¿Qué diría la depresión si le hiciéramos preguntas más interesantes?


Renata Prati
Universidad de Buenos Aires/CONICET, Argentina
ORCID: 0000-0002-2725-3206 | rprati@filo.uba.ar


Palabras clave
malestar | biología | psiquiatría | antidepresivos | ciencia


Recibido: 20 de agosto de 2023. Aceptado: 19 de septiembre de 2023.


Resumen

El objetivo de este trabajo es explorar ciertas historias que la tecnociencia ha instalado en torno a nuestros malestares. En el desplazamiento desde la melancolía antigua hacia el concepto contemporáneo de depresión como idioma dominante para el malestar, se produjo una creciente biologización de los sentimientos negativos. En la primera mitad del artículo, se repasan los principales hitos, implicancias y consecuencias de este proceso. En la segunda, el motivo de la biologización de los sentimientos negativos ofrece un terreno fértil para dar una discusión epistemológica acerca de cómo deberían abordarse, desde las humanidades y las ciencias sociales, los asuntos planteados por las ciencias de la vida. Retomando discusiones del giro afectivo y los nuevos materialismos, este trabajo recurre finalmente a la epistemología política de Vinciane Despret, entre otras filósofas feministas de la ciencia, para bosquejar una salida al impasse.

Abstract

The aim of this paper is to explore some of the stories told by technoscience about our feelings of distress. In the shift from an ancient, humoral melancholy to the contemporary concept of depression as the dominant language for negative feelings, a growing biologization of negative feelings has taken place. In the first half of the paper, I review some important turning points, implications, and consequences of this process. In the second half, I turn to a crucial epistemological discussion related to this biologization: how should the humanities and social sciences address the questions posed by the life sciences? Finally, drawing on debates within the affective turn and new materialisms, I take up the political epistemology of Vinciane Despret, among other feminist philosophers of science, to briefly outline a way out of the impasse.

Keywords

Distress | biology | psychiatry | antidepressants | science


“Como la pena: ¿qué sería sin sus lágrimas,
sus sollozos, su asfixia del corazón,
su punzada en el pecho?
Un saber carente de sentimiento
sobre ciertas circunstancias deplorables, y nada más”.
William James (1884: 194)

“Un conocimiento ‘desapasionado’ no nos da un mundo más objetivo;
solo nos da un mundo ‘sin nosotres’ […],
un mundo pobre en articulaciones (y pobre para articular)”.
Vinciane Despret (2004b: 131)


En 1977, con un artículo breve en Nature, un equipo de investigadores franceses encabezades por Roger D. Porsolt anunció un nuevo modelo animal “sensible al tratamiento con antidepresivos” (1977: 730). Inspirado en las hipótesis de Martin Seligman, el protocolo pasaría a ser conocido como prueba de nado forzado o test de Porsolt, y fue durante décadas uno de los más utilizados en la investigación científica sobre la depresión y sus tratamientos.1 Consiste en ubicar a un roedor en un tanque con agua en el que no llega a hacer pie, y del que es imposible escaparse; típicamente, el animal intentará escapar de todos modos, y lo que se mide es el tiempo que tarda en rendirse. “Creemos que esta inmovilidad conductual característica y fácilmente identificable indica un estado de desesperanza en que la rata ha aprendido que es imposible escapar y se resigna a las condiciones del experimento”, explicaban Porsolt y sus colegas (1977: 730-732). Se supone que una rata “deprimida” se rendirá antes que una feliz: es en esa diferencia, medible con un simple cronómetro, donde puede observarse el efecto de los medicamentos. En el primer experimento con el modelo, el equipo de Porsolt encontró que “todos los antidepresivos probados, así como el electroshock, disminuyeron significativamente la inmovilidad” (1977: 732).

Desde el anuncio de Porsolt, incontables roedores han sido sometidos al test de nado forzado. Digo incontables roedores no solo para enfatizar que fueron muchos, muchísimos, sino que uso la palabra en su sentido más literal: son imposibles de contar porque los animales de laboratorio son el epítome de la vida sacrificable y, como tales, son absolutamente prescindibles e intercambiables. Cada rata de laboratorio es siempre, debe ser, una y otra vez la misma rata. La historia de la investigación científica sobre la depresión está poblada de animales, como lo está en verdad la historia de las neurociencias y de las ciencias de la vida en general (Rose y Abi-Rached, 2013: 82), pero este hecho suele quedar invisibilizado, o simplemente olvidado. Podría haber elegido muchos otros animales para esta escena de apertura: los perros de Martin Seligman, sometidos a descargas eléctricas en el desarrollo de su hipótesis sobre la depresión como indefensión aprendida; los macacos rhesus de Harry Harlow, separados de sus madres para demostrar lo que siempre supimos, que los infantes mamíferos necesitan calor y contacto (Despret, 2018: 159-160); los cerdos del matadero de Roma que sirvieron de inspiración a Ugo Cerletti y su equipo en la invención del electroshock (Shorter y Healy, 2007: 36). Tal vez, si hubiera optado por alguna de esas alternativas, parte de la dificultad y la ambivalencia de esta escena de apertura hubieran quedado mitigadas: en general nos resulta más fácil empatizar con perros y monos que con ratas de laboratorio. Lo admitía el propio Porsolt: cuando le acercaron los artículos de Seligman, no estaba “muy entusiasmado, ya que amo a los perros (tengo tres)” (1993). Aunque pensar en ratas es incómodo, esa misma distancia y rechazo que nos generan hicieron de las ratas la vía elegida por la tecnociencia de fines del siglo XX para desembarazarse de la incomodidad.

El objetivo de este trabajo es explorar, sin esquivar la incomodidad, algunas de las historias que la tecnociencia ha instalado en torno a nuestros malestares, esos que, en buena medida bajo su influjo, hoy tendemos a llamar “depresión”. Este nombre es mucho más reciente de lo que solemos percatarnos: si últimamente la depresión parece estar por todas partes, definida como un trastorno mental “frecuente” (OMS, 2021), hasta bien entrado el siglo XX la palabra evocaba ante todo períodos de recesión económica y, durante el grueso de la historia occidental, la tristeza profunda y desmesurada que hoy en general llamamos “depresión” era nombrada, comprendida y experimentada desde el marco humoral de la melancolía (Jackson, 1989; Sadowsky, 2021). Ahora bien, aunque en ciertos sentidos, no exentos de debates, la depresión es la heredera de la melancolía antigua, esto no debería opacar las diferencias profundas entre las dos. La escena de las ratas de laboratorio ofrece una pista muy clara para resaltarlas: a diferencia de la melancolía, la depresión sí parece ser algo que compartimos con los otros animales.

Difícilmente se nos ocurriría hablar de ratas melancólicas. En la economía de sentidos contemporánea, “melancolía” remite a una experiencia emocional compleja y profunda, arrastra historias y connotaciones distinguidas. La depresión, en cambio, se ubica “muy cerca de la fisiología” (Marina y López Penas, 1999: 271), y alude así a algo que en principio podemos compartir con otros animales. Es decir, sí es concebible hablar de depresión (o “comportamientos de tipo depresivo”, más bien, en la jerga técnica) en un animal: este supuesto está en la base misma de todo el desarrollo de medicamentos antidepresivos, que también se comercializan para usos veterinarios. Marcada por su estirpe aristotélica, saturnina y freudiana, la melancolía nos distingue en cuanto seres humanos, mientras que la depresión delata nuestra encarnación y nuestro parentesco evolutivo. Si los animales no humanos también pueden deprimirse, es decir, si esa frase tiene sentido hoy, es porque hemos llegado a entender que también en los animales humanos algo crucial de la depresión se juega en el cuerpo.

