A través de argumentos tomados del campo disciplinario de la economía de la educación, en el presente artículo buscamos argumentar a favor de la gratuidad de la universidad pública, demostrando de qué manera la misma resiste a las demandas de eficiencia propias de la lógica economicista, mediante de las externalidades positivas que la educación universitaria genera en la sociedad en su conjunto. Asimismo, sostenemos que la gratuidad es condición necesaria pero no suficiente para la inclusión educativa en las universidades de nuestro país, demostrando cómo las desigualdades económicas y socioculturales de los y las estudiantes impactan en sus procesos de aprendizaje, traduciéndose así en desigualdades educativas. Es por ello que sostenemos que, además de la gratuidad y de los apoyos económicos, deben implementarse dispositivos que apunten a mejorar la calidad de los aprendizajes en las aulas universitarias y a propiciar la equidad.
Through arguments taken from the economics of education disciplinary field, in the present article we seek to support in favor of the free public university, showing how it resists the demands of efficiency inherent to economic logic, through the positive externalities that university education generates in society as a whole. Likewise, we hold that free education is a necessary but not sufficient condition for educational inclusion in the universities of our country, showing how student’s economic and socio-cultural inequities impact on their learning processes, thus translating them into educational inequities. For that reason, we argue that in addition to the free and economic support, devices should be implemented aiming at improving learning quality in university classrooms, thus promoting equity.
Keywords: university, free public education, equity, efficiency, externalities.
Recibido: 29 de junio de 2019
Aceptado: 5 de marzo de 2020
El 29 de octubre de 2015 el Senado de la Nación Argentina aprobó una serie de modificaciones a la Ley de Educación Superior (LES), que había sido sancionada en 1995 durante el gobierno menemista. El proyecto de reforma, que recogió las demandas que distintos sectores universitarios venían realizando desde su sanción, fue impulsado por la diputada, doctora en Pedagogía y reconocida referente del campo educativo, Adriana Puiggrós (del Frente Para la Victoria), y ya contaba con media sanción desde 2013 en la cámara de Diputados. Una de las reformas más significativas para el presente escrito es la incorporación en la ley del artículo 2.º bis que establece que:
Los estudios de grado en las instituciones de educación superior de gestión estatal son gratuitos e implican la prohibición de establecer sobre ellos cualquier tipo de gravamen, tasa, impuesto, arancel, o tarifa directos o indirectos. Prohíbase a las instituciones de la educación superior de gestión estatal suscribir acuerdos o convenios con otros Estados, instituciones u organismos nacionales e internacionales públicos o privados, que impliquen ofertar educación como un servicio lucrativo o que alienten formas de mercantilización. (Ley N.° 27204art. 2. ° bis)
Si bien, entonces, la gratuidad de los estudios universitarios está prescripta por ley, consideramos pertinente esbozar argumentos sólidos para defender dicha gratuidad, principalmente en tiempos en que el fantasma del arancelamiento ronda tanto los discursos políticos como los imaginarios sociales hegemónicos en Argentina. Así, buscamos fundamentar –a través de argumentos tomados del campo disciplinario de la economía de la educación– la gratuidad de la universidad pública, demostrando de qué manera la misma resiste a las demandas de eficiencia propias de la lógica economicista, por medio de las externalidades positivas que la educación universitaria genera en la sociedad en su conjunto.
Asimismo, sostenemos que la gratuidad es condición necesaria, pero no suficiente, para la inclusión educativa en las universidades de nuestro país, demostrando cómo las desigualdades económicas y socio-culturales de los y las estudiantes impactan en sus procesos de aprendizaje y se traducen, así, en desigualdades de tipo pedagógico. Es por ello que sostenemos que, además de la gratuidad y de los apoyos económicos, deben implementarse dispositivos que apunten a mejorar la calidad de los aprendizajes en las aulas universitarias.
Si bien partimos de la certeza de que la educación es un derecho y no un servicio, en continuidad con la versión reformada de la LES, desde el lenguaje de la economía de la educación nos preguntamos: ¿qué tipo de bien es la educación? El mercado de bienes educativos tiene particularidades cuyas consecuencias ameritarán un análisis detallado en el curso de este trabajo.
Desde la perspectiva de esta disciplina, es un hecho casi indiscutible que la educación es un bien que genera externalidades positivas[1]. En esta línea, se han realizado numerosos estudios que vinculan el nivel de educación de un país y su positiva relación con su nivel de desarrollo económico y productividad laboral (Villalobos Monroy y Pedroza Flores, 2009; USAID, 2012; Cohen, 2002). Esto equivale a decir que la educación es considerada un bien cuyos beneficios (monetarios y no monetarios) son capturados incluso por aquellos que no han invertido ni tiempo ni capital en él y que redundan en el crecimiento de una sociedad. En otras palabras, la educación produce efectos sociales positivos que “no pueden ser captados por los mecanismos de precios” (Morduchowicz, 2002: 23).
En este sentido, se sostiene que, entre otros aspectos,
[…] la educación ha demostrado ser una buena estrategia para reducir la pobreza y la desigualdad social. Por otro lado, también reporta efectos positivos en el incremento de la productividad, la salud de las personas, la disminución de la criminalidad, y la promoción de valores democráticos, entre otros. (USAID, 2012: 2)
De esta manera, la educación es definida como un bien social al que no sería eficiente aplicarle el principio de exclusión porque no hay entidad que pueda evitar que sus beneficios (contemplados en términos de externalidades) estén disponibles para todos los miembros de la sociedad. Tampoco es un bien “rival”, ya que se supone que el hecho de que algunos se apropien de ella no anula la posibilidad de que sea apropiada y gozada por otros.
