¿Explotará el cerebro de las madres trabajadoras?

El nuevo género del neurosexismo popular1



Cordelia Fine
Centre for Applied Philosophy and Public Ethics (School of Philosophy, University of Melbourne), Australia
ORCID: 0000-0002-6756-1668 | cfine@unimelb.edu.au

Renata Prati
Universidad de Buenos Aires/CONICET, Argentina
ORCID: 0000-0002-2725-3206 | rprati@filo.uba.ar


Palabras clave
diferencias de género | neurociencias | divulgación científica


Recibido: 16 de agosto de 2023. Aceptado: 29 de agosto de 2023.


Resumen

Recientemente, varios libros de divulgación sobre las diferencias de género han recurrido a la literatura neurocientífica para respaldar la afirmación de que ciertas diferencias psicológicas entre los sexos son parte de nuestro “cableado” cerebral. Este artículo subraya algunas de las implicaciones éticas que surgen de los errores tanto fácticos como conceptuales propagados por tales libros.

Abstract

A number of recent popular books about gender differences have drawn on the neuroscientific literature to support the claim that certain psychological differences between the sexes are “hard-wired”. This article highlights some of the ethical implications that arise from both factual and conceptual errors propagated by such books.

Keywords

gender difference | neuroscience | popular science


Les presento a Sarah.

Sarah puede “identificar y anticipar lo que [su marido] siente, a menudo antes de que él mismo lo sepa” (Brizendine, 2008: 165, trad. mod.). Como el mago que sabe que elegirás el siete de diamantes incluso antes de que la carta abandone el mazo, Sarah puede sorprender a su marido a voluntad, gracias a su afortunado talento para saber lo que él está sintiendo incluso antes de que lo sienta. (¡Ta-rán! ¿Esta es tu emoción?). Sarah no es una vidente de feria ni la propietaria algo irresponsable de una máquina futurista que interpreta ondas cerebrales. Es simplemente una mujer que disfruta del don milagroso de leer mentes que, aparentemente, le ha sido otorgado a todas las dueñas de cerebros femeninos:

El cerebro femenino de Sarah es una máquina emocional de alto rendimiento; que maniobra como un F15, montada para el seguimiento minuto a minuto de las señales no verbales de los sentimientos ajenos más íntimos. (2008: 166-167)

Sarah es solo uno de los muchos personajes curiosos que pueblan la divulgación científica sobre género. Se la puede encontrar en El cerebro femenino, de Louann Brizendine, uno de los varios e influyentes libros recientes que defienden que hay diferencias fundamentales, parte de nuestro “cableado” cerebral, entre las psicologías masculina y femenina.

Por desgracia, el rigor científico y el sentido común son víctimas corrientes en la carrera desbocada para darle al viejo sexismo las vestiduras respetables del lenguaje neurocientífico autorizado (Fine, 2007; Rivers y Barnett, 2007). Mark Liberman, cuyo sitio web Language Log ofrece críticas ácidas y meticulosas de afirmaciones pseudocientíficas sobre las diferencias de género, ha descrito el uso de la literatura neurocientífica por parte de algunes autores populares como “escandalosamente descuidado, tendencioso e incluso deshonesto. La sobreinterpretación y la malinterpretación de la investigación científica son tan extremas que se vuelven una forma de invención” (Liberman, 2007).

Además, con la idea pegadiza del “cableado” viene una insistencia extraordinaria en ubicar las presiones sociales en el cerebro. En El cerebro femenino, por ejemplo, la madre trabajadora se entera de que está luchando contra “el cableado natural de nuestros cerebros femeninos y nuestra realidad biológica” (2008: 218, trad. mod.). Según Brizendine, combinar la maternidad con una carrera profesional provoca un estado de guerra neurológica, “una lucha dura y prolongada por efecto de la sobrecarga de los circuitos cerebrales” (215). Los circuitos profesionales y los maternales compiten, produciendo “un aumento del estrés y la angustia, y una mengua de la capacidad cerebral para enfrentar el trabajo y el cuidado de los hijos” (159). Pero Brizendine promete a sus lectoras que “comprender nuestra biología innata nos empodera para planear mejor nuestro futuro” (215, trad. mod.). Quizá a algunes lectores les sorprenda enterarse de que la solución para el estrés y la ansiedad de las madres no pasa por mejorar las condiciones de los espacios de trabajo, y que padres que busquen a sus hijes por el jardín, preparen viandas, se queden en casa cuando se enferman, se levanten a la noche cuando el bebé se despierta, compren los regalos de cumpleaños o llamen al pediatra en su hora de almuerzo no son el tónico obvio para mejorar la “capacidad cerebral” materna. No, lo que realmente ayudará a la madre trabajadora es comprender el cableado del cerebro femenino. (Como era de prever, Brizendine nunca siquiera se acerca a la posibilidad de que la sobrecableada madre trabajadora considere el antídoto más simple a los efectos adversos de ir contra su “cableado natural”: esto es, darle a su compañero una buena patada en la neurológica parte de atrás).