En el ascenso de la depresión como idioma dominante para dar sentido a buena parte de nuestros malestares, entonces, se produjo una creciente biologización de los sentimientos negativos: ese es el tema principal de este artículo. En el primer apartado, me ocupo de rastrear someramente algunos hitos históricos de este proceso de biologización; en el segundo, discuto algunas de sus implicancias y consecuencias negativas. En efecto, biologizar el malestar en el paradigma de la depresión conllevó en buena medida una interiorización, una reificación y una devaluación de los sentimientos de malestar: cuando la depresión es solo producto de un defecto o una falla en la biología individual, el problema queda ubicado adentro de la persona, cortado de sus sentidos y mensajes sobre el mundo, reducido a algo pura y netamente negativo.

Pero, además, la biologización del malestar ofrece un terreno fértil para volver sobre una discusión epistemológica fundamental: la pregunta acerca de cómo deberían abordarse, desde las humanidades y las ciencias sociales, los asuntos planteados por las ciencias de la vida. El tercer apartado del trabajo se dedica a estas discusiones, enmarcándolas en la dicotomía planteada por el giro afectivo y los nuevos materialismos entre actitudes paranoicas y reparadoras y bosquejando una salida a este impasse de la mano de ciertos aportes de la filósofa belga Vinciane Despret. Esta apuesta se extiende hacia el cuarto apartado, donde, a modo de cierre y observaciones finales, ensayo algunas respuestas a la pregunta que encabeza el artículo. Esta pregunta –¿qué diría la depresión…?– es un juego, una continuación y un homenaje al pensamiento de Despret, el compañero teórico fundamental de todo este trabajo, en particular a la pregunta que da título a uno de sus libros (2018) y que, como sugeriré hacia el final, condensa bien el impulso y la riqueza distintivos de su modo de filosofar.

EL GRAN ENCIERRO

La traducción al español lo hace menos evidente, pero la campana de cristal del título de la novela de Sylvia Plath nombra un objeto muy similar a la cámara de cristal que formaba parte de la bomba de vacío de Robert Boyle. Según el Merriam Webster, bell jar es “un recipiente, con forma acampanada y generalmente de vidrio, diseñado para cubrir objetos o para contener gases o vacío”; en esta definición, las campanas de cristal pertenecen a dos espacios: el entorno doméstico, femenino, y el entorno ante todo masculino de la experimentación científica. La imagen es engañosamente simple, disimuladamente extraña, y por eso tal vez es tan original y poderosa: se aprovecha del objeto cotidiano, doméstico, fácil de imaginar, para convocar la imagen más intrincada de un artefacto científico, algo que poca gente ha visto o sabe siquiera que existe, capaz de atrapar algo tan inasible como el vacío.2

La forma acampanada y la transparencia del cristal no son lo único que tienen en común esos recipientes: en ambos casos es decisiva su capacidad de asfixiar, junto con la sugerencia de que esa capacidad depende de un poder de aislamiento absoluto. En la novela, Esther cuenta cómo baja sobre ella la campana de cristal, cómo el aire se espesa a su alrededor y la deja inmóvil, “guisándome en mi propio aire viciado” (Plath, 2019: 204, tr. mod.). La calidad del aire, su enrarecimiento, incluso su falta, destacan en las breves y precisas descripciones de Plath; para Al Alvarez, la depresión de Plath es “un mundo cerrado, concentrado, sin aire ni salidas” (2021: 293, tr. mod.). Sin salidas ni escapatoria, como los perros de Seligman o las ratas en el test de Porsolt; sin aire, como los pájaros en la bomba de Boyle. Dentro de la campana de cristal, dentro del artefacto de Boyle, el mundo no es el mismo que afuera, sino que hay una discontinuidad radical: de ahí la falta de aire, el vacío, que desespera a Esther y que mata a los animales de Boyle, para indignación de las damas y satisfacción de los científicos, testigos pretendidamente modestos (ver Haraway, 2021: 111).

En esta discontinuidad hermética han insistido por lo general quienes retoman la metáfora de Plath para pensar la depresión como un mundo aparte, perturbado. El fenomenólogo Matthew Ratcliffe, por ejemplo, recurre a la novela de Plath para defender su argumento del “mundo de la depresión” como un mundo separado, distinto del mundo normal o sano, y caracteriza la depresión como “una alteración del mundo” (2015: 14), un cambio en las estructuras subjetivas de la percepción del mundo y la relación con él. La sensación de aislamiento que caracteriza la experiencia de la depresión, en el de Plath como en muchos otros relatos, se encadena con un aislamiento real, una desconexión radical y, así, el malestar se ubica bien adentro del individuo, en un quiebre endógeno de su funcionamiento.3

Pero el vacío de la depresión es tan producido como el vacío de Boyle. Ambos tienen lugar en un contexto social, atravesado por la historia, las relaciones de poder, el peso de las tradiciones y los prejuicios. Hay una maniobra velada en argumentos como el de Ratcliffe, por la que se hace de la relación entre el sujeto y el mundo un problema unidireccional, un problema del sujeto con el mundo, en fin, un problema que se origina adentro del sujeto, no en el mundo. Sin embargo, la relación del sujeto y el mundo no puede pensarse nunca de forma unidireccional, como si la forma y el estado del mundo común no tuvieran ningún impacto sobre las posibilidades que se le abren o se le cierran a cada cual, no contribuyeran a moldear ese aislamiento, esa campana de cristal. Aunque fenomenólogos como Ratcliffe no parezcan sensibles a ello, La campana de cristal es también un testimonio palmario de la dimensión política del malestar de Esther/Sylvia, atrapadas en mandatos sociales contradictorios, ahogándose en una atmósfera de imposibilidad opresiva. El hábito de pensamiento de remontar todo sentimiento al interior del individuo, y solo al interior del individuo, no es casual ni espontáneo.

Me permití este rodeo por campanas de cristal en un esfuerzo por dejar sentir mejor el núcleo de mi argumentación en este artículo, la fuerza de lo que está en juego ahí. La versión habitual de las emociones en general como internas y biológicas, y de los sentimientos negativos de la depresión, en particular, como un fallo interno de esa biología, es solo una de las versiones posibles, una versión que logró imponerse durante la segunda mitad del siglo XX en gran medida por su sinergia con la cultura del laboratorio moderno, esa misma que Donna Haraway rastreó hasta la bomba de vacío de Boyle (2021). La historia de la depresión se entrevera de formas decisivas con la historia de la ciencia moderna en varios momentos cruciales de sus derroteros. Por empezar, es con la Revolución Científica que el largo reinado de la melancolía antigua comienza a resquebrajarse, dando lugar al “desfile de teorías” del que finalmente emergería la categoría de depresión (Jackson, 1989: 346). Luego, en las últimas décadas del siglo XX, la depresión adquiere consistencia y relevancia como categoría diagnóstica ante todo en virtud de su utilidad en los esfuerzos de la psiquiatría por recuperar la respetabilidad y legitimidad que habían quedado gravemente impugnadas con los embates de la antipsiquiatría y la contracultura de los sesenta. Es en este segundo momento de cruce donde pongo el foco en este apartado.

Para sacarse a sí misma por los pelos de la crisis, como en la historia del barón de Münchhausen, la psiquiatría tomó la decisión de poner toda su fe en la ciencia, y fue por cierto una estrategia ganadora: entre las décadas de 1970 y 1980, logró pasar de la desgracia y la marginalidad al estrellato. En semejante tour de force, la depresión fue un caballito de batalla fundamental, ya que fue la primera categoría diagnóstica en definirse con los criterios descriptivos y operacionales que quedarían consagrados en la tercera edición del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM), publicado en 1980 por la APA, la American Pyschiatric Association (Decker, 2013: 81-82, 143-148; Hirshbein, 2009: 42). En el DSM-III, la depresión pasó a definirse como un trastorno afectivo (luego del estado de ánimo, mood disorders) caracterizado por la presencia de al menos un episodio depresivo mayor, que a su vez se definía con la ayuda de una check list de síntomas (subjetivos, reportados por les pacientes) y signos (observables por terceras personas) (APA, 1980: 213-218).