Cabe señalar, en este punto, que la caracterización presentada por Morduchowicz (2002) para quien la educación es un “bien público impuro” (p. 22), ya que eventualmente pueden aplicársele los principios de exclusión y de rivalidad, como ocurre en el caso de los sistemas de educación privada. Para el autor, es esta condición la que vuelve necesaria la discusión acerca de la intervención del Estado en la provisión de dicho bien, ya que si se tratara de un bien público “puro” la discusión al respecto estaría zanjada.
Ahora bien, si la provisión de educación estuviera centrada solamente en el mercado cabe esperar que la cantidad ofrecida fuera inferior a las cantidades socialmente deseables[2] (Morduchowicz, 2002: 24) y es por esto que desde diversas posturas de la economía de la educación se postula la necesidad de la intervención del Estado en la asignación de dicho bien, discusión que retomaremos a la luz de diversos autores.
Este debate atraviesa los desarrollos en torno a la teoría del capital humano, que se presenta como:
una visión conceptual influyente en el marco de la globalización, porque concibe a la educación como una inversión que generará utilidad en el futuro y que favorece de diversas formas al crecimiento económico: calificación laboral, producción técnica, investigación, movilización física y optimización de movilidad funcional. (Villalobos Monroy y Mendoza Flores, 2009: 9)
La inversión en educación constituye, entonces, un punto crucial en la agenda de las políticas públicas a nivel internacional. Ahora bien, una serie de interrogantes se desprenden de las anteriores afirmaciones y apuntan a desnaturalizarlas: ¿carece la educación de externalidades negativas?, ¿necesariamente todos los miembros de una sociedad se benefician por el nivel y la calidad de la educación de un subconjunto de ellos?, ¿es ese impacto siempre positivo?
Como hipótesis emergente de la bibliografía relevada postularemos que en determinados casos, y en directa relación con el principio de equidad (Cohen, 2002), en la distribución de los bienes educativos la educación de algunos puede redundar en el perjuicio de otros, generándose así una relativización en el concepto de externalidad positiva de la educación. En ciertas condiciones, cuanto más educados están algunos miembros de la sociedad, más perjudicados se ven otros miembros, principalmente cuando se trata de ubicarse en el mercado laboral (Bourdieu y Passeron, 2003; Delfino, 2002; Lemaitre, 2005; Mungaray Lagarda, 2001. Es decir, la acumulación de capital social por parte de los sectores más privilegiados (habilitada en gran medida por el recorrido de los individuos dentro del sistema de educación formal) puede impactar directamente en las posibilidades formativas y laborales que quedan a aquellos que no han podido acceder a dicha acumulación.
El problema planteado requiere ser enmarcado en el ámbito de la educación superior universitaria como nivel educativo directamente ligado –aunque es una perspectiva actualmente en discusión– a las posibilidades de acceso a los puestos laborales (más o menos calificados, mejor o peor pagos) disponibles en el mercado de trabajo (Lemaitre, 2005; Mungaray Lagarda, 2001)[3].
Uno de los objetivos de este trabajo consiste en analizar algunos de los argumentos que se esgrimen en el campo disciplinar de la economía respecto de los modos de distribución de los recursos en la educación universitaria en pos de garantizar la equidad y la igualdad de oportunidades en ese nivel educativo.
A su vez, teniendo en cuenta el artículo 58.º[4] de la Ley de Educación Superior N.º 24521, sancionada en Argentina en 1995, y sus posteriores reformas, nos proponemos realizar un recorrido teórico por algunas de las tensiones que se producen entre los principios de eficiencia y de equidad a la hora de distribuir los recursos educativos en el nivel superior. Tendremos en cuenta que ambos conceptos, eficiencia y equidad, son términos polisémicos (Mokate, 2001) y controvertidos en el campo de las discusiones en materia educativa, que será necesario enmarcar teóricamente a los fines de su definición y recorte.
Según la teoría liberal clásica, cuya tradición se remonta al siglo XVIII, en el que se enmarca el pensamiento de Adam Smith, la intervención del Estado se vuelve necesaria solo cuando hay que subsanar las “eventuales fallas” que los mercados privados muestran a la hora de asignar eficientemente los recursos (Morduchowicz., 2002: 20). Tales “fallas” consisten principalmente en las que han sido mencionadas en la Introducción: las externalidades ligadas a determinados mercados imperfectos, es decir, costos o beneficios no capturables por los mecanismos de precios, y especialmente el problema del “polizón”, que destaca la forma en que no hace falta invertir tiempo y dinero para aprovechar los beneficios de un determinado bien.
De esto se desprende, como ya se mencionó, que hay ciertos bienes como los bienes “públicos” que, si no son suministrados por el Estado, la cantidad ofrecida en el mercado privado es insuficiente, generando así desigualdades en su distribución. Dado que se ha comprobado que la educación genera externalidades positivas (Villalobos Monroy y Pedroza Flores, 2009; USAID, 2012; Cohen, 2002), resulta lógico considerar que el bien educativo amerita una discusión sobre quién debe proveerlo y de qué manera, y que casi todas las posturas desembocan en la responsabilidad del Estado al respecto. Esto equivale a decir que incluso las posturas que abogan por la introducción de mecanismos de mercado en la asignación de los recursos educativos consideran que algún tipo de intervención estatal resulta necesaria.