¿Cómo explicarnos el éxito y el atractivo de este nuevo neurosexismo? La mayor parte del público lego, por supuesto, no tiene ni la formación ni los recursos para poner en cuestión las muchas afirmaciones imprecisas y engañosas que se hacen sobre las diferencias de género en el cerebro. También está lo que estudios recientes han llamado el “encanto seductor” de las explicaciones neurocientíficas (Weisberg et al., 2008). La capacidad de identificar el carácter insatisfactorio de explicaciones psicológicas circulares se ve significativamente reducida cuando se incorporan términos grandilocuentes tomados de las neurociencias.

Pero esto, seguramente, no puede agotar el problema. La contratapa de la edición británica de El cerebro femenino promete explicar por qué “un hombre no parece capaz de identificar una emoción salvo que alguien llore o amenace con lastimarlo” (Brizendine, 2007). Si se tratara de cualquier otro libro con cualquier otra afirmación tan inusual (una guía sobre mascotas, digamos, que prometiera explicarnos por qué los gatos no pueden trepar árboles), no dudaríamos un segundo en abandonarlo e ir en busca de un texto más confiable. Pero El cerebro femenino es un best-seller del New York Times, se ha traducido a veintiún idiomas, ha aparecido en diarios, revistas y programas de televisión de todo el mundo. ¿Dónde radica, exactamente, el poder de los estereotipos de género disfrazados de neurociencia? En los hombres, la perpetuación de la idea de que les faltan las habilidades empáticas que las mujeres tienen cableadas en el cerebro es un precio modesto que pagar por la libertad de arrogarse capacidades psicológicas más valoradas y potencialmente redituables. Según La gran diferencia, otro libro popular sobre el tema, el “cerebro femenino está predominantemente cableado para la empatía. El cerebro masculino está predominantemente cableado para entender y construir sistemas” (Baron-Cohen, 2005: 15, trad. mod.). Como nota Neil Levy, esto se traduce en la idea de que “en promedio, el mejor uso que las mujeres pueden darle a su inteligencia es hacer sentir cómodas a las personas, mientras que los hombres se ocupan de entender el mundo y construir y reparar las cosas que necesitamos que lo pueblen” (2004: 319-320). Levy agrega: “Esta no es una buena base para la igualdad. No es casual no haya un Premio Nobel por hacer que la gente se sienta incluida” (2004: 323).

En las mujeres, una explicación posible para el atractivo del neurosexismo radica en un motivo paliativo de justificación sistémica, “por el cual la gente justifica y racionaliza el modo de ser de las cosas, de modo que los arreglos sociales existentes se perciben como justos y legítimos, quizás incluso naturales e inevitables” (Jost y Hunyady, 2002: 119). Jost y sus colegas han observado que los grupos de estratos sociales inferiores tienen una capacidad notable para racionalizar lo que va en contra de sus intereses, internalizar estereotipos limitantes y percibir como legítimas las mismas desigualdades que los lastiman (ver, por ejemplo, Jost et al., 2004; Jost y Hunyady 2002). Si una madre agotada puede decirse a sí misma que son sus poderes para la empatía femenina, que lleva cableados en el cerebro, los que le permiten intuir mejor que nadie que el bebé –malhumorado y con la cara roja– quiere bajarse de la sillita, entonces no necesita sentirse mal ni enojarse por ser la única que parece notarlo. Si puede tomarse en serio la afirmación de Brizendine de que es solo cuando les hijes se van de casa que “los circuitos del cerebro de mamá quedan finalmente libres para dedicarse a nuevas tareas, nuevos pensamientos, nuevas ideas” (2008: 196), tal vez resienta menos que la autonomía para desarrollarse profesionalmente, una libertad que su compañero sigue dando por sentada, ya no se le extienda a ella.

De forma similar, Shannon Davis (2007) ha sugerido hace poco que quizá las actitudes vinculadas a los roles de género se acomoden a la vida, y no al revés. Su estudio longitudinal de la ideología de género encontró que les adultes jóvenes tienden a abandonar sus creencias igualitarias luego de tener hijes, pero solo cuando la procreación ocurre en el momento normativo, lo que sugiere que no es per se la experiencia de tener hijes lo que causa el cambio en la ideología de género. Más bien, parece haber algo especial en el hecho de asumir un rol adulto culturalmente recargado. Davis se pregunta: ¿es “porque hay pocas estructuras de apoyo para los matrimonios y prácticas de crianza igualitarios que los individuos las abandonan y, como reflejo de sus nuevos intereses, cambian su estructura de creencias para reducir la disonancia cognitiva?” (2007: 1037). Y como lo notó Deborah Cameron en su famosa crítica The Myth of Mars and Venus, la consecuencia –y quizá también el atractivo– de la idea de diferencias “atemporales, naturales e inevitables” entre los sexos es que “nos impide pensar sobre arreglos sociales que tal vez funcionen mejor que los actuales en una sociedad que ya no pueda operar con los viejos supuestos acerca de los hombres y las mujeres” (2007: 177). El neurosexismo popular nos permite relajarnos, acomodándonos en sus explicaciones aparentemente transparentes para nuestra estructura social y nuestras vidas personales. La respuesta “¡Ah, era el cerebro!” ofrece una justificación prolija para aceptar con la conciencia limpia el statu quo.