Este giro en los modos de diagnosticar implicó priorizar la fiabilidad por sobre la validez: priorizar que todo el mundo se entendiera, que todos hablaran “el mismo lenguaje” (Hirshbein, 2009: 44), por sobre la pregunta por la “verdad” de ese lenguaje, la operatividad del vocabulario por sobre su adecuación a los fenómenos que describe. Como señaló Bradley Lewis, “los gruesos problemas conceptuales y políticos de la psiquiatría […] se replantearon en los términos del flaco y técnico, pero absorbente, problema de la fiabilidad” (2006: 101). El DSM-III, como piedra angular de la empresa, implicaba poner todas las apuestas en este punto, con la esperanza de que más pronto que tarde permitiera cosechar los frutos de la ciencia: datos duros, tratamientos innovadores y de probada eficacia. Porque, por cierto, la fiabilidad y la validez no son lo mismo, pero el énfasis en la primera se justificó como un modo de avanzar hacia la segunda: un dispositivo necesario para fomentar la investigación científica en los laboratorios. Un aumento de la fiabilidad, aunque más no fuera provisorio, permitiría alcanzar el santo grial de la cientificidad: pruebas patentes, indiscutibles, sobre la realidad biológica de los malestares, el carácter claro y concreto de la frontera entre salud y enfermedad, evidente a simple vista en una imagen del cerebro o en los resultados indisputables de un ensayo clínico.

Y es que, siguiendo un guion convencional de progreso científico, la ambición última y clara de esta nueva psiquiatría era “descubrir” entidades de enfermedad específicas y objetivas, como lo refleja bien la cruda metáfora que aparece una y otra vez en sus discusiones y que se remonta, curiosamente, a un pasaje platónico: to carve nature at its joints, trinchar la naturaleza por sus articulaciones, “y no ponerse a quebrantar ninguno de sus miembros, a manera de un mal carnicero” (Platón, 2000: 265e). El DSM-III refleja bien este espíritu, como observó Gary Greenberg en su historia de la depresión:

El DSM es un logro literario sin parangón. Recoge las variedades de nuestro sufrimiento psicoespiritual sin comentario alguno sobre de dónde provienen, qué significan, o qué hay que hacer con ellas. Se lee como si sus autores estuvieran en Marte, observando nuestros descontentos con un telescopio. (2010: 15)

Ya desde antes de la publicación del DSM-III, Gerald Klerman –uno de los líderes de esta revolución en psiquiatría– festejaba la “evidencia abrumadora” de que el uso de criterios diagnósticos operacionales produce una fiabilidad “muy, muy alta” (1978: 114-115; sin embargo, no consigna las referencias de esos números). Ahora bien, como destacaron hace ya tiempo Herb Kutchins y Stuart Kirk, ese aumento de la fiabilidad no ha sido probado: “ningún estudio del DSM en su conjunto en un contexto clínico regular ha mostrado de manera uniforme una alta fiabilidad” (1997: 52; ver Regier et al., 2013). Además, puesto que la fiabilidad no es en el fondo sino el nombre técnico para el acuerdo al interior de la comunidad psiquiátrica, es importante reconocer que el acuerdo puede influenciarse bajo preceptos de lo más variados, no solo metodológicos, objetivos o científicos. Según Kutchins y Kirk, en suma, la revolución del DSM en materia de fiabilidad “ha sido una revolución en la retórica, no en la realidad” (1997: 53). Solo que la retórica es parte de la realidad e incide enormemente en ella, sobre todo cuando se trata de la realidad de un acuerdo entre personas, como es el DSM y, en general, toda empresa científica y epistémica.

La idea que tenemos hoy de depresión se forjó en buena medida al calor de estos desarrollos. En la avalancha de discursos contemporáneos sobre la depresión, Laura Hirshbein identifica tres puntos clave y omnipresentes: primero, la afirmación de que la depresión es una enfermedad como cualquier otra, no menos real ni más vergonzosa que cualquier enfermedad física; segundo, que la depresión es extraordinariamente prevalente (en este punto suelen citarse las cifras de la OMS); tercero, que afecta más a las mujeres que a los hombres, en una proporción de 2 a 1. “Todo esto suena muy convincente y científico”, acota Hirshbein (2009: 1); hay referencias a fenómenos biológicos, números y estadísticas, hay hasta siglas, ¿qué más se podría pedir? El núcleo del actual sentido común sobre la depresión tomó forma en los complejos desarrollos y negociaciones detrás de las transformaciones en la psiquiatría, la investigación, la psicofarmacología, la legislación pertinente, el mercado de medicamentos y terapias, las campañas de concientización, los discursos populares. Pero cabe subrayar, de paso, que los avances científicos fueron demasiado modestos para explicar semejante escalada de poder cultural (Sadowsky, 2021: 102); al mismo tiempo, el guion de los intereses farmacéuticos y las manipulaciones interesadas, por tentador que sea, se queda demasiado corto (Hirshbein, 2009: 4; Pignarre, 2012: 105-106).4 Las ideas sobre nuestros malestares son siempre el resultado de una negociación en que ni pacientes ni doctores son solo ni del todo pasives (Borch-Jacobsen, 2009: 6). Y, más específicamente, según argumentó Hirshbein (2009: 16), el éxito de la depresión no tuvo que ver solo son su utilidad para la psiquiatría, sino también con su afinidad con un modelo cultural que favorece las estrategias de consumo individual en el abordaje de los malestares: una pastilla, una terapia corta, un libro de autoayuda. Como sugiero en el siguiente apartado, este modelo alienta y se apoya en una dolorosa devaluación de los sentimientos negativos en las sociedades contemporáneas.

EL SECRETO

La biologización del malestar que se opera y alimenta en el “imperio de la depresión” (Sadowsky, 2021) es solo una parte de un proceso más amplio: la depresión implica una devaluación del malestar en un sentido que va más allá de la división entre afectos positivos y negativos, pasiones alegres y tristes. No se trata solo de que la depresión sea negativa, en el sentido de cómo se siente; hay una negatividad añadida e injusta en la noción contemporánea de depresión. Desarrollar esta tesis requeriría mucho más espacio del que dispongo; sin embargo, constituye el trasfondo para el argumento más específico acerca de la biologización de los sentimientos negativos en la categoría de depresión. En esta biologización, los sentimientos negativos se interiorizan y se reifican en sentidos que expresan, sostienen y refuerzan esta devaluación. Entender la tristeza como un problema puramente individual, una cosa aislable, en última instancia, en el interior biológico del individuo, es también despojarla de sus posibles usos, mensajes, valores; y es, también, alentar un vínculo agresivo con nuestras experiencias de malestar, de las que sentimos que tenemos que deshacernos de cualquier forma, lo antes posible, en todos los casos.