Ahora bien, cuando se trata de determinar el grado de participación que el Estado debería tener en la asignación de recursos educativos se presenta como primer problema el hecho de que “no siempre es posible adoptar posiciones ‘objetivas’ sujetas a un cálculo económico racional” (Morduchowicz, 2002: 20). Esto radica principalmente en que la discusión acerca de la distribución de los bienes sociales, como la educación, es una cuestión política que excede la lógica de la racionalidad del mercado. Es “política” porque las decisiones que se tomen en materia educativa inciden en aspectos relativos a la desigualdad social y, por ende, tienen efectos tangibles a nivel colectivo. Y es “política” porque la educación es un derecho.
Nos encontramos en una época en la cual la educación superior ha virado de ser un privilegio asociado a las elites intelectuales de los sectores medios y altos a constituir un bien que se brinda a cantidades masivas de la población joven y adulta (Lemaitre, 2005). Cada vez más, un número creciente de estudiantes ingresan a las instituciones de nivel superior, aunque eso no implique necesariamente que todos ellos terminen graduándose. Así como se evidencian niveles de crecimiento en las matrículas, también se dan paralelamente grandes niveles de rezago y de deserción en las carreras universitarias, principalmente en los sectores de bajos recursos. Numerosos estudios (Bourdieu y Passeron, 2003; Ezcurra, 2011; Lemaitre, 2005) han analizado este fenómeno, ligándolo principalmente a distintos tipos de desigualdades, tanto económicas como socioculturales.
La problemática que dicha situación impone pensar radica en la manera en que se distribuyen los recursos y los capitales (económicos, culturales, simbólicos) entre los diversos sectores de la sociedad, conduciendo a los problemas de la eficiencia, la equidad y de la igualdad de oportunidades en la educación superior.
A pesar de ser un concepto polisémico, que admite múltiples definiciones, se suele entender a la eficiencia como el grado en que se cumplen los objetivos de una iniciativa al menor costo[5] posible. En este sentido, se considera “ineficiente” el no cumplir exactamente los objetivos previstos o hacerlo mediante el desperdicio de recursos o insumos.
Por otro lado, es destacable que “habitualmente se entiende la equidad como contrapuesta a la eficiencia, lo que permite hablar del ‘costo social de la equidad’” (Cohen, 2002: 110). Es corriente hablar de la eficiencia en relación a los mercados privados; ahora bien, el concepto se vuelve relativo cuando se refiere a mercados de bienes sociales o públicos (Mokate, 2001)[6].
Ya nos hemos detenido largamente en algunos elementos que hacen del mercado educativo un ámbito difícil de evaluar desde una pura lógica de la eficiencia. La eficiencia en este caso, implica considerar “[…] costos y beneficios indirectos a precios de eficiencia, buscando maximizar el impacto (rentabilidad) de la inversión sobre la sociedad en su conjunto” (Cohen, 2002: 106). Desde la perspectiva de la racionalidad de mercado, es sabido que a la hora de asignar recursos cada una de las inversiones realizadas tiene sus costos. ¿Qué habría que tener en cuenta, entonces, para lograr una asignación lo más eficiente posible?
Si se mide la inversión en educación y la asignación de recursos teniendo como guía la “tasa de retorno” –que pretende cuantificar los beneficios privados o sociales producidos por la inversión en educación–, quienes se rigen por principios de pura racionalidad de mercado (privado) podrían considerar que invertir en los sectores más desfavorecidos resulta un gasto difícil de recuperar y, por lo tanto, las inversiones no responden plenamente a principios de eficiencia. En este sentido, eficiencia y equidad serían conceptos que entrarían en tensión en el mercado educativo entendido como un mercado de bienes sociales.
El principio de “eficiencia Pareto”, como es de todos conocido, afirma que una situación S (una cierta asignación de recursos) es superior a otra situación S’ si al menos una persona está mejor y ninguna está peor en S que en S’. Una situación es a su vez óptima si, y solo si, no hay ninguna otra situación posible en la que al menos una persona esté mejor y ninguna esté peor que en ella. (Vázquez, 1999: 162)
Este principio de eficiencia pareciera traer consigo un criterio relativo a la equidad: nadie puede estar peor que antes dentro del conjunto social para poder decir que una distribución de recursos ha sido eficiente. Siguiendo la línea argumentativa de Cohen (2002), la supuesta tensión entre eficiencia y equidad es relativa en el caso del mercado educativo, ya que si medimos los costos en función de los beneficios sociales (externalidades) que genera la inversión en educación, una asignación considerada ineficiente en términos privados, podría evaluarse como eficiente en función de los efectos positivos para la sociedad en su conjunto. No obstante, es sabido que la inversión que tiene por objetivo lograr una asignación de recursos equitativa supone en principio un “gasto” que puede no reflejarse en beneficios sociales inmediatos y fácilmente medibles.
