Recibido: 19 de mayo de 2025. Aceptado: 19 de mayo de 2025.
Contextualización histórica: surgimiento del paradigma de Big Science
A partir del siglo XVII, los descubrimientos científicos comenzaron a darse a conocer –y a ser reconocidos– a través de un tipo particular de publicaciones periódicas, las revistas “científicas”, destinadas a un público muy particular y específico, que, además, reforzaba la idea de la “autoría” respecto de determinados conocimientos. La aceleración de los descubrimientos, a partir de un mayor desarrollo de la ciencia y la tecnología, determinó que estos vehículos de la ciencia existente tuvieran un mayor desarrollo a partir del siglo XIX, momento en el que adquirieron las características que se mantienen aún en nuestros días. De esa manera la revista “científica” se transformó en el espacio privilegiado a través del cual dar a conocer a colegas de todo el mundo, y también a eventuales mecenas, los descubrimientos realizados y el consecuente conocimiento generado, en desmedro de otros canales de comunicación vigentes –la así llamada “literatura gris”, es decir, intercambios epistolares, ponencias en congresos, memorias e incluso, más contemporáneamente, tesis de grado y posgrado o proyectos de investigación–. En estos primeros tiempos, la evaluación de esos conocimientos “divulgados” era completamente ex post, a partir de la exhibición de resultados a otros investigadores afines, lectores de las primeras revistas científicas, versión en letras de molde de la República de los Sabios kantiana.
Desde esa versión “pequeña”, la ciencia fue evolucionado hasta su tamaño actual en un nuevo paradigma que a mediados del siglo XX se denominó Big Science (De Solla Price, 1973), es decir, la ciencia que requirió la participación de grandes grupos de investigadores, muchas veces interdisciplinarios, coordinados en pos de un objetivo excluyente. La coordinación y sobre todo la financiación de esos esfuerzos necesariamente tuvo que quedar en manos de quien podía destinar esos recursos, económicos y humanos, en forma continua y solvente. Esta tarea, en un principio, recayó de manera casi exclusiva sobre los Estados nacionales y, aunque a lo largo del tiempo se han ido incorporando otras organizaciones con capacidades iguales y/o superiores en lo que a financiamiento se refiere, sigue siendo mayormente una responsabilidad estatal. La participación del Estado trajo aparejado el surgimiento de una burocracia responsable de asignar o no los fondos necesarios a diferentes líneas de investigación y nuevas herramientas de validación más acordes con los nuevos involucrados en la tarea, para justificar las decisiones administrativas adoptadas ante funcionarios y organismos de financiación no especializados en los temas investigados.
De alguna manera, la ciencia fue obligada a construir esas herramientas y a “simplificar” en indicadores la relevancia o no de un determinado conocimiento. Así, en la década de 1960 hace su aparición la cienciometría, la disciplina que se dedica a estudiar la producción científica para analizarla y cuantificarla. El principal instrumento desarrollado con este objetivo será el Science Citation Index (SCI), diseñado para mostrar qué artículos científicos, en ese universo siempre creciente, concitaban mayor interés dentro de las diferentes comunidades científicas, utilizando para ello un indicador estadístico: qué artículos eran citados con mayor asiduidad en la bibliografía de artículos posteriores. Ese fue el origen del famoso “factor de impacto”, un número que a priori establece el interés y la calidad de un determinado conocimiento publicado, tomando como parámetro la cantidad de veces en que es replicado.
A simple vista, el instrumento parece irreprochable y de alguna manera parametriza la evaluación ex post de los participantes en un determinado campo científico. A la vez, permite inferir otra información esencial para los jugadores del campo: qué revistas tienen mayores probabilidades estadísticas de ser citadas, lo que, entonces, estableció no solo un ranking entre los investigadores sino también entre los instrumentos utilizados para vehiculizar la difusión de ese conocimiento. Con el tiempo, este ranking sería incluso más importante y duradero que el primero, dando renombre y permanencia a revistas multidisciplinarias como Nature o Science, o incluso a revistas generalistas en campos específicos, por ejemplo, en medicina, The Lancet o The New England Journal of Medicine.