La metáfora ya visitada de la campana de cristal condensa bien lo que me interesa señalar con las ideas vinculadas de interiorización y reificación. En la novela, Esther se imagina adentro, o más bien abajo, de una campana de cristal, aislada del mundo, el aire viciado, asfixiante (Plath, 2019: 204-205, 257, 261); ahí adentro, queda encerrada, reducida a un lugar que suelen ocupar las cosas. Pero ¿qué es lo que pierden los sentimientos al ser tratados como cosas? En La política cultural de las emociones, Ahmed recurre en dos contextos distintos a la noción de una reificación de los sentimientos para desplegar, por contraste, una comprensión de las emociones como relacionales, sitios de tensión cuyos sentidos y valores son difíciles de fijar. El primer contexto es el de una discusión acerca de dos modelos complementarios de las emociones: uno, el más cotidiano, psicológico y extendido, las piensa “de adentro hacia afuera” (las emociones son sensaciones interiores subjetivas que pueden luego expresarse); el otro, surgido como crítica del primero, las concibe “de afuera hacia adentro” (las emociones le llegan al individuo desde afuera: la cultura, la sociedad). Ahmed argumenta que los dos “dan por sentada la objetividad de la distinción entre el adentro y el afuera, lo individual y lo social” (2017: 33), y que ambos, por ende, terminan objetivando los sentimientos, presentándolos como algo que, vengan de adentro o de afuera, la persona simplemente tiene. El segundo contexto consiste en una discusión sobre los argumentos de Wendy Brown acerca del dolor como base problemática para la política. Ahmed coincide con la advertencia central de Brown: cuando se hace de la herida una identidad, se la fetichiza, se la desconecta de su historia y de las relaciones en las que adquiere sentido, se la convierte “en algo que simplemente ‘es’” (Ahmed, 2017: 66). Pero, mientras que para Brown esto conduce a un rechazo de todo uso político del dolor, Ahmed argumenta más bien que lo que hace falta es prestar atención a los modos en que el dolor ingresa al terreno político: “nuestra tarea sería aprender a recordar cómo los sujetos corporizados llegan a estar heridos” (2017: 263).

Lo que me interesa retomar de estos argumentos de Ahmed es, en breve, la idea de que los sentimientos no son entidades simples que puedan tenerse, vengan de afuera o de adentro; no son cosas estables que puedan recortarse límpidamente del fondo de una vida; los sentimientos se mueven, circulan entre objetos y escenas, personas y valores, se transforman en la circulación y transforman también aquello a través de lo que circulan. Son los mismos sentimientos los que “crean el efecto de un afuera y un adentro” (2017: 34). Reificar los sentimientos es entonces, en pocas palabras, entenderlos como cosas fijas y dadas en lugar de relaciones siempre en proceso; es aislarlos e inmovilizarlos, separándolos de sus historias y sus contextos; es cortar sus sentidos y sus posibilidades. Pero aun si la persona deprimida siente que ha quedado afuera del mundo compartido, eso no quiere decir que realmente se haya caído del mundo. Si la depresión plantea una experiencia de aislamiento doloroso, un corte con el mundo, ¿qué es lo que permitiría inferir que el origen de ese cambio está en el sujeto que se deprime, y no en el mundo? ¿Es el sujeto el que se aleja del mundo, o es el mundo el que lo rechaza? Apurarnos a leer el cambio en la relación entre el sujeto y el mundo como un trastorno del sujeto en su relación con el mundo, como si la relación pudiera pensarse de forma unidireccional, como si la forma y el estado del mundo compartido no tuvieran ningún efecto sobre las posibilidades que se le presentan o se le cierran a cada cual, es injusto con la experiencia de la depresión. Claro que tampoco es demasiado sorprendente: “La norma cultural occidental exige al sujeto que atribuya la causalidad de todos los acontecimientos psíquicos a la intimidad”, observó Philippe Pignarre (2012: 142), y con la depresión parecemos especialmente proclives a esta “presunción de interioridad” (Ahmed, 2017: 31).

En Cuerpos, emociones, experimentación y psicología, Vinciane Despret explora los modos en que los dispositivos experimentales de la psicología clínica han contribuido a moldear y afianzar esta interiorización de los sentimientos. Destaca, en este sentido, el rol del “secreto” como dispositivo de producción de interioridad, tanto dentro de la psique como en el plano de las relaciones, tanto en el terreno de la terapia (el “secreto profesional”) como en el de la investigación (el anonimato metodológico), tanto en psicología clínica, como en ciencias sociales y humanas, como incluso en los laboratorios de las ciencias de la vida (estos últimos adquieren un mayor protagonismo en Despret, 2004a). Su trabajo con el secreto permite articular sentidos de la producción de interioridad que en principio podrían parecer desconectados; en efecto, interiorizar puede decirse de muchas maneras, como llevar a un interior psicológico o biológico, individualizar, llevar a lo doméstico, a lo privado, o incluso despolitizar. En el entorno terapéutico, dice Despret, el secreto es lo que lleva al paciente a “vivir su problema enraizándolo en lo más profundo de su intimidad” (2022: 17); pero también, en un plano epistémico, el secreto es lo que se invoca para fundar y proteger la competencia y la autonomía del saber especializado de la psicología y las demás ciencias. El secreto, como aquello a lo que solo les profesionales pueden acceder, asegura la legitimidad porque otorga inmunidad a las críticas externas, a “la amenaza permanente de tener que ‘rendir cuentas’” (2022: 24). Así, “el secreto como productor de intimidad se convierte en aquello que permite al psiquiatra reclamar su legitimidad y su especificidad, es decir, la autonomía de su profesión” (2022: 26).

En el contexto de la investigación, el secreto también aporta a dinámicas similares de demarcación entre profesionales y profanos, sujetos y objetos del conocimiento. El anonimato de les participantes es una práctica habitual de la investigación científica; la justificación habitual de este “efecto sin-nombre”, como lo apoda Despret, tiene que ver desde luego con la protección de les voluntaries. Pero no puede ser la única razón. Hace falta un motivo epistémico, además de la razón ética, puesto que se supone que el anonimato contribuye de alguna manera a la calidad del conocimiento, garantizando la objetividad de los testimonios, la transportabilidad de los hallazgos. Las ratas de laboratorio deben ser intercambiables entre sí: no pueden tener nombre, marcas de singularidad, mucho menos una voz propia. En el fondo entonces, como señala Despret, se trata del “viejo sueño positivista de una verdad no parasitada por las condiciones de la investigación” (2022: 31).

Pero estas formas del secreto pueden ser epistémicamente nocivas, en lugar de beneficiosas. En este punto, Despret recupera una historia elocuente de su propia experiencia que tuvo lugar mientras entrevistaba a personas refugiadas en la antigua Yugoslavia. El hombre a quien estaban entrevistando, en un momento dado, toma la lapicera que ella estaba usando y le dice: “Mire, esto es lo que nosotros hemos sido. Uno puede tomar el bolígrafo y escribir con él. Quienes se dedican a la política nos han usado a nosotros para escribir” (2022: 34). Las entrevistadoras se quedan mudas, perplejas, conmovidas:

Tomar mi bolígrafo no fue un acto banal en absoluto. Aquel hombre se resistió a lo que yo le proponía y a ocupar la mera posición de sujeto de la encuesta, y de ese modo, muy amable y educadamente, me permitió comprender. […] El riesgo que me parecía necesario evitar [con el anonimato] no era sino uno de los riesgos posibles –el de divulgar–, pero me impedía tener en cuenta el otro riesgo […], el riesgo de “separar”, de aislar, de hacer hablar al mismo tiempo que hacía callar, de robar las palabras o retirárselas a quien habla […]. (2022: 34-35)

Este es también el riesgo que se corre cuando los sentimientos de malestar quedan biologizados, interiorizados, reificados y devaluados en los discursos dominantes en torno a la categoría de depresión: se los hace callar al mismo tiempo que se los hace hablar, porque se registran síntomas y signos en escalas y check lists, pero no se los escucha de verdad, con atención, no en calidad de sentimientos, experiencias encarnadas y situadas, radicalmente en conexión con el mundo. En suma, se pone a los sentimientos, como dice Despret, “en situaciones en las que tienen pocas posibilidades de ser interesantes y de interesarse” (2022: 37).

O se intenta ponerlos. Porque, en efecto, un rasgo inescapable de la psicología y la psiquiatría, disciplinas que lidian con experiencias y emociones, es que “su conocimiento experto siempre puede ser contestado” (2022: 44). No se trata solo de que todo el mundo tiene un saber en cierto sentido experto sobre los sentimientos, aunque este es por cierto un punto central, planteado enfáticamente por diversos activismos críticos en salud mental. Los sentimientos mismos también pueden, siempre, manotearnos el bolígrafo.