El análisis de la eficiencia es una preocupación fundamental en el proceso de asignación de recursos. En el campo educativo se pretende minimizar el costo de los insumos requeridos para maximizar la cobertura. Ésta es una ‘condición necesaria’ para alcanzar los fines perseguidos. La ‘condición suficiente’ es que, de forma paralela, se aumente la calidad de la educación, desigualmente distribuida en función de la estructura social vigente. (Cohen, 2002: 118)
Si la preocupación principal fuera lograr la eficiencia en la distribución de recursos educativos deberíamos preguntarnos cómo asignar los recursos disponibles de forma tal que se pueda maximizar el impacto al menor costo posible. No obstante, esta no es una pregunta que resuelva de por sí el problema de la equidad en dicha distribución. Medir la educación en términos de eficiencia y de rentabilidad implica concebirla como una mercancía o como un servicio, dejando de lado su carácter de “derecho” que debe ser garantizado por el Estado, así como también otros impactos beneficiosos, tanto económicos como sociales, que la educación tiene en los países en vías de desarrollo: “La limitación de la teoría del capital humano consiste en determinar a la educación como una mercancía, en la cual se debe invertir para obtener ganancias” (Villalobos Monroy y Pedroza Flores, 2009: 34).
No obstante, incluso desde el marco de la discusión en torno a la preocupación por la eficiencia, autores como Cohen (2002) sostienen que no es tan obvio que resulte poco eficiente la inversión social en educación a través de criterios de equidad. Es en ese sentido que el concepto de externalidad resulta fundamental a la hora de lograr una asignación equitativa de recursos, lo cual implica, no obstante, que a la hora de garantizar la equidad no se esperen de la educación beneficios sociales de tipo exclusivamente monetarios, así como tampoco resulta lógico esperar de ella beneficios sociales en términos inmediatos, de corto plazo.
Sin embargo, si se sostiene que, aun considerando criterios de equidad, es posible lograr una asignación eficiente de los recursos en función de su rentabilidad social (Cohen, 2002), es fundamental indagar en la manera en que dicha distribución debería efectivizarse.
Lemaitre (2005) sostiene que el concepto de equidad[7] es un complejo y que abarca diferentes dimensiones, que no se reducen solamente a la distribución de los recursos económicos: “Se entiende por equidad en el acceso a la educación la igualdad de oportunidades que tienen los diferentes individuos de acceder al sistema educativo sin importar el sexo, área de residencia, estrato socioeconómico, etnicidad u otros factores” (USAID, 2012: 3).
En principio, el concepto suele asociarse a aspectos netamente económicos. En ese sentido, “habría igualdad de oportunidades cuando la disponibilidad de recursos económicos no constituye un factor de exclusión de la educación superior” (Lemaitre, 2005: 1). No obstante, este mismo autor reconoce diferentes tipos de equidad: a) en las oportunidades de estudio, b) en el acceso, c) en la permanencia, y d) en los resultados. Se pregunta, a su vez, si efectivamente el mercado puede resolverlas a todas, complejizando la problemática planteada en el presente trabajo:
Las ayudas estudiantiles efectivamente favorecen a los estudiantes más pobres entre los que acceden a instituciones que tienen (o dan) derecho a estas ayudas. El punto que se quiere hacer aquí es que hay diversos tipos de discriminación: la que limita la gama de oportunidades de estudio a los estudiantes, o no toma en cuenta la diversidad de intereses y necesidades de formación de una población estudiantil amplia y heterogénea; la que impide el acceso de muchas personas a la educación superior; la que limita sus posibilidades de permanencia, por razones no necesariamente ligadas a las capacidades y destrezas potenciales de los estudiantes; la que justifica la entrega de una formación diferente según las condiciones de ‘negociación’ de los estudiantes; la que ofrece oportunidades de desarrollo personal, laboral y social sin disponer de las condiciones mínimas para hacer efectiva su oferta; la ausencia de mecanismos que permitan regular la calidad y garantizar el cumplimiento de los ofrecimientos formulados a jóvenes y adultos que tienen escasa capacidad para exigirlo. (Lemaitre, 2005: 78)
Bourdieu y Passeron (1964) introdujeron en las discusiones ligadas a la desigualdad educativa la idea de que no son solamente factores económicos los que generan desigualdad de oportunidades en el acceso a la educación superior universitaria. Los autores parten de una mirada complejizadora sobre la desigualdad, según la cual esta desigualdad se da en tres registros diferentes, como resultado de los mismos mecanismos. Estos tres niveles de desigualdad son: la restricción del acceso de las clases populares a la universidad; la relegación de los y las estudiantes de dichos sectores al estudio de disciplinas como las vinculadas a las letras y las ciencias; y, por último, el rezago o estancamiento en los estudios por parte de los y las estudiantes de sectores más desfavorecidos.
El panorama ligado a la década de los 60 puso de manifiesto que los factores sobre los que había que operar a la hora de garantizar la equidad eran más que los contemplados hasta el momento. Por lo tanto, la pregunta por la distribución de los recursos en pos de la equidad se complejiza, ya que además de factores de índole económica, también se ponen en juego aspectos de tipo socio-cultural. ¿Cómo gestionar eficientemente tales recursos disponibles para atender a los diferentes tipos de desigualdades?
Son múltiples los argumentos a favor y en contra de la intervención de mecanismos de mercado en la provisión del bien educativo. Los argumentos a favor se sostienen fundamentalmente desde la postulación de la ineficiencia del sector público (“falla burocrática”) a la hora de lograr resultados (Morduchowicz, 2002). Las razones de dicha ineficiencia oscilarían entre la falta de incentivos por la ausencia de competencia, la dificultad de medición del rendimiento de los trabajadores, el “desperdicio” de recursos por falta de información, vinculada en particular con la relación principal-agente (Morduchowicz, 2002).