La consolidación de estos instrumentos generadores del imprescindible capital simbólico establece nuevas barreras al surgimiento de otros conocimientos, diferentes en su concepción y objetivos, a los que concitan este “interés parametrizado” en el centro de los diferentes campos científicos, elemento que suma a las dinámicas de centros y periferias en los campos (Bourdieu, 1994).
Con el devenir del tiempo, las barreras se multiplicaron a partir de la complejización del ecosistema de publicación científica. Las revistas, que en sus inicios eran esfuerzos comunitarios de sociedades u otras organizaciones científicas y/o académicas similares, se transformaron en bienes transables, capaces de generar sustanciosos dividendos económicos, con lo que se convirtieron en el objetivo de grupos con aspiraciones oligopólicas. En un proceso sistemático y constante, las publicaciones periódicas e incluso las editoriales académicas responsables de estos vectores de capital simbólico fueron adquiridas por grandes editoriales comerciales, en un proceso de concentración que, en la actualidad, se limita a cinco o seis empresas de gran envergadura y ganancias siderales.
Las grandes editoriales, una vez consolidados sus monopolios, procedieron a lo típico: el aumento de precios. Las suscripciones, originalmente concebidas como una forma de sostenimiento de las revistas –en papel en un principio, luego en sistemas mixtos y actualmente exclusivamente digitales–, se fueron incrementando al punto de impedir la existencia de suscriptores personales y transfirieron el peso de esas onerosas suscripciones a diferentes agentes institucionales, presionados por las necesidades de acceso a la información científica de sus propias comunidades de investigadores. Así y todo, los precios continuaron elevándose, generando incluso boicots de enorme repercusión de parte de grandes y prestigiosas instituciones consumidoras del insumo.
En ese contexto enrarecido de principios del siglo XXI hizo su aparición el acceso abierto, como una respuesta de las comunidades científicas y académicas al proceso oligopólico, favorecida, además, por la creciente digitalización de los contenidos y para mantener el conocimiento científico al alcance de todos, de manera gratuita. América Latina adoptó de manera precursora los paradigmas del acceso abierto, inaugurando ecosistemas de edición digital absolutamente gratuitos.
La paulatina imposición del acceso abierto como método privilegiado de difusión del conocimiento científico, la aparición de iniciativas denominadas shadow libraries –como Sci Hub– que dieron acceso a un enorme número de materiales todavía restringidos por el sistema cerrado de suscripciones y la presión de los propios autores de papers, que veían cómo el “factor de impacto” comenzaba a verse afectado dado que crecían las citas a materiales publicados en acceso abierto–, generaron una rápida respuesta de las grandes editoriales comerciales. Estas aceptaron la realidad del acceso abierto, pero para no resignar sus cada vez mayores ganancias idearon los “acuerdos transformativos”, una especie de reedición de las grandes suscripciones institucionales que también incluía publicar en abierto los contenidos de las revistas de manera paulatina, y el sistema de cargos de procesamiento –los APC, de article processing charge–, por el que a los autores se les cobra por poner sus trabajos directamente en acceso abierto, incluso dentro de publicaciones de suscripción cerrada. Así, la esencia del negocio se mantuvo inalterada e incluso se incrementó en vista de la total digitalización de las publicaciones periódicas y la desaparición de los costos de impresión y distribución. Los precios cada vez más abusivos de los APC llevaron a que los investigadores solicitaran a sus propias instituciones la financiación de estos cargos, lo que sumó un costo más a las investigaciones que, además, era discrecional y no producto de un incremento en los costos de procesamiento. Paradójicamente, se llegó a una situación en la que investigadores financiados por los Estados nacionales cedían sus derechos patrimoniales a cambio de un potencial capital simbólico y, para poder acceder a ese mismo conocimiento, debían volver a pagar o solicitar al Estado que pague por lo que ya había financiado.
Del lado estatal también surgieron algunas respuestas en principio tímidas. En Europa, en 2018, se presentó el Plan S para que las investigaciones realizadas con fondos públicos fueran publicadas directamente en acceso abierto; en 2022, el gobierno de los Estados Unidos propuso el Memorándum Nelson, que va en el mismo sentido pero que, incluso antes de Trump, no contaba con recursos presupuestarios para su implementación. Estas iniciativas han terminado, casi en su totalidad, empañadas por la realidad de un ecosistema de publicación científica dominado por las editoriales comerciales, que ha impedido de manera muy eficiente la derivación de fondos para la consolidación de estructuras editoriales institucionales en abierto. Incluso los repositorios digitales institucionales han sido pobremente financiados y ni siquiera con su adscripción al acceso abierto diamante –gratuito para editores y autores– se han transformado en un canal privilegiado de acceso a las publicaciones científicas y académicas: el capital simbólico de las revistas sigue siendo hegemónico en el campo científico.