EL INTERÉS Y EL RIESGO

En este punto, quisiera añadir un tercer momento clave en que la historia de la depresión se cruzó con discusiones en torno a la ciencia. En la década de 1990, en la estela de un verdadero y sorpresivo boom en la venta de antidepresivos de tercera generación, con el Prozac a la cabeza, un enredo complejo de acaloradas discusiones empezó a gestarse tanto en círculos expertos como en la arena pública. Hubo, y sigue habiendo, varios frentes de batalla en las guerras del Prozac, ya que prácticamente todo fue puesto en discusión: desde las preguntas más básicas y concretas sobre el modo de funcionamiento de las pastillas, su eficacia, sus riesgos y efectos adversos, hasta cuestiones profundas acerca del rol de la tecnociencia y de las prácticas de consumo, las relaciones entre ciencia e industria, el establecimiento de las fronteras entre malestares y trastornos, los modos de discusión pública acerca de los productos de la tecnociencia. En lo que resta del artículo, pongo el foco especialmente en este último punto.

Por cierto, las guerras del Prozac son contemporáneas de las “Guerras de la Ciencia”. Y también son contemporáneas de la publicación, en 1995, de dos de los textos inaugurales del giro afectivo: “The Autonomy of Affect”, de Brian Massumi, y “La vergüenza en el pliegue cibernético”, de Eve Kosofsky Sedgwick y Adam Frank. Estos dos ensayos coincidieron en un alegato fuerte en favor de una interdisciplinariedad específica, específicamente asimétrica, entre las humanidades y las ciencias de la vida: en palabras de Sedgwick y Frank, las humanidades debían desembarazarse de una serie de “hábitos heurísticos” que marcaban el alejamiento automático de “cualquier fundamentación biológica” (2018: 97). En decir que, aunque con distintas fuentes e inflexiones, se supone un movimiento en una única dirección: son las humanidades las que deben tomar prestados conceptos de las ciencias, son las humanidades las que deben abrirse y aprender de la biología, de las neurociencias, de la psicología experimental. En cierto sentido, entonces, este “giro al afecto” (Ahmed, 2017: 309) surge contra lo que se entendía como una posición dominante de posturas construccionistas en las humanidades (ver, por ejemplo, Massumi, 1995: 100). Además, el llamado a la interdisciplinariedad se articuló y se confundió en estos contextos con un posicionamiento en contra de la crítica, presentada como la actividad propia y característica de las humanidades. En otro ensayo seminal, publicado en 1997 y titulado “Lectura paranoica y lectura reparadora, o, eres tan paranoico que quizás pienses que este texto se refiere a ti”, Sedgwick extendió su denuncia anterior de los “automatismos” de las humanidades hacia lo que vio como una rutina de la denuncia y el desenmascaramiento.5

También en 1995, reseñando tres libros populares sobre la polémica del Prozac, Judith Kegan Gardiner (1995: 501) presentaba una escena elocuente, que luego Elizabeth A. Wilson retomaría en su Feminismo de las tripas (2021: 57): durante las pausas de un congreso de estudios de género, crítico de la biología y sus esencialismos, un grupo de investigadoras intercambia comentarios y consejos sobre los antidepresivos que ellas toman, o los diversos psicofármacos que dan a sus hijes. Lo que tanto Gardiner como Wilson critican de esta anécdota es el hiato peligroso que puede abrirse entre las herramientas conceptuales y los problemas de una vida cotidiana cada vez más permeada por la tecnociencia; esta advertencia es razonable y útil. Pero mientras que Gardiner terminaba su discusión llamando la atención sobre la “ambivalencia” no resuelta en las discusiones sobre biología y construccionismo social (1995: 512-513), Wilson carga las tintas, en la línea de Sedgwick y Frank, sobre el antibiologismo de la que acusa a la teoría feminista, y lamenta que “la vanguardia” de la investigación sobre la melancolía y la depresión en las humanidades críticas haya permanecido, a su juicio, “muda sobre las cuestiones del uso farmacéutico y la acción farmacológica” (2021: 57), indiferente, en suma, a la materialidad del cuerpo y del malestar en general. En Feminismo de las tripas, además, Wilson se las ingenia extrañamente para combinar una defensa de la hostilidad con un rechazo decidido de las actitudes críticas de las humanidades frente a las ciencias, en un claro eco del llamado de Sedgwick a abandonar las lecturas paranoicas de la crítica.

Ahora bien, desde el comienzo de su ensayo, Sedgwick decía con claridad que el problema es que la posición paranoica se vuelva un “mandamiento obligatorio” en lugar de una posibilidad entre otras (2018: 130, 146). La crítica ciertamente se atrofia cuando reifica las relaciones entre un conocimiento y lo que puede hacerse con él; cuando plantea, por ejemplo, que la única respuesta posible al conocimiento, por ejemplo, de la “opresión sistémica” –cuya existencia Sedgwick nunca niega (2018: 131)– sea el protocolo del desenmascaramiento y la denuncia. Desde este punto de vista se entiende, por ejemplo, la molestia de Wilson frente a los debates en torno al Prozac. Pero seguro el gesto reparador también puede reificarse. En efecto, el escenario de hoy ya no es el de los noventa; hoy, más bien, las humanidades en general parecen mucho más abiertas a las ciencias de la vida. Como observó Jan Plamper, en los últimos años las ciencias de la vida se han convertido en un “recurso fundamental” para las humanidades y las ciencias sociales (2015: 225). En esta línea, lo que nos hace falta hoy ya no es atenuar la crítica, casi al contrario: nos hacen falta herramientas para conversar con ellas, incluso discutir con ellas, cuando haga falta, de forma comprometida, informada y en pie de igualdad.

En este sentido, al menos en sus derivas más literales, los gestos fundantes del giro al afecto tuvieron consecuencias epistémicas perniciosas. Por un lado, porque cuando se entiende el trabajo interdisciplinario de modo unidireccional y asimétrico, refrendando las jerarquías establecidas del saber, se entroniza una comprensión ingenua de la “evidencia” científica como “datos” simplemente dados, indiscutibles, incontestables (ya que toda contestación es señal de paranoia). Según Wilson, por ejemplo, su método consiste en “tomar seria pero no literalmente los datos biomédicos” (2021: 58, tr. mod.), pero nunca explica precisamente qué implica eso en términos metodológicos y epistemológicos; parece funcionar como un permiso para dar peso a los “datos” que argumentalmente le sirven, sin mayores trámites, sean o no datos sólidos, y desestimar los que no. En cierto sentido, esta defensa incondicional de la ciencia acusa una confianza algo ingenua en una noción ilustrada de la objetividad científica. Pero, por otro lado, es precisamente en este terreno que se han concentrado, desde hace décadas, los aportes de las epistemologías feministas, que sin embargo en las acusaciones de la biofobia de los feminismos quedan por completo olvidadas (algo que ya señalaron Hemmings, 2005; Papoulias y Callard, 2010; Solana, 2017). Como remarcó Haraway, entre otras, “los relatos de la Revolución Científica plantean una narrativa sobre la ‘objetividad’ que se interpone en el camino hacia una tecnociencia más adecuada y autocrítica, comprometida con los conocimientos situados” (2021: 113).

En fin, es que es precisamente porque la biología también es política, como sostiene Wilson, que no está ni puede estar exenta de la crítica. Como puntualizó Bruno Latour en un artículo a veces citado como contrario a la crítica, las ciencias no pueden usarse “acríticamente” (2004b: 242), ni para criticarlas ni para ensalzarlas; de hecho, las ciencias mismas son, o deberían ser, modalidades del pensamiento crítico. Pero los problemas e incertidumbres que surgen en el vínculo con los productos y los discursos de las ciencias siguen pasmosamente vigentes, y no basta con señalar los límites de las estrategias ajenas. Para ensayar una salida del impasse entre paranoia y reparación, crítica y confianza, quisiera detenerme brevemente en dos puntos de las guerras del Prozac, los motivos del interés y del riesgo, para repensarlos con la ayuda del pensamiento creativo y amoroso de Despret.