¿Cómo operan estos argumentos en las discusiones sobre financiamiento de la educación superior? Schwartzman (1993) realiza una detallada caracterización de los tres modelos de financiamiento de la educación superior pública preponderantes en América Latina en la década de los 90: la asignación de fondos del Estado (modelo burocrático), la resultante del patrimonio propio o de donaciones (modelo corporativo), y la obtención de rentas por venta de servicios (modelo de mercado).
Siguiendo el hilo de nuestro trabajo, en relación a la modalidad de mercado, sostiene:
[…] En su visión más extrema, ella propone que el gobierno deje de financiar y regular las instituciones universitarias y de subsidiar a los estudiantes, permitiendo que cada cual elabore los productos que sean más buscados por sus clientes. En versiones más moderadas, permanece la idea de desarrollar medidas de eficiencia económica de las inversiones educacionales (tasas de retorno) que orienten la distribución de recursos públicos para el sector, y mecanismos compensatorios para garantizar la equidad en el acceso a la educación. (Schwartzman, 1993: 85)
Vemos cómo en esta afirmación se reflejan algunos de los supuestos desarrollados por Morduchowicz, principalmente en lo referido al problema de la ineficiencia que una lógica de mercado vendría a reparar en el sector público.
[…] Las universidades dejarían de ser dirigidas en forma burocrática y rutinaria, y pasarían a adoptar métodos empresariales de gestión; los cursos de mala calidad serían rechazados por el público pagante, y de esta forma la calidad aumentaría sin necesidad de regulación; los estudiantes, teniendo que pagar, tendrían más motivación para empeñarse en los estudios y mejorar sus calificaciones; las burocracias gubernamentales podrían ser desmontadas y los recursos públicos hoy destinados a la educación superior podrían ser dedicados a causas socialmente más nobles y más rentables, como la educación básica y la salud pública. (Schwartzman, 1993: 85)
Por otro lado, la introducción de la lógica del mercado en la educación superior presenta gran cantidad de objeciones. Entre estas, destacamos aquella que sostiene que la misma genera efectos negativos sobre la equidad, es decir, una asimetría en la disponibilidad y acceso a la información y a los bienes según los recursos culturales y las características socioeconómicas de las familias. Si la distribución del bien educativo, como se sostuvo más arriba, dependiera solo de los juegos entre la oferta y la demanda de los privados, el acceso a la educación para todos se vería ampliamente restringido, pues no todos cuentan con los recursos disponibles y con la información necesaria para demandar y para adquirir dicho bien. De aquí, la enorme responsabilidad que a nuestro entender tienen los Estados en la asignación equitativa de recursos para garantizar la educación superior a cada vez mayores sectores de la población en su conjunto.
La primera versión de la Ley de Educación Superior, N.° 24521, sostenía en su artículo 2.º:
El Estado, al que le cabe responsabilidad indelegable en la prestación del servicio de educación superior de carácter público, reconoce y garantiza el derecho a cumplir con ese nivel de la enseñanza a todos aquellos que quieran hacerlo y cuenten con la formación y capacidad requeridas.
En Argentina, como resultado de las legislaciones vigentes la educación pública es de carácter gratuito. Según la primera versión de la LES, el Estado garantiza la educación superior pública y gratuita aportando recursos financieros que posibiliten su funcionamiento, aunque eso no quita que no aliente la generación de recursos por parte de las universidades (Ley de Educación Superior, N.º 24521, artículos 58.º in fine, 59.º inciso c, y 60.º; Sánchez Martínez, 2003). Este último punto pretendía acentuar la autarquía económico-financiera que la Ley establece, más allá de la provisión de recursos públicos por parte del Estado.
Si bien la Ley no hacía mención de la gratuidad de la educación superior, era (y es) la modalidad adoptada en nuestro país, que, sin embargo, no estaba exenta de discusiones (Ley de Educación Superior, N.º 24521)[8]. El inciso c del artículo 58.º era uno de los más cuestionados ya que introducía la posibilidad de que las diversas universidades incorporaran algún tipo de “contribuciones o tasas por los estudios de grado” a fin de generar recursos alternativos.[9]
Si bien en su momento se esgrimieron algunos argumentos que destacaban que la norma no ponía en peligro el carácter público e igualitario de la educación superior[10], en la mayoría de los sectores universitarios este inciso generó mucha resistencia, principalmente respecto al peligro que la posibilidad de tal arancelamiento significaría para dicho carácter público e igualitario de la universidad. En el año 2015, la LES fue reformada y no solo se estableció explícitamente el carácter gratuito de la educación superior, sino que también se sustituyó el artículo 58.º[11] y se eliminó el inciso C del artículo 59.º que proponía establecer tasas para los estudios de grado como una posible fuente de financiamiento.
Ahora bien, Delfino (2002) sostiene que la opción por el financiamiento público y la gratuidad de la educación superior no garantiza la equidad en la distribución de los recursos. Haciendo un análisis de estadísticas de la década de los 90 en Argentina, el autor encuentra que la gratuidad en el acceso a la educación podría ser insuficiente para mejorar efectivamente la igualdad de oportunidades.