Por el momento podemos solo especular acerca de los efectos enervantes de la divulgación científica sobre la frecuencia masculina del cambio de pañales, o sobre las rutinas femeninas de dejar el inodoro sucio para que lo limpien otres. Sin embargo, hay evidencias de que los relatos de género que enfatizan factores biológicos nos predisponen a estar de acuerdo con estereotipos de género, a estereotiparnos a nosotres mismes, y a que nuestro desempeño se adecúe a los estereotipos (ver, por ejemplo, Brescoll y LaFrance, 2004; Coleman y Hong, 2008; Dar-Nimrod y Heine, 2006). Más aún, otros aportes de la psicología social han mostrado que presentar tareas emocionales o cognitivas de modos que las hacen parecer indicativas del género tiende a montar una profecía autocumplida (por ejemplo, Bonnot y Croizet, 2007; Koenig y Eagly, 2005; Klein y Hodges, 2001; Spencer et al., 1999; Vick et al., 2008; Walton y Cohen, 2003; Wraga et al., 2007). Este tipo de investigaciones enfatiza que:

la psique […] no es una entidad discreta metida en el cerebro. Más bien, es una estructura de procesos psicológicos moldeados por, y por lo tanto íntimamente sintonizados con, la cultura que los rodea […] la mente no puede entenderse sin hacer referencia al entorno sociocultural al que se adapta y sintoniza. (Kitayama y Cohen, 2007: xiii)

Esta observación clave es lo que suelen ignorar los relatos populares sobre el “cableado” de género.

Mark Liberman sugirió que las “apelaciones engañosas a la autoridad del ‘estudio del cerebro’ se han convertido en el equivalente moderno de los fragmentos de las escrituras fuera de contexto” (2007). Observando, junto con Rivers y Barnett (2007), que los “datos” neurocientíficos infundados acerca de las diferencias de género ya están impactando, por ejemplo, en las políticas educativas, Liberman argumentó que el periodismo tiene la responsabilidad crucial de corroborar las afirmaciones neurocientíficas. La necesidad de que el periodismo asuma esta responsabilidad adquiere una relevancia extra cuando consideramos nuestra sensibilidad a las malas explicaciones neurocientíficas, junto con la manera en que los relatos biológicos del género, y los estereotipos sobre la oposición entre capacidades masculinas y femeninas que promueven, son capaces de alterar ostensiblemente nuestras creencias, identidades y capacidades.

Por último, claro, tampoco olvidemos el factor de la vergüenza pura y dura. En el siglo XIX, el exitoso libro Sex in Education (con un subtítulo en retrospectiva algo irónico sobre la chance más justa para las chicas) argumentaba que la educación era selectivamente peligrosa para las niñas y mujeres jóvenes. Su autor, el profesor de Harvard Edward Clarke, proponía que el esfuerzo intelectual provocaba una corriente perniciosa de energía desde los ovarios hacia el cerebro, capaz de causar infertilidad y otros graves problemas médicos. Hoy, desde la ventaja de nuestro punto de vista moderno, podemos reírnos de la obviedad y crudeza de los prejuicios de los que surge la hipótesis; como ironizó al respecto el biólogo Richard Lewontin (2001): “Los testículos, aparentemente, tenían sus propias fuentes de energía”.

Pero, con todo, no parece que tengamos muchas razones para la complacencia. ¿Queremos que las futuras generaciones se rían, con indignación y sorpresa, de nuestros toscos intentos por ubicar las presiones sociales en el cerebro? (¡Acá está, Michael! Por fin encontré el elusivo “circuito maternal” humano. ¿Ves cómo desplaza a los circuitos para el desarrollo profesional, la ambición y el pensamiento original?). La opinión médica decimonónica mantenía que las chicas que se sobrecargaban el cerebro quizá nunca se reproducirían. El neurosexismo del siglo XXI advierte que las mujeres que se reproducen se arriesgan a sobrecargarse los cerebros. Tal vez, en relación a lo que hubieran deseado tantas madres trabajadoras, el progreso se ha quedado más bien corto.


REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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  1.  Traducción del artículo de Cordelia Fine a cargo de Renata Prati. Publicación original: Fine, C. (2008). Will Working Mothers’ Brains Explode? The Popular New Genre of Neurosexism. Neuroethics 1, 69-72. Recuperada de https://link.springer.com/article/10.1007/s12152-007-9004-2#Bib1↩︎