El tema del interés fue uno de los hilos sobresalientes en las discusiones en torno al Prozac en los años noventa. Una de las críticas más duras y duraderas se apoyó precisamente en el problema de los conflictos de interés, la influencia indebida y no reconocida de los intereses económicos de la industria farmacéutica tanto en la investigación científica como en los lineamientos de la salud pública (ver, por ejemplo, Breggin, 1994; Moncrieff, 2008). Este es por cierto un problema de suma importancia, tanto en términos morales como epistemológicos, pero las estrategias críticas más frecuentes y visibles no han logrado desarmarlo. A mi juicio, la debilidad de la crítica se debe en buena medida a su dinámica mimética, especular: se denuncian intereses velados como si el problema fuera la presencia misma de intereses, no su carácter velado, y se refrenda así un ideal de la ciencia como libre de valores, intereses, perspectivas, poniendo en cuestión solamente a quienes dicen cumplirlo y no lo hacen, posicionando de paso a les critiques como quienes sí en verdad lo cumplen. Pero, como han argumentado de forma sostenida y diversa las epistemologías sociales y feministas, este ideal es imposible de cumplir, más un arma retórica que un verdadero camino hacia la objetividad del conocimiento. En lugar de rechazar de plano todo interés, Despret sugiere que producir conocimiento debe ser “una experimentación sobre la creación de intereses” (2022: 46). Esto implica, en el caso del Prozac, que la crítica de los intereses velados y sus daños éticos y epistémicos debería construirse no como una refutación especular, sino como un llamado a otras voces, otras perspectivas, otras articulaciones, otros intereses. Esto permitiría mostrar el carácter parcial e interesado de ciertos desarrollos científicos o tecnológicos, sin necesidad de alimentar imágenes ilustradas de la ciencia como pura y libre de intereses.

Apostar a la creación de intereses, cambiar los modos en que hacemos preguntas para que logren interesar más y mejor, suena en principio mucho más cercano a una actitud reparadora que a un modo paranoico o crítico. Se trata en definitiva de convocar, articular, reunir, no de refutar, denunciar o dividir. Sin embargo, para nada se confunde con un tono complaciente ni celebratorio: experimentar con la creación de intereses implica exponerse justamente a la resistencia de les demás, a que nos saquen de la mano la lapicera. En un artículo dedicado a la epistemología política de Despret e Isabelle Stengers, Latour subrayó que “hacer conocimiento interesante siempre es riesgoso”: el riesgo que importa está “en que las preguntas que estabas planteado se vean reformuladas por las entidades puestas a prueba” (2004a: 217). Hacer conocimiento interesante, conocimiento más sólido y adecuado, requiere que haya espacio para que otres rechacen o reformulen las preguntas que les hacemos; “requiere que los científicos arriesguen el privilegio de estar en control” (2004a: 215).

Por cierto, este riesgo no es para nada el mismo que se discute en las guerras del Prozac; ahí, los riesgos que importan son los efectos adversos y los peligros de las pastillas, plausiblemente minimizados en los discursos interesados de la industria farmacéutica. Pero quizás pensar juntas estas especies distintas de riesgo permita revisar ciertos límites de las estrategias de discusión. Muchas veces, las críticas que invocan los riesgos y efectos adversos de los antidepresivos parecen pretender que este argumento tenga un efecto terminante: que la mera mención de daños sea suficiente para cerrar la discusión. Esto es no solo un poco ingenuo; también confunde los términos y los modos del debate, desorienta el trabajo crítico y epistémico. En cierto sentido, forma parte de un anhelo de pureza en las posiciones, en la demarcación de lo bueno y lo malo, el remedio y el veneno, la ciencia y el interés, que en última instancia es imposible de cumplir. Así como siempre hay intereses, siempre hay riesgos en la empresa colectiva y pública de hacer conocimiento y usarlo para intervenir en la realidad; de lo que se trata es de lidiar mejor con ellos, examinarlos, discutir quiénes los asumen y por orden de quién, en fin, negociarlos de la forma más justa posible, no pretender negarlos o suprimirlos de raíz.

En suma, lo que me importa señalar en este cruce entre Despret y la depresión es, ante todo, que la oposición entre lectura paranoica (y biofóbica) y lectura reparadora (e interdisciplinaria, en sentido unidireccional) no es útil para abordar las guerras del Prozac. Necesitamos modos de entrar en discusión que no se identifiquen ni con la refutación ni con la confianza irrestricta. Como sugirió Bruno Latour, quizá podamos entender más bien la crítica no como lo que refuta, “sino como lo que ensambla”, como lo que “ofrece espacios donde reunirse” a quienes participan de una discusión (Latour, 2004b: 246). Ante todo, esto obliga a cuestionar las relaciones de poder desiguales entre les participantes.

DOCE CAMELLOS

Mucho antes de volverse mundialmente famoso como el fundador de la psicología positiva, Martin Seligman era conocido más bien por sus investigaciones sobre la depresión como “indefensión aprendida”. Seligman desarrolló esta hipótesis a fines de los años sesenta, con una serie de experimentos en que se sometía a perros a descargas eléctricas “inescapables” (desde la perspectiva de los perros, claro) y solo “moderadamente dolorosas” (desde la perspectiva de les investigadores, claro) (2000). En estos experimentos descubrió algo que no esperaba: en la siguiente fase del estudio, uno de los perros que había sufrido estas descargas empezó a mostrar un comportamiento “bastante raro”, echándose a correr, primero, para luego tirarse al piso y empezar a gemir suavemente. Esto es lo que llamó indefensión aprendida:
Las pruebas experimentales muestran que cuando un organismo ha experimentado una situación traumática que no ha podido controlar, su motivación para responder a posteriores situaciones traumáticas disminuye. Es más, aunque responda y la respuesta logre liberarle de la situación, le resulta difícil aprender, percibir y creer que aquella ha sido eficaz. Por último, su equilibrio emocional queda perturbado, y varios índices denotan la presencia de un estado de depresión y ansiedad. (Seligman, 2000)

Esta versión de la depresión es la que luego encontramos en la base del test de Porsolt, uno de los modelos animales cruciales en el desarrollo y la puesta a prueba de los antidepresivos de tercera generación. Y es también, por lo tanto, la versión que consagraron y difundieron los discursos dominantes que inundaron la escena pública en los años de las guerras del Prozac: la depresión es un trastorno mental, ni más ni menos, y no tiene nada para enseñarnos ni decirnos. Esa es la moraleja central de “escuchar al Prozac”, retomando la influyente metáfora de Peter D. Kramer (1994): la depresión es algo que se sufre de forma individual, interna y pasiva, producida por algún tipo de defecto o falla interna, ya sea psicológica o biológica, pero con un énfasis creciente en la biológica. No hay, por lo tanto, ninguna razón para rechazar las soluciones que ofrece la tecnología para desembarazarnos de la depresión; “los regalos de la ciencia” (1994: 33) nos prometen incluso, en un futuro, erradicarla.

La comprensión del malestar implícita en la categoría de depresión, tal como ha sido forjada en las derivas y debates de la tecnociencia, reifica y devalúa los sentimientos; los presenta como algo aislable, interno, individual, sin relación con sus contextos, con el mundo al que responden. En este sentido, “depresión” es un nombre impuesto, que no solo produce y refuerza la interiorización, la reificación y la devaluación, sino que también contribuye a borrar los mismos mecanismos por los que funciona y se difunde. Aun así, no es un nombre del que podamos prescindir sin más. Nos guste o no, nuestros malestares de hoy tienen la forma y el nombre de la depresión; pretender negarlo –como hacen, por ejemplo, quienes defienden una vuelta al ideario más noble de la melancolía– solo refuerza indirectamente su imperio. La depresión es parte del modo en que está configurado nuestro mundo; necesitamos reconocerlo, si vamos a hacer de ella también un terreno de disputas.