Otra respuesta interesante han sido las redes sociales académicas, como ReserchGate (europea) o Academia.edu (estadounidense), en las que los propios investigadores publican sus artículos en acceso abierto. Ambas iniciativas fueron lanzadas en 2008 y, sumadas, registran más de 300 millones de usuarios. Pero, debido a una serie de presentaciones judiciales por parte de las editoriales comerciales, actualmente los autores solo pueden publicar versiones preprint u originalmente en acceso abierto en dichas redes. Asimismo, más recientemente se han incrementado los repositorios especializados en la publicación en acceso abierto de preprints. En 2024 la Fundación Bill y Melinda Gates decidió financiar únicamente investigaciones que tengan como objetivo ser publicadas en ese tipo de repositorios, abandonando su línea de financiación de APC.
La UNESCO en su Recomendación sobre la Ciencia Abierta (2021) amplió los aparentemente limitados alcances del acceso abierto; de esta manera se fueron incluyendo nuevos actores y funciones dentro de una vasta cobertura, que además de las publicaciones científicas también implica la apertura de los datos de investigación, recursos educativos, programas e incluso equipos informáticos. Ya son varias las revistas comerciales que exigen como prerrequisito para la aceptación de un artículo científico la publicación en abierto de datos de investigación, solo por citar un ejemplo y sin ahondar en los sistemas de entrenamiento cuasi ilegales utilizados por las actuales IA (inteligencias artificiales). En este punto son relevantes las advertencias respecto de la ideología de los nuevos señores tecnofeudales y el colonialismo de datos (Sadin, 2020; Couldry y Mejías, 2019, 2022).
En este panorama, la soberanía del conocimiento o epistemológica del Sur Global no tiene oportunidades ciertas porque el paradigma de la ciencia actual responde a una perspectiva unilateral antes que multilateral. La visibilización, en consecuencia, también se ve afectada: acceder a las bases de datos que dan capital simbólico a la investigación del Sur Global implica la superación de barreras no naturales, que además estandarizan el tipo de publicación que permite que un conocimiento científico sea considerado como ciencia válida. Es decir, privilegiar un tipo de publicación, el artículo, por sobre otro, como por ejemplo los libros académicos, canal por antonomasia en la tradición de las humanidades y las ciencias sociales. Mientras existe una multitud de requisitos para validar una revista científica en bases de datos regionales o internacionales, la validación de libros se reduce a la alternativa solitaria de la Digital Open Access Books (DOAB), que únicamente solicita que dichos materiales bibliográficos estén en acceso abierto y hayan tenido algún tipo de evaluación por pares.
En definitiva, en este complejo universo del ecosistema de publicación digital de la ciencia se multiplican las barreras, no siempre percibidas como tales, y se impone un paradigma como el único válido.
Las barreras a la circulación del conocimiento científico –analizadas en la primera parte de esta introducción en sus mecanismos de concentración editorial y los regímenes de evaluación global– adquieren una dimensión particular cuando examinamos las políticas lingüísticas que estructuran el campo científico. Como señala Beigel (2023), estas políticas operan a través de infraestructuras de evaluación que, bajo una apariencia de neutralidad técnica, consagran jerarquías epistemológicas profundamente arraigadas. El predominio del inglés como lingua franca científica no es resultado natural de su supuesta universalidad, sino la consecuencia de complejos procesos históricos vinculados a lo que varios autores han identificado como colonialismo académico (Arnoux, 2001, 2016; Hamel, 2013; Ortiz, 2009).