Esto es así porque, según el autor, se da el caso de que, por la relación existente entre los impuestos que se pagan y el uso del servicio educativo universitario, los sectores medios obtienen mayores beneficios que los sectores bajos y que estos últimos eventualmente estarían sosteniendo la educación gratuita de los sectores más favorecidos. La pregunta que cabría hacerse es: ¿qué proporción de la matrícula representan los jóvenes de sectores desfavorecidos?
Esto, sumado a los obstáculos socio-culturales que presentan los sectores de bajos recursos, genera que, a pesar de que la educación sea pública y gratuita, muchos jóvenes vean restringido su ingreso y se retrasen en sus estudios. A su vez, implica que los jóvenes de clases más altas, sin pagar el costo correspondiente al beneficio obtenido, acumulen un capital que los posicionará de una manera ventajosa en el mercado laboral y profesional, como una fuerza laboral altamente calificada.
Ahora bien, todos estos argumentos –que deberían llevarnos a reforzar la importancia de sostener la gratuidad de los estudios universitarios, fortaleciendo al mismo tiempo dispositivos (económicos, pedagógicos, etc.) para ampliar el acceso, la permanencia y el egreso por parte de sectores vulnerados– a menudo son utilizados para abogar por el arancelamiento y la restricción del ingreso a la Universidad.
Los diversos tipos de desigualdad (Lemaitre, 2005; Bourdieu y Passeron, 2003) que perjudican la efectiva igualdad de oportunidades en el acceso a la educación universitaria y ponen de manifiesto que garantizar la equidad en la educación superior no depende solamente de proveer educación superior pública y gratuita sino que implica atender a otros factores que generan exclusión.
De la bibliografía relevada, se han seleccionado algunas posibles soluciones al problema de la distribución desigual de los beneficios de la educación superior. Una de ellas es la propuesta de Delfino (2002), quien sostiene que la gratuidad en la educación pública superior debería ser complementada con un sistema de ayudas económicas para los sectores de bajos recursos (materializado en becas, por ejemplo), junto con la ampliación y la diversificación de opciones de educación privada. De esta manera, sostiene el autor, se propiciaría un mayor aprovechamiento por parte de los sectores desfavorecidos de la gratuidad de la educación superior, evitando que sean estos quienes costeen los gastos de la educación de los más ricos.
Una de las preguntas que cabe hacer a la propuesta de Delfino es si efectivamente la ayuda económica a los y las estudiantes de sectores desfavorecidos resuelve problemas tales como el retraso en las carreras o la dificultad de inserción en el mercado laboral. Todo sistema de becas debería tener en cuenta que habitualmente no son solo factores económicos los que operan en la generación de desigualdades en la educación superior (Bourdieu y Passeron, 2003).[12]
Una política pública orientada a garantizar el derecho a la educación superior implicaría tener en cuenta todos los factores que entran en juego a la hora de transitar exitosamente los estudios universitarios para todos los sectores sociales, generando mecanismos de ayuda económica –pero no solo económica– que tengan en cuenta las diferentes modalidades de la desigualdad. Una política económica equitativa debería proveer no solo de acceso gratuito sino también de respuestas a los otros tipos de desigualdades, que desarrollaremos a continuación (Lemaitre, 2005; Bourdieu y Passeron, 2003; Ezcurra, 2011; Mungaray Lagarda, 2001).
A modo de esquema, esbozamos a continuación una lista de las desigualdades identificadas en la literatura académica relevada y las medidas y problemáticas asociadas a cada una de ellas.
En favor de la equidad deberían revisarse aquellos mecanismos sociales que, operando de manera explícita o tácita, generan recorridos diversificados en las trayectorias educativas de los y las estudiantes, relegándolos en distintas carreras según variables como la clase social y el género, por tomar dos de las desigualdades a las que el Estado debería atender. Si bien en nuestro país no existen restricciones a la hora de elegir las carreras en función a las notas obtenidas en el secundario, otros mecanismos menos visibles operan en las oportunidades y opciones de estudio (por ejemplo, a menudo a jóvenes de sectores populares se les dificulta cursar carreras que requieren de mucho tiempo de cursada o de materiales de estudio caros, como, por ejemplo, Medicina o Arquitectura). Si bien las desigualdades mencionadas requieren de políticas socioeconómicas de base, esto podría ser acompañado por políticas universitarias que favorezcan los trayectos para todos y todas.
Además, serían deseables acciones de información destinadas a evitar el relegamiento de los jóvenes en determinadas carreras y el vaciamiento de otras, de fuerte proyección en términos sociales (las ciencias exactas, Ingeniería, por ejemplo). Se desprenden los siguientes problemas: ¿debe el Estado generar políticas para distribuir a los y las estudiantes en las diversas carreras en función de las necesidades sociales o según las demandas del mercado? Por otro lado, se presenta el problema referido a los criterios de distribución de los recursos para las distintas universidades del país, teniendo en cuenta su contexto y su población.