En varios lugares de su obra, Despret toma prestada una fábula árabe, el relato del doceavo camello (2004a; Despret y Stengers, 2023), que a mi modo de ver contiene la clave de lo que me gustaría llamar “la operación Despret”, su modo peculiar de elaborar y transformar filosóficamente problemas difíciles, heredados, como lo son casi todos los problemas, como lo es también el problema de la depresión. En la fábula, tres hermanos heredan once camellos, con la instrucción de que deben dividírselos de la siguiente manera: la mitad para el primogénito, un cuarto al hijo del medio, y un sexto al menor. Desde luego, las cuentas no dan; no hay manera de dividir los once camellos en las proporciones indicadas sin un baño de sangre; no hay manera de respetar la herencia sin destruirla. Perplejos, los hermanos consultan al sabio de un pueblo vecino, que tras pensarlo un poco les dice: “No puedo resolver el problema. Lo que puedo hacer es darles mi viejo camello. Está viejo, flaco y ya no es muy valiente, pero los ayudará con la división”. En efecto, con doce camellos la división sí funciona. Luego de repartir la herencia, el doceavo camello, sobrante, se lo devuelven al sabio (2004a).

En general, me parece que la operación Despret tiene mucho que ver con reencuadrar modos de pensar de una forma sutil, cuidadosa, amable e incluso dulce, por momentos difícil de percibir. La fábula de los doce camellos es otro modo de insistir en la necesidad de reformular las preguntas: el doceavo camello no era la solución al problema, el doceavo camello “cambió el problema de una manera que permitió que la solución fuera hallada” (2004a). Esta transformación del problema implica también un desplazamiento de la oposición entre paranoia y reparación, crítica y confianza: los hermanos ni impugnan la herencia ni la acatan a pies juntillas. La salida que encuentran consiste en cambio en “construir una versión que no sea una refutación” (Despret y Stengers, 2023: 78).

Volviendo al problema de la biologización del malestar en la categoría impuesta e interesada de depresión, creo que esa es también la operación que nos hace falta para salir del impasse de las guerras del Prozac, a la vez caducas y no resueltas. Deberíamos poder discutir la interiorización, reificación y devaluación de los malestares sin necesidad de rechazar de plano su carácter biológico; deberíamos ser capaces de distinguir biologización de patologización, medicalización, despolitización. Discutir en bloque todos estos asuntos, como si fueran uno y el mismo problema, nos impide escuchar lo que las experiencias irreductiblemente corporales de la depresión y de los antidepresivos puedan tener para decirnos. Nos impide reconocer que, hoy, en efecto, no resulta un sinsentido decir que los animales también se deprimen, y nos impide abordar las maneras en que eso complica, necesaria y creo que muy productivamente, los abordajes socioculturales del malestar. Después de todo, como advirtieron Nikolas Rose y Joelle Abi-Rached, “no deberíamos resistirnos tanto a aceptar que los humanos también somos animales” (2013: 2); buena parte de los desafíos de nuestro tiempo dependen de ello.

Nos guste o no, somos parientes de esas ratas forzadas a nadar en nombre de nuestra depresión, en nombre de nuestra guerra contra la depresión. Por supuesto, en todas estas discusiones, pocas personas se preocuparon por escuchar a las ratas de laboratorio, no al menos más allá de aquellas preguntas que pudieran plantearse en términos estrictamente mensurables y, sobre todo, traducirse rápida y directamente en ganancia: ¿cuántos segundos más tarda un roedor medicado en rendirse y flotar? Cuando la psicofarmacología extrapola de ahí una comprensión individualizada del malestar y, aun más, hipótesis causal sobre el malestar, está escuchando lo que quiere escuchar. Los perros de Seligman y las ratas de Porsolt están respondiendo a un contexto, unas relaciones, un determinado tipo de preguntas y una cierta forma de escucha, o de su falta; incluso lo que les investigadores se empeñaron en ver como un quiebre en los mecanismos emocionales puede entenderse también como una forma de sensibilidad y respuesta. “Si el sujeto declara tan a favor del problema del científico es solo porque este logró hacerle callar”, concluye Despret en otro contexto (2022: 87). Como en el “chiste” de la pulga (en francés) o la araña (en su versión castellana) a la que se tacha de sorda porque no responde a la orden de moverse luego de que se le han cortado las patas (2022: 112), lo que prueban estos dispositivos experimentales es sobre todo el enorme, terco empeño que pone la ciencia en aislar y silenciar los sentimientos.

Por lo demás, en el test de Porsolt, las ratas de laboratorio entran sanas al agua. No están deprimidas de antemano, es la desesperación inducida lo que “simula” la depresión; lo que mide el test es la capacidad del antidepresivo para modificar su comportamiento “normal” (Pignarre, 2012: 169). La versión de las emociones como internas y biológicas y la versión del malestar como un desequilibrio químico en el cerebro solo pudieron surgir de estudios como estos por medio de un olvido, de una sordera selectiva: se hizo oídos sordos a lo que esas ratas y a lo que nuestras mismas experiencias de depresión quizás podrían habernos dicho si, como diría Despret, solo les hubiésemos hecho preguntas más interesantes. Si pudiéramos escucharlos mejor, lo que estos modelos experimentales de la depresión podrían mostrarnos es, por ejemplo, el rol crucial que juega el estrés inducido, para nada “inescapable”, por más que el guion biomédico enfatice en cambio la bioquímica cerebral. Como esas ratas, puede que muchas veces entremos bastante sanes a situaciones imposibles.

En fin, también podríamos aprender algo acerca del mundo en que vivimos y los modos en que alimenta la depresión. Tanto en estos modelos e historias de la tecnociencia como en otros contextos culturales, la depresión evoca una escena específica, una sensación especialmente agobiante. En su historia del surgimiento de un imperio de la depresión, Sadowsky aventuró la hipótesis de que tal vez la depresión y el neoliberalismo hayan ascendido juntos porque “comparten algo: una falta de esperanza” (2021: 99). La depresión, como guion para el malestar y como tonalidad afectiva vivida, nos habla de escenas de encierro, de dobles vínculos, de situaciones sin salida. Y hay, en este sentido, otro mensaje posible de las ratas nadadoras al que pocas veces se presta atención: se argumenta demasiado rápidamente que los antidepresivos embotan la resistencia, la capacidad de luchar, y pocas personas se detienen a pensar que, tal vez, en ciertas situaciones –como la de las ratas en un tanque de agua– lo más inteligente, lo más resistente, sea acceder a flotar, permitirse flotar (Rottenberg, 2014: 49). Puede que sea así, de hecho, como sobreviven las ratas de laboratorio.


REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Ahmed, S. (2017). La política cultural de las emociones. México D.F.: UNAM.

Alvarez, A. (2021). El dios salvaje. Buenos Aires: Fiordo.

American Psychiatric Association (APA). (1980). DSM-III. Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (Third Edition). Washington: American Psychiatric Association.

Borch-Jacobsen, M. (2009). Making Minds and Madness. From Hysteria to Depression. Cambridge y Nueva York: Cambridge University Press.

Breggin, P. R. (1994). Talking Back to Prozac. What Doctors Aren’t Telling You About Today’s Most Controversial Drug, Nueva York: St. Martin’s Press.

Decker, H. S. (2013). The Making of DSM-III. A Diagnostic Manual’s Conquest of American Psychiatry. Nueva York: Oxford University Press.

Despret, V. (2004a). Our Emotional Makeup. Ethnopsychology and Selfhood. Nueva York: Other Press.