Con un enfoque glotopolítico, Elvira Arnoux (2001) señala la asimetría en la relación entre las lenguas de la comunicación científica, catalogando el dominio del inglés en este ámbito como un fenómeno de tipo colonial, resultado de los procesos de la globalización. Esto no solo margina a otras lenguas en la producción y circulación del conocimiento, sino que además reproduce dinámicas de desigualdad entre centros y periferias académicas. Considerar al inglés como lingua franca indiscutida de la ciencia (lo cual se evidencia en su predominio en publicaciones indexadas, conferencias internacionales y sistemas de evaluación académica) ejerce presión sobre investigadores de todo el mundo para que publiquen en inglés, incluso cuando no es su lengua materna, lo que plantea barreras adicionales y sesgos en los procesos de validación del conocimiento. Arnoux advierte que la uniformidad lingüística en el ámbito científico no solo reproduce desigualdades, sino que además empobrece la diversidad epistemológica. Además de la dificultad para las lenguas minoritarias y no hegemónicas de mantener sus vocabularios científicos actualizados, tal asimetría lingüística tiene sus consecuentes correlatos en el acceso y la producción del conocimiento, ya que los investigadores no angloparlantes se enfrentan no solo a costos de traducción y publicación sino también a sesgos en los procesos de revisión por pares.
Sobre este aspecto también alertan Hamel et al (2017), en la convocatoria de la Asociación de Lingüística y Filología de América Latina (ALFAL) titulada “Por una ciencia y educación superior pública, gratuita, crítica, humanista e intercultural, basada en modelos plurilingües de investigación y docencia”, donde se propone una crítica profunda al modelo neoliberal y colonial que domina la ciencia y la educación superior. Los autores denuncian la mercantilización del conocimiento, la hegemonía del inglés como lengua científica única y la exclusión de saberes no occidentales, proponiendo en su lugar un sistema basado en principios de gratuidad, interculturalidad crítica y plurilingüismo. Se enfatiza la necesidad de modelos educativos que integren lenguas originarias y nacionales, sistemas de evaluación alternativos y redes de cooperación Sur-Sur para democratizar la producción del saber. La propuesta central apunta a construir una ecología cognitiva diversa que valore tanto los conocimientos científicos tradicionales como los saberes ancestrales, rechazando las jerarquías y reducciones epistemológicas impuestas.
En el plano de las prácticas discursivas, estudios recientes sobre las políticas editoriales en revistas científicas, como los realizados por Von Stecher (2020, 2022, 2023b), revelan cómo la presión por internacionalizarse lleva a adoptar criterios lingüísticos que marginan las producciones y discursividades locales. Sus análisis muestran que las recomendaciones a autores para que escriban en inglés internacional estándar homogenizan los estilos discursivos y borran particularidades regionales, un fenómeno que se agrava cuando las instituciones académicas internalizan estos criterios en sus sistemas de evaluación. Asimismo, este autor ha podido relevar representaciones entre los investigadores respecto de la naturalización del uso del inglés, la recomendación del español y la subvaloración de las publicaciones locales (Von Stecher, 2023a). En la misma línea, otros lingüistas han señalado que este proceso genera lo que podría llamarse una doble dependencia: por un lado, la necesidad de publicar en inglés para alcanzar visibilidad; por otro, la pérdida de capacidad para dialogar con problemas y tradiciones intelectuales locales (Lauria, 2024; Bein, 2020).
Esta tensión adquiere dimensiones cuantificables. El estudio de Del Río Grande y Lujano Vilchis (2024) sobre el Directory of Open Access Journals (DOAJ) revela que incluso en publicaciones multilingües se registran grandes desequilibrios entre artículos escritos en inglés y en otras lenguas, incluidos el español o portugués en plataformas diseñadas para diversificar la producción escrita en estos idiomas, como SciELO, y que “las zonas multilingües están en zonas periféricas a los centros geopolíticos de publicación científica” (2024: 233), que, por el contrario, hacen un uso dominante del inglés.
Estas diferencias difícilmente pueden atribuirse a la calidad intrínseca de los trabajos, sino que reflejan los sesgos estructurales de un sistema que tiende a visibilizar más lo que circula en la lengua hegemónica. Como consecuencia, se produce la brecha entre centros y periferias científicas (Beigel, 2014, 2017, 2018, 2023), donde investigadores escriben trabajos que deben superar múltiples filtros lingüísticos para alcanzar audiencias internacionales, adaptándose camaleónicamente a las restricciones de los índices bibliométricos, mientras sus colegas de centros hegemónicos acceden a circuitos de difusión privilegiados.
