosas, nos permite poner el foco en el rol de las prácticas artísticas en la reelaboración de la memoria, así como en los posicionamientos ante las experiencias colectivas.

Luego se presenta el artículo “‘Nos fuimos a Colombia’: organización, articulaciones y trayectoria grupal musical de la Orquesta Latinoamericana Casita de Los Pibes (La Plata, Buenos Aires)”, en el que Candela Barriach analiza el viaje a Colombia que realizó la Orquesta Latinoamericana Casita de Los Pibes en el marco de un festival en 2019. Esta orquesta se desarrolla a partir de la articulación entre una organización social y el Programa Social Andrés Chazarreta. Haciendo foco en dicho suceso, la autora aborda cómo este programa se despliega en el territorio y, a su vez, analiza la conmoción que el evento generó a nivel local. Este evento implicó que diez jóvenes del barrio Villa Elvira (ciudad de La Plata, Buenos Aires) viajaran para tocar y mostrar su música, pero, además, significó que por primera vez se subieran a un avión. A su vez, el viaje al exterior colocó a la orquesta en un lugar de reconocimiento y en una posición más favorable para acceder a diversos recursos. La autora señala que el viaje fue posible en un contexto en el que se multiplicaron los recursos y se favoreció el reconocimiento de una política pública cultural interesada en trabajar con niños/as, adolescentes y jóvenes de sectores vulnerables. En línea con las temáticas que hemos propuesto en este dossier, es interesante ver el potencial que tienen programas como el Andrés Chazarreta para desestabilizar el orden simbólico que favorece relaciones de desigualdad y exclusión.

Hemos repasado algunos abordajes sobre experiencias de prácticas artísticas que apuntan a enfrentar procesos excluyentes, revertir desigualdades, cuestionar jerarquías, restituir derechos y denunciar injusticias. Vemos también que estas acciones se pueden desarrollar tanto desde la militancia explícita como desde contenidos que contribuyen a desestabilizar los discursos hegemónicos. Los trabajos reunidos en este Dossier dan cuenta de la variedad de temáticas artísticas y abordajes conceptuales que se despliegan en este universo de prácticas, experiencias y reflexiones. Concluyendo esta presentación, nos interesa remarcar la riqueza y diversidad de maneras posibles de pensar a las manifestaciones artísticas y de actuar desde ellas.

 

 

Referencias bibliográficas

 

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[1] Para un estado del arte de algunas de estas discusiones, sugerimos ver Cibea et al. (2019) y Pérez Rubio (2006).

[2] Hay también diversas críticas al concepto de exclusión, de las que emergen sugerentes propuestas teóricas, como las de Castel (1997), Karsz (2004) o Autes (2004).

[3] Para una historización de la aparición de lo político en el arte en nuestro país, sugerimos ver Giunta (2001).

[4] Entendemos aquí a las políticas culturales como intervenciones orientadoras del desarrollo simbólico de una sociedad (Bayardo, 2000). De acuerdo con Néstor García Canclini (1987: 26), las políticas culturales consisten en “el conjunto de intervenciones realizadas por el Estado, las instituciones civiles y los grupos comunitarios organizados a fin de orientar el desarrollo simbólico, satisfacer las necesidades culturales de la población y obtener consenso para un tipo de orden o de transformación social”. Establecidas desde los años setenta como ámbitos específicos de intervención política, involucran las acciones de distintos agentes sociales que, en condiciones desiguales, apelan a la cultura bajo diferentes sentidos (Crespo, Morel y Ondelj, 2015).

[5] De acuerdo con la visión instrumental de las políticas culturales, “el gasto público en las artes está justificado en términos de una ‘inversión’ que va a traer cambios sociales positivos y va a contribuir a aliviar la exclusión social en áreas del país que sufren desventajas” (Belfiore, 2002, la traducción es nuestra).