Respecto al “ingreso irrestricto” las universidades nacionales implementan diversas modalidades de admisión. No obstante, hay que tener en cuenta que la última reforma de la LES establece que:
Todas las personas que aprueben la educación secundaria pueden ingresar de manera libre e irrestricta a la enseñanza de grado en el nivel de educación superior. Excepcionalmente, los mayores de veinticinco (25) años que no reúnan esa condición, podrán ingresar siempre que demuestren, a través de las evaluaciones que las provincias, la Ciudad Autónoma de Buenos Aires o las universidades en su caso establezcan, que tienen preparación o experiencia laboral acorde con los estudios que se proponen iniciar, así como aptitudes y conocimientos suficientes para cursarlos satisfactoriamente. Este ingreso debe ser complementado mediante los procesos de nivelación y orientación profesional y vocacional que cada institución de educación superior debe constituir, pero que en ningún caso debe tener un carácter selectivo excluyente o discriminador. (Artículo 7.º)
Así, para que estas instancias de admisión no se conviertan meramente en “filtros” o en trámites burocráticos sin valor pedagógico se requiere la organización de cursos de ingreso que ofrezcan herramientas para poder ingresar a la universidad con elementos suficientes como para permanecer en ella (Ezcurra, 2011) y que impliquen aprendizajes genuinos y una distribución más equitativa de los capitales culturales. Estos cursos son dispositivos fundamentales, ya que operan como puentes hacia la vida universitaria, permitiendo a los y las estudiantes familiarizarse con los desafíos y especificidades de la cultura académica.
Una medida de impacto es brindar ayuda económica a los y las estudiantes para la subsistencia (transporte, materiales, entre otros) durante el trayecto en la educación universitaria. De la misma, se desprenden los siguientes problemas: ¿cómo otorgar las becas?, ¿son subsidios a la oferta o a la demanda?, ¿qué presupuesto asignar a tales becas?, ¿cómo obtener dichos recursos?, ¿a quiénes asignarlas y con qué criterios (necesidad, desempeño, antecedentes)? Por otro lado, exige tener en cuenta que, más allá de la ayuda económica, las becas deben estar acompañadas con dispositivos de apoyo pedagógico que permitan a los y las estudiantes obtener las herramientas necesarias para aprender y mejorar sus rendimientos en las distintas asignaturas: talleres de escritura académica, tutorías, orientación en estrategias de estudio y, fundamentalmente, una mayor sensibilización por parte de los y las docentes en las dificultades que manifiestan sus estudiantes en el marco de las materias, así como estrategias de intervención dentro de las mismas cátedras. Todo esto requiere de un compromiso institucional con los aprendizajes, que se manifiesta también en la asignación de tiempos y de recursos para poder brindar a los y las estudiantes materiales de aprendizaje y técnicas de trabajo intelectual que permitan superar insuficiencias de la formación secundaria que provocan el retraso y la deserción de quienes ingresan con pocas herramientas (Bourdieu y Passeron, 2003; Ezcurra, 2011).
Se refiere a la necesidad de generar políticas que promuevan la inserción de los y las estudiantes en el mercado de trabajo. Si bien es necesario repensar el currículum en relación a las necesidades sociales y al mercado disponible, esto genera tensiones porque consideramos que la formación para el trabajo no agota las funciones ni el sentido de la educación superior. Algunos aspectos problemáticos y altamente discutidos en la actualidad son: la responsabilidad del Estado a la hora de garantizar el acceso a los puestos de trabajo, es decir, si tiene que ser el Estado el que genere dichas fuentes o si debe relegarse al mercado la oferta laboral; la relación entre la universidad y el mercado; y la polémica cuestión sobre la educación por competencias. Son temas que exceden el marco de este trabajo y que están atravesados por factores ideológicos y políticos que los vuelven excesivamente complejos de abordar en el marco de este escrito.
Lejos de ofrecer soluciones al problema de la eficiencia y la equidad en la distribución de recursos en la educación superior, hemos pretendido revisar algunos de los argumentos que se vinculan con dicha cuestión, con el propósito de poner en evidencia la complejidad del tema, que exige ser pensado a través de lógicas que excedan a la racionalidad de mercado.
En primer lugar, revisamos argumentos vinculados a la economía de la educación para demostrar cómo, incluso desde una lógica de mercado, se vuelve fundamental la intervención del Estado en la provisión y distribución del bien educativo. Ahora bien, como la educación universitaria es un derecho, no una mercancía, y a la vez, un fenómeno social complejo, la lógica de mercado constituye un marco acotado e insuficiente para abordar el problema de la desigualdad en la educación superior. Es aquí donde la economía de la educación debe abrir paso a argumentos provenientes de otras miradas disciplinares, tales como la sociología, la pedagogía y la política educativa, entre otras. En las desigualdades educativas entran en juego factores políticos y pedagógicos que implican pensar la distribución de recursos en términos más amplios (recursos económicos, pero también simbólicos, culturales, académicos) y es por eso que el Estado, a través de una política educativa clara, que integre aspectos económicos, sociales y pedagógicos, tiene una enorme responsabilidad a la hora de garantizar la equidad en los estudios superiores.
Siguiendo a algunos de los autores relevados, concluimos acerca de la importancia de la financiación pública de la educación superior a fines de garantizar su gratuidad, lo que implica un gran paso en pos de la equidad y la igualdad de oportunidades. Pero, al mismo tiempo, al complejizar el concepto de equidad, hemos convenido en que la gratuidad en el acceso a la educación superior no es condición suficiente (aunque sí necesaria) para que tal equidad se efectivice y garantice. Una política de distribución de recursos que aspire a la eficiencia y también a la equidad no puede soslayar la complejidad del concepto de igualdad de oportunidades en educación superior, para que la equidad no sea solo una cuestión garantizada en términos formales y para que los beneficios que esta genera impacten de manera positiva en la sociedad en su conjunto y no sean acumulados por un sector privilegiado.