En este contexto, la traducción científica emerge como un campo donde se materializan estas asimetrías convertidas en barreras, pero donde también se posibilita un espacio de resistencia. De los trabajos previamente citados, que no abordan la traducción de manera directa, se pueden tomar datos que sustentan la hipótesis de que los flujos traductores en el ámbito académico presentan marcadas disparidades: mientras la traducción desde el inglés hacia (unas pocas) lenguas locales es relativamente frecuente –aunque a menudo mediada por políticas de neutralización lingüística–, el flujo inverso es notablemente más escaso.
Dentro del campo de los estudios de traducción, los enfoques sociológicos y sociohistorizantes han desarrollado marcos metodológicos para observar la circulación internacional de los textos y las dinámicas de centro-periferia entre países, editoriales, agentes y lenguas (Casanova, 2021 [2015]; Heilbron y Sapiro, 2022 [2002]; Sapiro, 2009; Vorderobermeier, 2022 [2013]). En este marco, se han concentrado en particular “en considerar problemáticas como las asimetrías de poder, la (im)posibilidad de mantener la neutralidad en los procesos de traducción e interpretación, y la percepción y visibilidad social de lxs traductorxs vinculada con dichos procesos, una tendencia que se ha intensificado en los últimos años” (Vorderobermeier, 2022 [2013]: 159). Si bien sus mayores aportes han estado dedicados a la traducción literaria, en tanto práctica discursiva prestigiosa, los modos de observar la traducción que han desarrollado son pertinentes para el análisis de la circulación de traducciones en el sistema internacional de publicaciones científicas.
Algunos trabajos dedicados a la traducción en la comunicación de la ciencia califican los procesos actuales en términos de epistemicidio (Price, 2021, 2023). Karen Bennett (2007, 2013), por ejemplo, analiza críticamente el papel de la traducción en el régimen de publicación científica dominado por el inglés, afirmando que no se trata de una operación lingüística neutra, sino de una práctica ideológica. La exigencia de traducir conocimientos producidos en otras lenguas hacia el inglés académico internacional impone una episteme anglosajona que condiciona lo que puede ser dicho y publicado. Esta traducción forzada obliga a adoptar estructuras retóricas ajenas y con frecuencia produce reducciones conceptuales: las nociones situadas deben simplificarse o eliminarse para ajustarse a categorías aceptables dentro del discurso científico en inglés. En este marco, la traducción actúa como un filtro epistemológico que ejerce una forma de violencia simbólica sobre los saberes periféricos.
En el mismo sentido, Cussel et al (2024) examinan las prácticas de autotraducción de académicos españoles y demuestran que, aunque muchos investigadores traducen sus propios textos al inglés con la intención de alcanzar mayor circulación y reconocimiento, esta operación no garantiza el acceso a los circuitos hegemónicos. Por el contrario, los textos autotraducidos presentan con frecuencia rasgos híbridos que no se ajustan del todo a las convenciones retóricas anglófonas y son rechazados por las revistas de mayor impacto. De este modo, en lugar de facilitar la inclusión, la autotraducción expone al autor a nuevas formas de exclusión. La traducción, aquí, no opera como un simple vehículo de transferencia lingüística, sino como un mecanismo que condiciona y jerarquiza la circulación del conocimiento científico a escala global.
La situación se complejiza al considerar el estatus del trabajo traductor en el sistema académico. La traducción en el ámbito científico suele representarse como actividad técnica antes que intelectual, contribuyendo así a su invisibilización como práctica cultural relevante. Esta representación sobre la profesión refuerza la idea de que la excelencia científica está indisolublemente ligada al uso del inglés, marginando otras formas de producción y circulación del conocimiento.
Frente a este panorama, América Latina ha desarrollado diversas estrategias que merecen atención. Iniciativas como los programas de traducción de SciELO buscan romper la unidireccionalidad de los flujos de conocimiento, facilitando no solo la difusión internacional de trabajos locales sino también la circulación regional de investigaciones anglófonas. Experiencias aún más innovadoras exploran la posibilidad de una ciencia multilingüe que incorpore lenguas originarias como vehículos legítimos de producción académica. En este sentido, la traducción y, para algunos, el desarrollo de IA de la traducción pueden ser vías hacia un mayor equilibrio y diversidad epistémicos (Del Río Grande y Lujano Vilchis, 2024).