Despret, V. (2004b). The Body We Care for: Figures of Anthropo-zoo-genesis. Body y Society, 10(2-3), 111-134.

Despret, V. (2018). ¿Qué dirían los animales… si les hiciéramos las preguntas correctas? Buenos Aires: Cactus.

Despret, V. y Stengers, I. (2023). Las que hacen historias. ¿Qué le hacen las mujeres al pensamiento? Buenos Aires: hekht.

Gardiner, J. K. (1995). Can Ms. Prozac Talk Back? Feminism, Drugs, and Social Constructionism. Feminist Studies, 21(3), 501-517.

Greenberg, G. (2010). Manufacturing Depression. The Secret History of a Modern Disease. Londres: Bloomsbury.

Haraway, D. J. (2021). Testigo_Modesto@Segundo_Milenio. HombreHembra©_Conoce_OncoRata®. Feminismo y tecnociencia. Buenos Aires: Rara Avis.

Hemmings, C. (2005). Invoking Affect: Cultural Theory and the Ontological Turn. Cultural Studies, 19(5), 548-567.

Hirshbein, L. D. (2009). American Melancholy. Constructions of Depression in the Twentieth Century. Nueva Brunswick y Londres: Rutgers University Press.

Jackson, S. W. (1989). Historia de la melancolía y la depresión. Desde los tiempos hipocráticos a la época moderna. Madrid: Turner.

James, W. (1884). What is an Emotion? Mind, 9(34), 188-205.

Klerman, G. L. (1978). The Evolution of a Scientific Nosology. En J. C. Shershow (ed.), Schizophrenia. Science and Practice. Cambridge y Londres: Harvard University Press.

Kramer, P. D. (1994). Escuchando al Prozac. Un psiquiatra explora el campo de los antidepresivos. Barcelona: Seix Barral.

Kutchins, H. y Kirk, S. A. (1997). Making Us Crazy. DSM: the Psychiatric Bible and the Creation of Mental disorders. Nueva York y Londres: The Free Press.

Latour, B. (2004a). How to Talk About the Body? The Normative Dimension of Science Studies. Body y Society, 10(2-3), 205-229.

Latour, B. (2004b). Why Has Critique Run out of Steam? From Matters of Fact to Matters of Concern. Critical Inquiry, 30(2), 225-248.

Lewis, B. (2006). Moving Beyond Prozac, DSM y the New Psychiatry. The Birth of Postpsychiatry. Ann Arbor: University of Michigan Press.

Love, H. (2010). Truth and Consequences: On Paranoid Reading and Reparative Reading. Criticism, 52(2), 235-241.

Marina, J. A. y López Penas, M. (1999). Diccionario de los sentimientos. Barcelona: Anagrama.

Massumi, B. (1995). The Autonomy of Affect. Cultural Critique, 31, 83-109.

Moncrieff, J. (2008). The Myth of the Chemical Cure. A Critique of Psychiatric Drug Treatment, Nueva York: Palgrave Macmillan.

Organización Mundial de la Salud (OMS). (2021). Depresión. Datos y cifras. Recuperado de https://www.who.int/es/news-room/fact-sheets/detail/depression (visitado el 19/08/2023).

Papoulias, C. y Callard, F. (2010). Biology’s Gift: Interrogating the Turn to Affect. Body y Society, 16(1), 29-56.

Pignarre, P. (2012). Comment la dépression est devenue une épidémie. París: La Découverte.

Plath, S. (2019). La campana de cristal. Barcelona: Literatura Random House.

Plamper, J. (2015). The History of Emotions. An Introduction, Oxford: Oxford University Press

Platón. (2000). Diálogos III. Fedón, Banquete, Fedro. Madrid: Gredos.

Porsolt, R. D. (1993). Behavioral Despair Revisited. Current Contents. Life Sciences, 36(20), 9.

Porsolt, R. D.; Le Pichon, M. y Jalfre, M. (1977). Depression: A New Animal Model Sensitive to Antidepressant Treatments. Nature, 266(5604), 730-732.

Prati, R. (2023). El peso del pensamiento. Debates fenomenológicos en torno al dualismo y la depresión. Ideas, 17, 16-45.

Ratcliffe, M. (2015). Experiences of Depression. A Study in Phenomenology. Oxford y Nueva York: Oxford University Press.

Reardon, S. (2019). Depression Researchers Rethink Popular Mouse Swim Tests. Nature, 571(7766), 456-457.

Regier, D. A.; Narrow, W. E.; Clarke, D. E.; Kraemer, H. C.; Kuramoto, S. J.; Kuhl, E. A. y Kupfer, D. J. (2013). DSM-5 Field Trials in the United States and Canada, Part II: Test-Retest Reliability of Selected Categorical Diagnoses. American Journal of Psychiatry, 170(1), 59-70.

Rose, N. y Abi-Rached, J. M. (2013). Neuro. The New Brain Sciences and the Management of the Mind. Princeton: Princeton University Press.

Rottenberg, J. (2014). The Depths. The Evolutionary Origins of the Depression Epidemic. Nueva York: Basic Books.

Sadowsky, J. H. (2021). The Empire of Depression. A New History. Cambridge: Polity.

Sedgwick, E. K. (2018). Lectura paranoica y lectura reparadora, o, eres tan paranoico que quizás pienses que este texto se refiere a ti. En E. K. Sedgwick, Tocar la fibra. Afecto, pedagogía, performatividad. Madrid: Alpuerto.

Sedgwick, E. K. y Frank, A. (2018). La vergüenza en el pliegue cibernético: Una lectura de Silvan Tomkins. En E. K. Sedgwick, Tocar la fibra. Afecto, pedagogía, performatividad. Madrid: Alpuerto.

Seligman, M. E. P. (2000). Indefensión. En la depresión, el desarrollo y la muerte. Madrid: Debate.

Shorter, E. y Healy, D. (2007). Shock Therapy. A History of Electroconvulsive Treatment in Mental Illness. Toronto: University of Toronto Press.

Solana, M. (2017). Relatos sobre el surgimiento del giro afectivo y el nuevo materialismo: ¿está agotado el giro lingüístico? Cuadernos de Filosofía, 69, 87-103.

Wilson, E. A. (2021). Feminismo de las tripas. Buenos Aires: Club Hem.


  1. El protocolo solo recientemente ha empezado a caer en desuso, en parte por la influencia del activismo contra el maltrato animal, en parte (tal vez mayor) por una creciente desconfianza en el diseño mismo del modelo, los supuestos involucrados, la validez de los datos que arroja (Reardon, 2019).↩︎

  2. En castellano, campana de cristal no es un sintagma lo suficientemente establecido como para que lo recojan los diccionarios, de modo que su duplicidad se diluye; pero creo que esa duplicidad está en juego en la escritura de Plath. La campana de cristal y otras imágenes emparentadas, como globos de cristal con mundos en miniatura adentro, o la escalofriante imagen de un “feto en un frasco”, aparecen de varias formas en su obra, en la que los imaginarios científicos también son importantes.↩︎

  3. He trabajado y discutido esta vertiente de fenomenología contemporánea sobre la depresión en otro lugar (Prati, 2023).↩︎

  4. Desarrollo mejor esta línea argumental en un artículo en preparación, titulado “La vida exterior del Prozac: depresión y tecnociencia”.↩︎

  5. Sin embargo, aunque ya desde su título –binario y provocador– el ensayo invitara una lectura dicotómica (la lectura paranoica es mala y su alternativa, la lectura reparadora, es buena: el amor vence al odio), estoy de acuerdo con Heather Love en que leerlo solo en esa clave es hacerle un flaco favor (2010: 238-239). Para Love, lo que más bien “defiende este ensayo, y lo que performa, es la imposibilidad de elegir entre las dos” (2010: 239).↩︎