[1] Se llama externalidad positiva al beneficio que genera un bien pero que no se refleja en o que excede a su precio en el mercado. En general, tiene que ver con un efecto positivo, incluso en aquellos/as que no consumen dicho bien.
[2] Esto se debe, principalmente, a que por las características del mercado educativo no todos los beneficios de bien educativo pueden ser reapropiados por quien provee el bien, generándose, entre otros, el problema del “polizón” (Morduchowicz, 2002), que es aquel que disfruta de los beneficios de un bien sin haber pagado o invertido otro capital en el mismo (lo que no es otra cosa que la externalidad, previamente caracterizada). Esto podría desalentar a los oferentes, entendidos en términos de “privados”, respecto a la provisión directa de dicho bien a todos los individuos, en busca de un rédito equivalente al beneficio ofrecido.
[3] El alcance de esta afirmación puede problematizarse en la siguiente cita: “En términos reales, el dinamismo del mercado profesional y la afluencia de tantos proveedores particulares del servicio, en los últimos años, son indicadores de que frente al mundo del trabajo la educación superior es tan solo una opción, con egresados con mejores oportunidades laborales y mayores defensas frente al desempleo” (2001: s. n.).
[4] El artículo mencionado sostiene: “Corresponde al Estado nacional asegurar el aporte financiero para el sostenimiento de las instituciones universitarias nacionales, que garantice su normal funcionamiento, desarrollo y cumplimiento de sus fines. Para la distribución de ese aporte entre las mismas se tendrán especialmente en cuenta indicadores de eficiencia y equidad. En ningún caso podrá disminuirse el aporte del Tesoro nacional como contrapartida de la generación de recursos complementarios por parte de las instituciones universitarias nacionales.” (Ley de Educación Superior, N.º 24521).
[5] Se entenderá costo en un sentido amplio, no solamente en términos de desembolso de dinero (Mokate, 2001).
[6] Para un mayor desarrollo de la diferencia entre la eficiencia privada y la eficiencia social sugiero consultar a Mokate (2001).
[7] Mokate (2001) vincula el concepto de equidad a tres valores sociales: la igualdad, el cumplimiento de derechos y la justicia.
[8] La referencia a la gratuidad está presente en el inciso 19 del artículo 75.º de la Constitución sancionada en 1994. Asimismo, la nueva versión de la LES, reformada en 2015, incorpora explícitamente el carácter gratuito de la educación superior en el artículo 2.° bis.
[9] La LES sostiene que: “Podrán dictar normas relativas a la generación de recursos adicionales a los aportes del Tesoro nacional, mediante la venta de bienes, productos, derechos o servicios, subsidios, contribuciones, herencias, derechos o tasas por los servicios que presten, así como todo otro recurso que pudiera corresponderles por cualquier título o actividad. 'Los recursos adicionales que provinieren de contribuciones o tasas por los estudios de grado, deberán destinarse prioritariamente a becas, préstamos, subsidios o créditos u otro tipo de ayuda estudiantil y apoyo didáctico; estos recursos adicionales no podrán utilizarse para financiar gastos corrientes. Los sistemas de becas, préstamos u otro tipo de ayuda estarán fundamentalmente destinados a aquellos estudiantes que demuestren aptitud suficiente y respondan adecuadamente a las exigencias académicas de la institución y que por razones económicas no pudieran acceder o continuar los estudios universitarios, de forma tal que nadie se vea imposibilitado por ese motivo de cursar tales estudios […].” (Ley de Educación Superior, N.° 24521, artículo 58.º, inciso c).
[10] […] lo único que hace la ley es dejar el punto en manos de las universidades, como corresponde en un régimen de instituciones que gozan de autonomía, con la única condición de que, si se cobran aranceles o cuotas por los estudios de grado, los recursos que se generen deberán destinarse prioritariamente a becas, créditos y otras formas de apoyo a los estudiantes (Sánchez Martínez, 2003: 30).
[11] El artículo 58.º de la Ley de Educación Superior, N.º 24521, establece: “El aporte del Estado nacional para las instituciones de educación superior universitaria de gestión estatal no puede ser disminuido ni reemplazado en ningún caso mediante recursos adicionales provenientes de otras fuentes no contempladas en el presupuesto anual general de la administración pública nacional”.
[12] Los autores señalan los efectos perversos de esta última posición, ya que puede derivar en una ratificación de la ideología del talento natural. Así, señalan que“[…] los mecanismos que aseguran la eliminación de los niños de clases baja y media actuarían casi con la misma eficacia (pero más discretamente) en el caso en el que una política sistemática de becas o subsidios de estudio volviera formalmente iguales ante la educación a los sujetos de todas las clases sociales” (p. 45). Una política de becas destinada a compensar desigualdades económicas, encubriría las desigualdades culturales imposibles de desarticular con ayuda económica. Aquellos estudiantes que, aun con ayuda económica, “fracasaran” en los estudios podrían llegar a ser evaluados finalmente como faltos de “talento” o “mérito” individual. Así, “[…] no hay mejor manera de servir al sistema –creyendo combatirlo– que imputar únicamente a las desigualdades económicas o a una voluntad política todas las desigualdades ante la educación” (Bourdieu y Passeron, 2003, pp. 44-45).