El dossier temático que presentamos en este número de Ucronías se propuso poner el foco en las formas de circulación, difusión, visibilización y consagración de los conocimientos académicos y científicos; en particular en los estándares de medición y evaluación de publicaciones, los parámetros para seleccionar materiales bibliográficos y para su internacionalización, las lógicas y estrategias lingüísticas, editoriales y traductivas con que se operan estas transferencias y mediaciones y sus efectos sobre la producción científica y académica generada fuera de los grandes centros de Occidente, especialmente en América Latina como parte del Sur Global.
Los sistemas de evaluación, medición e indización privilegian las publicaciones que se adaptan a los parámetros internacionales, predominantemente anglosajones y con fines de lucro, y así siguen legitimando unos saberes y excluyendo otros. Además, estos parámetros se imponen en los hechos como estándares de calidad sin que se corrobore que efectivamente generen más visibilización ni impliquen mecanismos más eficientes que otros. Se trata principalmente de métricas cuantitativas que no dicen nada sobre la calidad de las investigaciones o su carácter innovador, su relevancia científica, su inclusión como bibliografía de asignaturas y seminarios, su impacto en productos que generen recursos propios para sus instituciones o en políticas públicas destinadas al desarrollo socioproductivo local y nacional. Por lo demás, favorecen lógicas signadas por la productividad y el factor de impacto y dinámicas de medición y rankings, competencia y maximización de beneficios que terminan mercantilizando el acceso abierto y convirtiendo en negocio una función social: brindar acceso a la bibliografía que la propia comunidad científica y académica necesita para alimentar sus trabajos e investigaciones y democratizar la ciencia para la sociedad en general.
Estos intercambios desiguales tienen como consecuencia una desvalorización de los modos de pensar y de la producción generada en los países en desarrollo, escrita en los idiomas locales, publicada de acuerdo con las realidades situadas y que suele circular en publicaciones locales o se disemina por fuera del sistema de publicaciones indexadas, con la consiguiente subrepresentación en las publicaciones “de alto impacto”, lo que en definitiva obstaculiza la circulación y reproducción de conocimientos emergentes y otros discursos, dado que tienen menos posibilidad de conocerse, validarse y ser reconocidos (Salatino, 2018; Salatino y López Ruiz, 2021; Vessuri, 2011).
Asimismo, además de los sesgos geográficos, lingüísticos, temáticos, epistemológicos y discursivos, estos parámetros favorecen la tendencia a un mercado global unificado y homogeneizado, lo que afecta especialmente a áreas disciplinares muy ancladas en sus contextos locales (Sapiro, 2021).
América Latina es para muchos especialistas la región que más avanzó en la adopción de modelos de acceso abierto, principalmente para revistas científicas, con la gradación más amplia de acceso: textos completos, sin costo para lectores ni autores, sin restringir derechos de uso y con libre circulación (Alperin, Babini y Fischman, 2014; Alperin y Fischman, 2015; Babini y Rovelli, 2020; Salatino y Banzato, 2021). Al mismo tiempo, constituye una forma de resistencia, un cuestionamiento a las lógicas de mercado y a las formas hegemónicas de circulación del conocimiento científico y académico, así como la reivindicación del conocimiento científico como bien común (Aguado-López y Arbeláez, 2016; Porta y Babini, 2013; Salatino y Banzato, 2021). En 2005 la primera declaración latinoamericana sobre acceso abierto (Declaración de Salvador de Bahía, 2005), propone que el acceso a la información sea declarado derecho universal y llama a los gobiernos a fomentar el acceso abierto de toda la investigación científica y académica financiada con fondos públicos y convertirlo en una prioridad de las políticas de desarrollo para promover la integración del conocimiento generado en la región al acervo mundial, además de alertar sobre la tendencia a la concentración y la monopolización del acceso y sobre los usos comerciales derivados del acceso abierto. Le sigue, en 2018, la declaración de México a favor del ecosistema latinoamericano de acceso abierto no comercial (LATINDEX-REDALYC-CLACSO-IBICT, 2018).
La lógica de un “centro” que irradia conocimiento a la “periferia” se sustenta en concepciones y representaciones sociales sobre la academia, la ciencia, la cultura y la lengua, nacional y extranjeras, así como en esquemas de percepción y evaluación que consolidan las asimetrías entre esas “zonas”. Adoptar desde la periferia los paradigmas del centro como “universales” y por ende los únicos válidos deshistoriza su procedencia y profundiza las cadenas de una dependencia colonial más insidiosa y sutil.
Paradójicamente –o no– las colaboraciones recibidas no provinieron de las disciplinas y enfoques previstos, por estar más directamente involucrados en estos temas, tales como la bibliotecología y las ciencias de la información, la edición y los estudios de traducción; pero los aportes recibidos desde otras disciplinas contribuyen a enriquecer un debate que está lejos de cerrarse.
En el primer artículo, Mara Glozman y Pablo von Stecher abordan las tensiones en torno a las prácticas científicas y las políticas de Estado durante el primer peronismo a partir de material de archivo constituido por documentos gubernamentales como los planes quinquenales, la Constitución de 1949 y diversas leyes del período y editoriales de la revista Ciencia e Investigación de la Asociación Argentina para el Progreso de las Ciencias. El corpus se organiza en base a la tensión entre libertad y planificación y su análisis, desde una perspectiva discursiva y descriptiva, permite identificar tensiones de sentido. Con un marco teórico multidisciplinario problematizan la noción de soberanía científica e historizan las relaciones entre la comunidad científica, sus prácticas e investigaciones y las políticas de Estado planteando interrogantes que también aportan al debate actual.
Luego, Daniela Perrotta, Santiago Mandirola y Mauro Alonso se focalizan en las dinámicas de producción y circulación del conocimiento científico de las ciencias políticas en el Cono Sur. Contextualizan el campo regional de la disciplina y problematizan los enfoques teórico-analíticos que examinan la relación entre el modo de producción de conocimiento y sus dinámicas de uso y apropiación social a partir de conceptos clave como la movilización del conocimiento. En base a resultados de un trabajo de campo en el que se entrevistó a un grupo de investigadores de la élite del campo regional, se centran en las percepciones e interpretaciones de este grupo sobre los principales usuarios de sus investigaciones y el impacto de los resultados de la investigación social en los procesos de toma de decisiones de políticas públicas, para luego ampliar la reflexión a la interacción entre la academia y la sociedad y sus desafíos.
Mariana Alvarado, por su parte, explora las vinculaciones entre práctica y teoría, academia y activismos a partir de la trayectoria de Ivone Gebara. Partiendo de un recorrido biográfico de esta figura clave de la epistemología ecofeminista latinoamericana desde sus raíces en la teología de la liberación, destaca el valor de la experiencia, en sentido amplio, como punto de partida para la construcción del conocimiento, la configuración de un pensamiento situado y los desplazamientos del punto de vista, así como las formas de circulación y legitimación de su obra. En base a un trabajo de archivo sobre textos de esta pensadora, indaga en las vinculaciones que establece entre la crisis climática y ambiental, las opresiones estructurales del capitalismo neoliberal y el patriarcado colonial, interseccionando raza, sexo y clase. Además, sistematiza los supuestos epistemológicos, ontológicos, contextuales e inclusivos que dan sentido a la relacionalidad, la interdependencia, la ecojusticia, la mediación de género y el ecofeminismo en la obra de Gebara.
Por último, Marcos Alejandro Anriquez aborda la persistencia de paradigmas eurocéntricos en la enseñanza de derechos humanos en universidades del Conurbano Bonaerense. Mediante un enfoque etnográfico multisituado documenta una significativa desconexión entre los contenidos académicos y las realidades territoriales locales. El análisis revela una marcada predominancia de marcos conceptuales europeos y norteamericanos en la selección bibliográfica, lo que invisibiliza tradiciones locales y epistemologías latinoamericanas. Como contrapunto, las entrevistas con estudiantes y referentes comunitarios evidencian concepciones alternativas sobre derechos fundamentales y experiencias emergentes que articulan saberes académicos y territoriales desde perspectivas decoloniales. Asimismo, propone transformaciones curriculares, pedagógicas e institucionales orientadas a construir una ecología de saberes jurídicos que incorpore efectivamente las experiencias y conceptualizaciones de los actores territoriales, contribuyendo así a una formación jurídica más pertinente para los desafíos locales.
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